El zoo «Se subió al bus a eso de las ocho y media. Apenas había gente. Vestida más como puta en busca de clientes, que como muchacha que va a casa de su novio»

No tenía fuerzas para volver a casa. Se había presentado en casa de Ramón para darle una sorpresa. Desde las 6 de la mañana estuvo de arriba para abajo, intentando tenerlo todo preparado: una ducha, lavarse el pelo, depilarse totalmente de cuello para abajo, el mini tanga negro, el sujetador de cuarto de copa, las medias y el liguero, la minifalda de cuero, la camiseta negra, la chupa con tachuelas, las sandalias de tacón alto, las muñequeras de piel, pintarse ojos y labios, algo de maquillaje…

Se subió al bus a eso de las ocho y media. Apenas había gente. Vestida más como puta en busca de clientes, que como muchacha que va a casa de su novio, los hombres del bus la devoraban con la mirada. Y las mujeres la hubieran echado del bus por golfa e indecente. Pasó vergüenza por unos y por otras, pero era el cumpleaños de Ramón y deseaba ofrecerse a él como regalo, dispuesta a darle todo lo que ese día le pidiera. Fuera lo que fuera.

Encontró la puerta de la calle abierta, así que no pulsó el timbre. El ascensor llevaba varias semanas fuera de servicio, así que empezó a subir los cuatro pisos muy despacio. Aquellos tacones la estaban matando, y no estaba acostumbrada a ellos. Tuvo suerte y no se cruzó con ningún vecino. Cuando por fin llegó al replano, llamó a la puerta usando el timbre. Oyó voces dentro:

— ¡Ve a abrir, putita, que seguro que traen la pizza para desayunar!

— ¡Ve tú, que estoy desnuda y no quiero que el muchacho de las pizzas me vea así! ¡Mientras abres termino de lavarme, que me has dejado el culo al rojo vivo!

— ¡Serás zorra! Ya voy yo a abrir. Límpialo bien, que solo hemos empezado y pienso rompértelo antes del mediodía…

El mundo se le vino abajo. No esperó, y salió corriendo escaleras abajo. Le faltaba el aire, no podía respirar. Los pulmones no se llenaban. En el paso por el tercer piso llegaron las lágrimas a borbotones. Pasado el segundo piso, un odio tremendo y ancestral llenó su pecho mientras moqueaba. Cuando abrió la puerta de la calle, su mente estaba en blanco. Se cruzó con un muchacho que llevaba una bolsa roja de pizzas, que maldecía por tener que subir los cuatro pisos a pie por tercera vez en 24 horas.

Algo parecido a un manto blanco llenó su mente. Insensible, como flotando, sin apenas darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Paso tras paso, como zombi, la muchacha fue dejando atrás el piso de Ramón. Fue paseo abajo mirando el suelo, con la cabeza baja y los ojos perdidos en la nada. La gente con la que se cruzaba, se la quedaba mirando. Alguno que otro murmuraba por lo bajo:

— Esa puta yonqui se ha quedado colgada…

Pasaron varias horas hasta que, sin saber cómo, la muchacha se encontró paseando por el zoo. No recordaba haber pagado entrada. Ni siquiera la forma en la que había llegado hasta allí. Se había girado algo de fresco, pues ya era media tarde. Y sin pensarlo, llevó sus pasos hasta el complejo marino.

Tuvo suerte. No había nadie. La última sesión de delfines hacía media hora que había terminado, y hasta la mañana siguiente no habría otra. Un pie seguía al otro de forma automática. Estaba cansada. Harta. Engañada. Sin deseos de nada. Abandonada. Su vida se acababa de derrumbar como castillo de naipes. Y ni ella misma sentía deseos de recogerlos del suelo. Su vista se quedó mirando a un tanque enorme de agua. En el cartel se anunciaba “pulpo gigante”, pero no lograba ver nada. Y pensó en que no quería más luchas. La vida la había vencido. No se veía el fondo del estanque. Aquella profundidad la llamaba. La tranquilizaba. Le prometía el cese del dolor. Ser envuelta por agua tibia y poco a poco dejar toda aquella mierda de vida atrás de una vez por todas…

Y la muchacha cayó al agua. No fue algo voluntario, pero tampoco opuso resistencia. Simplemente se dejó hacer. Como si su vida ya no estuviera en sus manos. Tres metros de altura cayendo como a cámara lenta. Y luego el agua tibia envolviéndola completamente. Como madre abrazando a su hija. No hizo movimiento alguno. Cerró los ojos. Le pareció sentir como lentamente iba camino del fondo. Paz. Silencio. Oscuridad. Calor. El mundo quedaba arriba, atrás. Se relajó. No sintió la necesidad de respirar. No había prisa alguna. Dejó que aquella paz se fuera adueñando de ella poco a poco…

Le pareció sentir que algo pasaba muy cerca de ella. Su piel enseguida notó los pequeños remolinos que algo muy rápido había ocasionado a pocos centímetros. Eso la despertó de su somnolencia de forma automática y brutal. Pensó el pulpo gigante. Y el afán de supervivencia la obligó a nadar desesperadamente hacia la superficie. Una vez arriba, divisó un pequeño enrejado por el que supuestamente los técnicos del zoo vigilaban y atendían al pulpo. Nadó rápido, con terror. Su mente creó un enorme y monstruoso calamar, fruto de alguna película antigua. Eso le hizo patear el agua con fuerza, con el deseo de salir del agua lo más rápidamente posible. Al cabo de un par de minutos (no era muy buena nadando), consiguió llegar a una zona en la que apenas había 40 centímetros de agua. Una especie de plataforma desde la que los técnicos podían alimentar al pulpo sin problemas. Se puso de rodillas, cansada de bracear. El agua le llegaba justo por la cadera. Llenó de aire sus pulmones. Y no tuvo tiempo para mucho más.

Iba a levantarse. El enrejado estaba a menos de tres metros. Alargó la mano. Pero algo la agarró por los pies, y fue a dar todo lo largo que era contra el agua. Boca abajo no podía respirar, y algo la estaba arrastrando de nuevo hacia el profundo estanque. Buscó desesperadamente hasta que su mano derecha consiguió asirse a una enorme argolla de hierro, incrustada en el hormigón. Aquello seguía tirando de ella con una enorme fuerza. Así que, de espaldas, consiguió que la mano izquierda también pudiera agarrase a la argolla. Era su salvación y no podía soltarse de ninguna manera, o acabaría ahogada en el fondo del profundo estanque. Asus pies, un enorme remolino de agua no dejaba ver nada. Intentó patear, pero ambos pies fueron fuertemente sujetados. Gritó con todas sus fuerzas, pero nadie la escuchaba.

Sintió que algo rozaba sus piernas, envolviéndolas. Como una especie de cuerda que fuera enroscándose en ellas. El remolino se volvió un enorme y burbujeante montón de tentáculos salpicando agua por todas partes. La muchacha gritó de nuevo. Eran enormes. Algunos mucho más gruesos que sus propias piernas. Sembrados de redondas y rosadas ventosas. Pequeños como un dedo al principio, y gruesos como troncos de árbol al final. Las ventosas eran de un tamaño acorde al grosor del tentáculo. Los que amarraban sus piernas ya habían llegado a la altura de su pelvis. Y tres tentáculos más estaban en camino. La falda quedó hecha pedazos. Las medias habían desaparecido completamente destrozadas. La chupa se la tuvo que quitar cuando empezó a nadar hacia el enrejado.

Los tentáculos siguieron el ascenso por su cuerpo de forma ahora más lenta. Como tanteando cada centímetro de su piel. El ínfimo tanga no supuso obstáculo alguno para que aquellos pequeños dedos empezaran a explorarla a conciencia. Abrieron sus labios a la fuerza, y se introdujeron lentamente en ella, en una especie de violación animal absurda. La baba que cubría los tentáculos hizo posible que aquella penetración fuera totalmente suave. No hubo sequedad alguna que ocasionara desgarros internos. El otro tentáculo que rodeaba su pierna izquierda llegó hasta sus nalgas. Y prosiguió su exploración hasta llegar a su ano. La muchacha, agarrada a la argolla, luchaba por mantener su cabeza fuera del agua para evitar ahogarse. Separó un poco las piernas para que aquellas ventosas no le desollaran el interior de sus muslos.

Y ocurrió algo que jamás hubiera pensado. El tentáculo que se introdujo en su vagina estaba llegando incluso a la entrada de su útero. Lo sintió como jamás había sentido nada igual. Pero no solo era eso. Las ventosas, interiormente se habían pegado totalmente a su piel. Tenía ventosas que desde dentro la succionaban de una forma terrible. Las sintió en su punto G, en su clítoris, y en sus labios. Alguna se pegó a la salida de su uretra, intentando todas vaciarla. El tentáculo que había llegado a su ano, estaba ya más de medio metro en el interior de sus intestinos, dilatando su anillo anal hasta el punto de casi rotura. Aquél ser la estaba devorando por dentro.

Otros tentáculos llegaron hasta sus pechos. Los rodearon, los estrujaron, y sus ventosas se colocaron sobre sus pezones, por debajo de la ahora ya rota camiseta. La muchacha vio aterrada como pasaban a un color morado oscuro.

Otros dos tentáculos se colocaron alrededor de su cuello y de su pecho. Poco a poco la fueron oprimiendo, como si de una enorme serpiente se tratara. Le faltaba el aire. Se estaba ahogando. No podía más. Y por segunda vez en aquél día, se entregó sin más lucha, ya derrotada del todo. Que todo acabara de una vez por todas. Solo odiaba morir sola.

Una vez pasada la línea y abandonada toda esperanza, la muchacha empezó a sentir algo que no podía concebir. Aquellos tentáculos se la estaban follando por todas partes. Era un trozo de carne pasto de seis enormes pollas que la violaban una y otra vez. Las ventosas la estaban volviendo loca, succionándole no solo la vida, sino haciendo llegar una monstruosa tormenta de orgasmos que la invadían por todas partes. Los tentáculos temblaban en su interior. Los sentía en sus entrañas, apoderándose de ella. Y poco a poco algo creció dentro de la muchacha hasta que explotó. Cada trozo de su piel era una fuente de orgasmos. Pezones, pechos, clítoris, ano, vagina… Nunca hubiera pensado en morir así. Ahora que lo sentía, pensó que era la forma más maravillosa del mundo en dejar todo atrás. No pudo controlarlo. Su cuerpo empezó a tener espasmos y contracciones que amenazaban con romper hasta sus propios huesos. Gritó, babeó, explotó y siguió explotando. Dolor y placer se mezclaron hasta no poder distinguir el uno del otro. No podía más, pero aquella bestia siguió exprimiéndola hasta que perdió la conciencia varias veces.

Era de noche. Las aguas estaban tranquilas de nuevo. Se encontró a si misma agarrada a las rejas. Miró a todas partes, pero no encontró rastro alguno del animal.

Sólo podía salir por donde entró. Así que atravesó nadando de nuevo el tanque de agua, hasta llegar a una canal de acero. La usó para subir los tres metros de pared. Era entrada la noche cuando rompió el cristal de la puerta. Su pequeña mochila con las llaves de su casa y sus documentos los había encontrado en el suelo, junto al estanque y a los pies del cartel de “pulpo gigante”.

Como pudo saltó la valla del zoo y se encaminó a su casa, tapada con los restos de lo que había sido una falda de cuero y una camiseta negra.

Ramón nunca más supo de ella. Y ninguna de sus amistades comprendió que tuviera aquel animal en un enorme estanque en su casa. Si algunos tenían perros, gatos, o incluso serpientes, ¿Por qué no podía tener ella un pulpo? Al fin y al cabo, fue quien le regaló una nueva vida. Y quien mejor la conocía por fuera… y por dentro.