Uno siempre vuelve al lugar en donde la paso tan bien

Los chicos del verano

Es extraño pasar agosto con tus padres, volver un mes al año a ese edificio donde pasaste los mejores (los únicos) veranos de tu infancia, cuando la libertad empezaba tras las notas y acababa en septiembre. Tras las hogueras de la noche de San Juan, los otros niños y sus familias iban llegando en un goteo incesante hasta mediados de Julio, en los que la felicidad y el grupo alcanzaban su apogeo. Salíamos al sol como locos, para quemarnos la piel cuanto antes y que después no nos doliese. Nadie decía nada sobre cánceres aún.

¡Qué gritos, qué risas robando ladrillos de las construcciones cercanas -cuando esto no era aún el mar de casas que ahora es- y trasladándolos en carros de la compra carretera abajo para construir una chabola! Cómo escalabamos balcones, trepabamos escaleras y nos escondíamos en los rincones, soportando las espinas de los cáctus, el picor de las patas de los insectos -enormes, como todo con este clima- al subirnos por la espalda y el pelo, para no delatarnos.

Había suecos, daneses, alemanes, ingleses. Teníamos una negra francesa y un chino. Cuatro hermanas del peor barrio de Móstoles a las que su madre dejaba con su abuelo mientras intentaba (y fracasaba) en la enésima desintoxicación.Los gallegos y catalanes nos enseñaban sus palabrotas, tesoros que usar en el futuro contra un enemigo.

Yo los quería a todos. Puede que a los chicos un poco más, aunque aún no supiera las razones. Los niños del verano eran mis únicos amigos, mi razón para soportar todo un año de bullying. Vivía para el momento de bajar del autobús.

Mi segunda existencia se abría o se cerraba con solo usar una maleta, año tras año, para que pudiera reiniciarla justo donde la había dejado. El pueblo era algo así como una dimensión de bolsillo. Un mundo paralelo donde yo era el rey.

Luego… bueno, llegaron la ouija, las historias de miedo, el romance endogámico en la cuadrilla, todos los juegos en que nunca besaba a ninguna. Las revistas porno, las primeras cervezas y las excusiones a las piscinas de los rusos, asaltando sus verjas con alevosía y nocturnidad para después salir corriendo. Poco a poco los extranjeros dejaron de venir, los que estudiaban FP se quedaban menos. Cada vez teníamos aficiones más distintas y descubrimos que las personas que seríamos tenían muy poco que ver.

Yo llegué a la universidad y me atreví a tener mi primer amor, un estudiante de periodismo que me usó, me tiró y me dejó como estoy ahora: homosexual, solo y confuso. Me refugié en internet y ya no quise regresar a una urbanización desde donde no podía conectarme y seguir anestesiado, aislado del mundo.

Dejé pasar los años de chat en chat, de una relación fallida a la siguiente hasta que papá se jubiló, mamá se puso mal y ya no pudo valerse por sí misma, y entonces volví, pero ahí ya no quedaba nada para mí.

Solo cuchicheos, rumores, curiosidades malsanas, miradas de condescendencia. Preguntas de por qué sigo triste y soltero, con lo buen chico que era. En qué momento se me comieron la depresión y la timidez.

Los hijos de mis antiguos amigos (con quienes ya no tengo nada en común) abarrotan las que fueron mis calles, mis jardines, mis plazoletas mientras ellos juegan a la brisca o se toman tranquilamente un café con sus parejas. Me despiertan durante la siesta cuando se llaman unos a otros a voces, esperando que asomen al balcón y bajen para salir. A veces me levanto aturdido y siento que esos gritos vuelven a ser para mí. Que el tiempo ha retrocedido, que aquel tío y los que siguieron no fueron más que un mal sueño y esta vez podré mantener el contacto y hacer las cosas bien. Iremos a la disco, montaremos en los trastos de la feria, nos divertiremos.

Esto de ser adulto se me está dando de puta pena…  

Menos mal que la vida real tiene también algunas alegrías y pronto llegará septiembre y con él, el curro. No hay nada en la vida como trabajar en tu verdadera vocación.

Es lo mejor de ser antidisturbios: de vez en cuándo aún puedes jugar al pilla-pilla.