Uno de los castigos más crueles pero excitantes que tuve en mi vida, me dieron más de 70 latigazos y me follaron entre varios

Enviaría al Tribunal una confesión escrita, una solicitud de castigo y un descargo de responsabilidad asumiendo todas las consecuencias. El Tribunal se reuniría para decidir mi castigo, con una sentencia mínima obligatoria de sesenta azotes sin límite máximo. No me notificarían la condena. Sólo me ordenarían presentarme para el castigo; un sábado a primera hora de la tarde, por ejemplo.

Desde el primer momento, no se andarían con miramientos. Me ladrarían breves órdenes y preguntas directas. Únicamente me dejarían hablar para contestarlas. Por supuesto, no habría palabrita de parada ni nada de eso. Esto es un castigo de verdad, no un juego erótico. En el mismo vestíbulo, me ordenarían desnudarme de cabeza a pies, incluyendo los pendientes, las pulseras y todo. A la menor duda o resistencia, dos ayudantes me pondrían en mi sitio a bofetones y correazos.

En cuanto estuviera desnuda como recién parida, me esposarían las manos a la espalda y los tobillos a una larga barra que me haga abrir mucho las piernas. Me pondrían en la cabeza una mordaza de araña o cualquier otra que me mantenga la boca totalmente abierta. Así me arrastrarían por los brazos o las orejas, pateando ridículamente con las piernas separadas, hasta un cuarto de baño. Me ordenarían sentarme en el retrete, cara a la pared, y hacer mis necesidades mientras llega todo el mundo si no quiero hacérmelas luego encima. Y se irían, con una cámara controlándome desde el techo.

Ahí me dejarían un largo rato, mientras oigo cómo más y más gente va llegando a la casa. Mi corazón insistiría machaconamente en reventarme el pecho y las sienes de ansiedad, expectación y miedo. Pero pese a las avispas en la barriga, consigo hacer pipi y caca. No quiero que me pase lo que me han dicho que les pasa a otras durante El Castigo, que se van patas abajo a la vista de todos y entonces cobran más.

Finalmente, los dos ayudantes vuelven. Tiran de la cadena y me llevan en volandas a la bañera para fregarme con agua fría, cepillos y estropajos, como si fuese un trozo de madera. Me advierten que aproveche para beber porque luego no podré. Trago agua de la ducha con la boca abierta por la mordaza. Se aseguran de que quedo limpia como una patena y me arrastran pateando otra vez, sin secarme siquiera, ya al Salón de Castigo.

El Salón de Castigo es grande, quizá un amplio sótano, ya lleno de Público y con espacio suficiente para usar El Azote. El Azote puede ser cualquier cosa que te deje bien amarga desde el primer golpe. Por ejemplo, una gruesa vara de ratán de un metro empapada en salmuera para que pese más y joda más. O una pichatoro antigua, como las que usaban los vaqueros para tumbar a los cuatreros de un solo vergazo. O una ancha tira de neumático, muy pesada, con todas sus hendiduras y tacos y un mango. Cualquier cosa realmente mala.

El Azote está en manos del Verdugo, un tiarrón enorme, todo músculos y mala leche. En medio del Salón de Castigo está el Banco de Azotar, construido de tal modo que te obliga a mantener el culo alto y expuesto y la cabeza baja, para que no te vayas a desmayar y perderte algo. Al lado está la Enfermera con el carrito médico, el kit de primeros auxilios y los trastos de curar, que sin duda harán falta.

Nadie me presta mucha atención. El Público bebe y charla entre ellos más que nada. Sólo me lanzan alguna que otra mirada divertida y cruel. Los ayudantes siguen sujetándome para que la Enfermera me haga un rápido chequeo. Auscultarme, tomarme la tensión, un pinchacito en el brazo con una aguja para ver si me cuesta mucho dejar de sangrar.

Todo parece en orden porque asiente con la cabeza sin decir palabra. Inmediatamente los ayudantes me quitan las esposas de las manos y los pies, pero sólo para atarme al Banco de Azotar por las muñecas, los tobillos y la cintura. Soy un poco menuda para esa cosa y quedo forzada con el culo muy alto y la cabeza muy baja, boqueando a través de la mordaza que me mantiene la boca abierta, casi a punto de descoyuntarme la mandíbula. Pero eso impedirá que me muerda la lengua.

El Público ya está tomando asiento. La Jefa les recuerda –y a mí– por qué me van a castigar con voz despectiva y burlona. Mientras, la Enfermera me pinta el culo y el coño enteros con Betadine. Estoy cagada de miedo. ¿Miedo? ¡Terror! Quiero llorar. Lloro. A nadie parece importarle, aunque parece que al fin el Público me presta atención. En realidad, es sólo para disfrutar del espectáculo y el morbo de la justicia bien aplicada. Entonces La Jefa ordena:

–Uno.

Me encojo tanto que casi me descoyunto. Pero el Banco de Azotar está hecho para que no podamos movernos durante el castigo. El Verdugo levanta El Azote con ambas manos, lo mantiene ahí arriba unos instantes como si así se cargara o algo y me lo estampa en los carrillos del culo en plan swing de golf. Un swing de esos para mandar la pelota a tomar por saco, que suena como una explosión.

Siento como si el culo entero me estallase en llamas. Un pistón de dolor puro pasa por todo mi cuerpo hasta la sesera, expulsando todo pensamiento o emoción por los ojos que casi me saltan de las órbitas y un alarido aún más fuerte que el impacto. No lo soporto. Es un dolor que no se puede soportar. Y en vez de atenuarse después del golpe, aumenta más y más con llamaradas palpitantes. Intento pelear, huir, suplicar. No hay modo. Tan solo puedo retorcerme, temblar, chillar como cochina en matanza. Como la cochinita sucia y culpable que soy, que siempre fui. Cuando creo que ya no puede doler más, La Jefa manda:

–Dos.

Se produce otra explosión en mi culo. Ahí sí que ya me vuelvo loca del todo, con la cabeza vacía porque el dolor no deja espacio a nada más. Y así siguen, a ritmo constante, sin prestar ninguna atención a mis reacciones. Debe ser un Azote cada diez o quince segundos, no sé, con todas las fuerzas y la mala leche del Verdugo. Todos caen con precisión en los dos tercios inferiores de las nalgas, pero a menudo se cuelan entre medias y me arrean también en el coño y el ano, lo que es aún más insoportable que lo insoportable. Cuatro, cinco, seis. Berreo incontrolablemente sin parar, sin pensar, sin sentir nada más que dolor. El público sonríe y comenta en voz baja.

Me dijeron luego que al décimo azote tenía ya el culo totalmente llagado y rojo púrpura. Al vigésimo, la piel se rompe y siento hilillos de sangre cálida corriéndome muslos abajo. Y no recuerdo mucho más. Sólo el dolor y la humillación, totalmente inaguantables. Pero los castigos están para eso, ¿no? Por lo visto, al que hace cuarenta ya llevo las mollas del culo convertidas en un amasijo de carne viva, pellejos y sangre. Y al llegar al sesenta, la sentencia mínima, están reducidas a una especie de hamburguesa cruda, desollada, palpitante. Hasta ese momento, de algún modo me sostiene la esperanza de cobrar sólo la sentencia mínima. Inevitablemente, La Jefa dice como si tal cosa:

–Sesenta y uno.

Y toda esperanza se esfuma. Siguen, y siguen, y siguen, un Azote cada diez o quince segundos con todas sus fuerzas, sin parar, contra los mismos dos tercios de mi culo destrozado. No paran ni cuando ya estoy inmóvil, sollozando débilmente, en una especie de realidad paralela que debe ser eso que llaman el subespacio pero maldito si no me hace delirar de dolor. Siguen. ¡Bam! – ¡Bam! – ¡Bam! – ¡Bam! – ¡Bam! –

Paran tan de golpe como comenzaron. Simplemente, La Jefa deja de contar números y no hay más Azotes. Para entonces, ya casi ni me doy cuenta. El Público aplaude, se ponen en pie y se van yendo con sus copas hacia otras habitaciones, charlando animadamente. La Enfermera viene a curarme las heridas con algo que arde como el infierno, pero no logro reaccionar. El Verdugo se aleja con la Jefa. Me dejan ahí sola, atada al Banco de Azotar, llorando muy, muy débilmente.

Durante las siguientes horas, varios hombres y algunas mujeres vienen a usarme. Es como si me violaran, pero no me importa. No consigo que me importe. Sólo me importa que cuando me petan el coño o el culo hasta las pelotas, cada roce hace que sienta como si me estuvieran pasando las nalgas por un rallador. Quitando eso, cualquier cosa es mejor que El Castigo. Cuando algunos hombres me follan la boca forzada por la mordaza garganta a fondo y se corren dentro y se orinan, me lo trago todo ansiosamente con lágrimas de agradecimiento. Una nunca sabe lo buenos que están la lefa y el pis hasta que no tienes verdadera sed. La Enfermera viene de vez en cuando a comprobar que esté bien, o sea que no esté muriéndome ni nada.

Un rato después de que todo el mundo quede contento y satisfecho, los dos ayudantes vuelven a soltarme por fin. Me llevan a rastras al vestíbulo. Aunque apenas puedo andar, me mandan que me vista y me vaya. Como puedo, obedezco. ¿No voy a obedecer? Mientras me visto trabajosamente, mareada, me dicen que vuelva dos veces a la semana durante el mes siguiente para continuar con las curas.

También me dicen que, por supuesto, van a quedarme cicatrices para siempre. No me importa. Para nada. Se ha hecho justicia. Por fin se ha hecho justicia. Por primera vez, no me siento culpable. He pagado mi culpa, toda mi culpa y me siento limpia en un paraíso de inocencia extraño. Antes de salir, miro el reloj. Son las ocho y media. Puedo llegar a casa a tiempo para cenar. Nadie tiene por qué enterarse. Nadie va a enterarse. Al marcharme, comienzo a temer la segunda sesión, prevista para el mes que viene. Porque a partir de ahora viviré bajo el Azote, ¿sabes? Hasta alcanzar la Perfección. O lo que sea.