Una llamada, pocas palabras y comienza la acción

Hondo. Tan hondo. ¿Es posible que llegue hasta un fin, o continuará? Los gemidos de la cama resuenan por lo bajito, quejosos, acusadores del asesinato del descanso nocturno. Fuera, una débil farola ilumina tenuemente la fachada de una casa con aspecto desvencijado y cuya pintura implora una pronta atención. En el marco de la puerta, en el extremo superior derecho, una muesca esculpida con el filo de un cuchillo.

Quince minutos antes, el timbre resuena y la sombra que se arroja sobre el umbral se cuela en el interior, atravesando un estrecho vestíbulo y subiendo de forma acompasada y segura unos escalones crujientes. Segunda puerta a la derecha, le dice una voz rasgada por las garras del alcohol desde el salón iluminado, sin levantar la mirada de las hojas y los libros abiertos que se agolpan sobre una mesa, distraída y a la vez atenta, como un águila al acecho.

La puerta, maciza y robusta, es nueva. Por los quicios, pretende escabullirse la luz del interior. Extiende una mano, agarra el picaporte y pestañea, asaltado por la repentina luminosidad. Segundos de oro regalados, capta enseguida. Segundos de prevención y cautela, un tiempo concebido para elucubrar estrategias. No quiere explayarse mucho en tales reflexiones.

Una confortable cama, pulcramente hecha a excepción de unas pequeñas arrugas cercanas a la almohada, son lo único que los separa. Sonríe, cerrando la puerta, atrapándolos en el interior. Sus manos, entrecruzadas a la altura de la cintura, no dan muestra de temblor al atreverse a dar dos pasos tímidos hacia él. Olfatea, y detecta el perfume a rosas que expele su melena azabache y lisa, que le cae como una cascada enmarcando un rostro almendrado de ojos inquisitivos y oscuros. Nariz fina y cejas dibujadas con esmero. Labios que se curvan en una sonrisa nerviosa, más prominente y carnoso el inferior, más sugerente cuando le dedica un delicado saludo, que suena frío e insensible, al ardor que irradia su pecho.

-Pónte cómoda-le dice, en un tono que reviste con solemnidad y autoridad, sin alzar la voz, como si estuviera acostumbrado a ordenar y ser atendido al instante.

Su suave mentón se agita levemente y refrena el impulso de su cuerpo de volverse. Conoce los eufemismos, y capta el mensaje de su mirada refugiada tras las gafas cuadradas. El camisón carmesí y sedoso con que acoge su piel morena se precipita al vacío en pocos segundos, descubriendo el conjunto negro que se empeña en defendar su intimidad.

Le sonríe, nerviosa, un tanto ruborizadas sus mejillas donde se le dibujan dos graciosos hoyuelos. Sus brazos ascienden presurosos, y retiran el molesto sujetador, concediendo libertad plena a sus senos menudos y picudos, dos níveas perillas aún endurecidas por la tierna edad. El tanga se ve amenazado, intenta zafarse de sus dedos, se esmera en agarrarse a sus muslos, a las rodillas perfiladas, a los tobillos e incluso a la punta de los dedos del pie.

Descubierta, alza sus brazos a la altura de los codos, regalándole la visión de su carne vendida. De su pecho escapa un hondo suspiro, nostálgico, y también libertador. Un suspiro de gozo, por ver ese tesoro refugiado entre los muslos, esa pincelada azabache que arroja una trémula sombra sobre la entrada de su deseo.

No es una perfección, ni la busca. El espejo le revela los hombros macizos, la espalda gruesa y la curva incipiente de una barriga orionda de un hombre entrecano, con frente ancha y mandíbula cuadrada, cuya gruesa nariz se ensancha para captar todo el aroma de esa fruta hallada, Sus ojos grisáceos y duros recorren hambrientos su piel, percatándose del finísimo vello de sus brazos y de las serpientes blanquecinas reptantes en sus muslos. Las suyas, son más gruesas, y ennegrecidas, concentradas en sus muslos fatigados de cargar con el peso de sus años. Pero su corazón se llena de vigor y fortaleza, distribuyéndolos por su cuerpo, hambriento e incitado a aproximarse a la joven.

Acaricia las mejillas suaves con sus dedos, admirando su tacto, y el dedo gordo se pasea por su labio superior, coronándolo y precipitándose hacia el inferior. Con sus manos ocultas a la espalda y la mirada clavada en el ajado rostro, hace un leve mohín con la boca y acoge entre sus labios el dedo curioso, recibiendo la caricia anfibia de la punta triangular de la lengua. Él aprovecha y lo hunde en la boca, y ella lo succiona levemente, como si pretendiera adueñarse de él, cerrando los ojos en una mueca concentrada.

Docilidad asimilada o innata. Impregnado con su saliva, revolotea hacia sus senos, rodeando las saetas de sus pezones oscurecidos, como si se dispusieran a cegar su visión.

-¿Quiere que le llame de alguna forma?-le pregunta, cortésmente, con un tono embriagador, mirándole con unos ojos tiernos y ensoñadores, al tiempo que sus dedos acarician el raro vello púbico, cerciorándose de su nula humedad.

Sus labios se contorsiam y la lengua se estremece para articular un monosílabo, pero rectifica casi al instante.

-Señor, a secas.

-A mí, ¿podría llamarme Ruth?

Asiente con la cabeza, concediéndole el deseo. Ruth, como la mujer bíblica, como la viuda que se acostó a los pies de Boaz para demandarle que se desposara con ella. Ruth, postrada de rodillas, hurgando en su cremallera, aferrando su hombría y recogiendo con la lengua la gotita transparente que pendía hacia el abismo.

Se deshace de la camisa con toda la rapidez que sus dedos le confieren, botón a botón, incluso hubiera estado decidido a desgarrarlos si no cedían. Se saca la camiseta blanca y se desprende del cinturón, mientras Ruth sigue saboreando el cetro de su pasión.

Desploma sus posaderas sobre la cama, que gime con consternación ante su peso y ordena a Ruth que recoja del suelo un arrugado sobre que había huido del bolsillo. Ya no disimula el tono autoritario. Ella se agacha, realzando sus nalgas, esa deliciosa curva que se precipita hasta el abismo . Permanece quieta, petrificada, al notar la poderosa mano apoyada en el culo, y el vello de su nuca se eriza, amenazante, al sentir su pronta desaparición.

Un sonoro chasquido retumba y muere en el anodino cuarto, mientras sus dedos se engarfian en el sobre arrugado. Otro, otro, y otro. ¿Siete, ocho? Seguidos, inclementes, rugientes, tiñen de tímido carmesí sus marmóleas nalgas. Postrada a los pies de la cama, inerme, desnuda, a cuatro patas, con los labios apretados y el pensamiento distante, en una sonrisa radiante.

Se detiene y le pide que se acueste. Ella cumple su orden, y le sonríe cuando su cabeza oculta el luciente foco de la lámpara.

Acepta los labios y le concede su lengua, se resigna a la mano en los pechos, amasándolos y acariciando con las yemas los pezones, al tiempo que su rendida manita regala su sabiduría a su vendida vagina, preparándola para la derrota.

Besos rudos y entorpecidos, olvidados de encanto. Lame los pezones con devoción, con el clamor de un bebé, y los besa con colmillos ocultados dispuestos a rodearlos. Ella se estremece, y deja en libertad quedos gemidos, mientras aparta los ojos del inclemente reflejo de su desnudez. Sus dedos bailotean siguiendo un compás conocido en la gruta del placer, pero se detienen rápidamente, prisioneros de una garra y condenados a danzar en su enhiesta hombría.

-De espaldas-grazna su voz, áspera y ruda.

Ella le indica con su cabeza una ubicación en el armarito y él masculla entre dientes, abriendo sus portezuelas. Ante sus ojos voraces, centellean algunos seductores objetos, y no captan el estremecimiento de la criautura de la cama.

Un torbellino de pensamientos e ideas se precipitan en su mente, de escenas tórridas y posturas inolvidables, de gemidos continuos y poderío desplegado. Tentado, acaricia la fría superficie de las esposas, la oscura suavidad de la pelota de goma, de las cuerdas que parecen vibrar bajo sus yemas…

Aparta la mirada, y se apodera del envoltorio de plástico y el bote licuoso.

-Tentador, pequeña Ruth, tentador, pero esa vieja zalamera no me va a dejar vacíos los bolsillos-le dice, con una risita.

Observa la marca rojiza prendida en su culo, e hincha orgulloso el pecho. Medidas similares eran necesarias, para combatir tanta altivez y arrogancia, tanto descaro y desobediencia. El colegueo y el tratamiento igualitario, ¡al diablo con ellos!

Unge con los dedos el orificio oscuro del culo ofrecido, y se traslada hacia su sexo entreabierto, regando entre sus labios humedecidos.

-Por el culo no, señor-atiende a decirle Ruth, mirando al reflejo del cristal.

-Así que eres aún una de las mimadas de doña Rosalía, ¿eh?

Ella no contesta, solo curva un poco más la espalda, mientras él pasea su soldadito enfundado por los pétalos de su flor. Mimada, le había dicho, como si fuera una privilegiada en aquel tugurio. Mimada, mimada…, continuaba resonando en su cabeza, mientras sentía como la horadaba, como perforaba su interior en pos de sus secretos fogosos y húmedos…Mimada, mimada, mi amada, mi linda florecilla…, su voz, baja y grave, emergía de entre las profundidades.

La cama chirría, se queja y blasfema. Sus resoplos en la nuca, tan cerca del lóbulo sus labios gruesos y feroces. Posa sus manos manos tan cerca de las suyas, como si pretendiera agarrar sus muñecas para impedirle el vuelo.

Hondo…., tan hondo, ¿conocerá el fin? Si lo hace, dolerá, tal vez busca eso, el dolor, la angustia. Mimada, mimada, le había dicho, como si fuera una consentida. Su cintura se eleva y vuelve a caer, hundiéndose, profanando, horadando. Nuevos resoplidos y jadeos, parece también que haya comprado el aire de la habitación.

Que se ciña a lo negociado, y si se sobrepasa, ya sabes, le había dicho su voz madura y quebrada, por los años, el cansancio y el alcohol. La experiencia de sus ojos y las arrugas de las comisuras de sus labios parecieron tristes al ver su desnudez. Sin que respondiera a ninguna pregunta, y sin esperarla, ya la había tasado y había formulado su anuncio. Pronto te llamaré, eres un lindo bombón. Es temporal, ¿sabe? Ya, eso dicen.

Mimada, bombón…El ariete arremete, aumenta su insistencia, sus labios se contraen, se deslizan para separarse, para expeler ¿un gemido de placer? ¿Acabará gustándote, Raquel? Se mira al espejo, unos segundos, se piensa que acabará aplastada. Por suerte, él es más grandullón, y no apoya su peso en su cuerpo.

Sus resoplidos se hacen más angustiosos,más apremiantes. Era su segunda llamada, y le había dicho mimada. Se sorprende gimiendo, ella, ¡qué cosas! Nunca gime, y ahora le regala cada sonidito dulce y embriagador de su garganta. Lo hace con propósito, provocando el vencimiento y piensa en el sobre abandonado en el suelo.

Le había dicho que lo cogiera y la había azotado. Se la había mamado y nisiquera le había sonreído, agradecido. Astucia y malevolencia. Ya aprenderás, le había dicho Gemma, la rubita regordeta.

Mimada Ruth continúa gimiendo y él alza recta la espalda, con el pecho enrojecido y canoso, engarfia sus dedos en los muslos y la empala en su enfundada asta. Tal violencia que casi se ve arrastrada en la cama, pero enseguida recompone la posición y acepta pasiva sus arrebatos carnosos. Adquiere más rapidez, como si se creyera en una competición. Sigue obsequiándole con sus gemidos, y adivina sus ojos gozosos de su reflejo lozano, captando el estremecimiento de sus pechos traviesos.

El primero la había llamado diosa. Tan nervioso, sonriente, compungido, el «rarito», le apodaban. El cliente del que todas se burlaban, y al que todas querían. Tan complaciente, tan fácil de servir. Era el primero para todas. El verdadero era la segunda llamada.

Le ve relamerse un dedo, y aproximarlo ufanado a su culo. Se encoge, pero enmudece. Se lo había dicho. El ariete se detiene, y empieza a cimbrearse, llenándola toda, regodeándose en su conquista. Una vocecita le apremia a actuar, a reaccionar, a musitar alguna palabra de advertencia. Pero de sus labios crispados no se desliza solo una consonante labial, que le dibuja una amplia sonrisa en su cara. El dedo intruso se va colando, poco a poco, y ella relaja sus muslos. Sale y entra, poco a poco, venciendo su estrechez, mientras su polla continúa trazando círculos. Mimada consentida y dócil.

-¿Te gusta, Ruth?-le pregunta, embriagado el hombre.

Alza su mentón, y gira levemente el cuello, hacia su reflejo, como si no tuviera voluntad para rebelarse. Le ve, engreído, victorioso y solo atina a asentir con la barbilla, con los ojos cerrados, como si no quisiera verse rendida.

-Dilo, Ruth, ¿te gusta?

Pasea su otra mano por las nalgas, por la huella enrojecida.

-Sí, señor, me gusta mucho.

-Buena Ruth, mi mimada amansadita.

No parece haberle escuchado, su mente parece alejada, ¡al diablo! No es su personalidad ni el carácter, es el cuerpo, la lozanía, el olor a sexo, el deseo de vida y el reclamo del deseo, lo que le impulsa a mover las caderas contra las suyas, y a seguir disfrutando de su culito.

Cinco, cuatro, tres, dos, uno. Enmudece el asedio, se convulsiona y agita, resopla satisfactoriamente. Si pudiera, desearía verla culminada, viendo como esa flor se veía repleta de su néctar blanco. Chasquea la lengua y se retira, dominándose poco a poco, recuperando el aliento. Carajo, con las jovencitas. Son tan fogosas, te dejan hecho pedazos. Debería haberla dejado prendada a la polla, y que la paladeara con la lengua. Pero no pudo resistirse a la visión de aquel coñito tan suculento.

Se viste con rapidez, y antes de irse, cierra la puerta. Ni una palabra de más. Del sobre se olvida, por poco lo pisotea, pero ella lo salva, lo protege contra su pecho, encogidas sus rodillas.

Piensa en la nada, sus ojos se pasean fuera de la ventana, a través del velo de la cortina. Rarito era tan estrafalario, tan permisivo. Incluso había perfumado su sobre.

Hola, joven. ¿Cómo te llamas? Encantado, espero que estés cómoda. No te preocupes por la mochila, solo traigo un bloc, y unas revistas. Es para dibujar, ¿sabes? Las revistas son para ti, por si te gustan. Sino, puedes usar este pequeño portátil. ¿Para qué? Claro, no te lo he dicho. Quiero ver cómo te masturbas, preciosa diosa.

Ni una queja, ni una orden, ni una palabra altisonante. Tan nerviosillo, parecía incluso virginal. No le gustaba eso de rarito, pero a él no le importaba como lo llamase. Solo le importaba sus dibujos, y su bloc. Casi tan importante para él como su vida misma, parecía. Con qué delicadeza y pasión recorría la blancura de la hoja la punta del lápiz, perfilando un bosquejo, ágiles los ojos.

Y ella, en braguitas, con las tetas al aire, miraba curiosa las revistas, hojeando sus páginas. Se sentía como una cría, mirando embobada aquellas fotografías a color, reconociendo algunas experiencias, sonriendo ante anécdotas vividas. Seleccionó un par de imágenes, de chicos entre sí, ni musculados ni flacos, que casi parecían enamorados y se dispuso a toquetearse.

No se lo reconoció, pero aquello sí la excitaba un poco y así recostada un poco, con la revista apoyada en la colcha, los muslos separados y una pierna arqueada, dejaba pasear su manita por el valle del vientre, como si estuviera sola, y hubiera vuelto a su adolescencia.

Tan dispares, tan distintos. Se viste el cuerpo, reordena la cama y se arregla el pelo. Baja y entrega el sobre. Observa como los billetes se reparten en dos grupos bien distintos, variopinto de colores.

-¿Bien?

-Sí.

-¿Algún extra?

Recordó el dedito en su culo, su expresión babosa y ufanada. Por el culo no, señor. ¿Te gusta, Ruth?

-No, señora.

Mirada fría que reta a la suya, como si pretendiera socabar sus pensamientos, revolver entre las brumas de sus recuerdos y conocer todos los detalles que quisiera.

-Puedes irte-le dice, y ella asiente, sintiendo el frío del filo del billete arrrugado en la copa del sostén. Ningún extra para la zalamera.