Una jovencita en el metro bastante caliente y que me tuve que terminar follando

Esto ocurrió en el metro de Madrid hace unos meses. El andén estaba lleno de gente, un día de esos en los que hay que entrar a presión. Me fijé en una chica muy jovencita, morena, no muy alta, llevaba una falda muy cortita, un manjarcito, aparentaba unos 18 años, melena larga, culo firme y apretado, piernas deliciosa, tetas en punta. Varios chicos se colocaron a su lado. «Joder, demasiada competencia», pensé. Yo soy un sesentón, regordete, poco atractivo para un yogurín tan apetecible. Me concentré en mi libro electrónico. Cuando llegó el metro, entré al vagón entre empujones. La chica jovencita se escurrió a un rincón del vagón, aprisionada por uno de los chavales. Yo quedé a su derecha y me dediqué a vigilarlos. Me gusta observar. El chico estaba salido. Ella, de espaldas, se apretaba contra la puerta del fondo. Yo permanecí firme, deteniendo con mi espalda la avalancha de gente.

Enseguida noté como la mano del chico caía a la cintura de la muchacha y luego se colocaba en su culo, se lo acarició. Su polla debía de estar restregándose contra el muslo de ella. «Chico listo», pensé. Ella no decía nada, ni siquiera cuando el jovencito levantó su faldita y metió la mano debajo de su braguita. Se dejaba hacer. Después vi como el chico se separaba, se bajaba la cremallera del pantalón y se sacaba la polla. Ella seguía callada, con la mano del chico acariciándole la raja del culo y su polla dura buscando arrimarse a su chochete. Me puse cachondo, vale, ¿lo comprendéis? Decidí intervenir. Le di un golpecito en la espalda al chico y me dirigí a la chica como si la conociera de toda la vista.

—Hombre, Vane, qué tal estás, cómo va el metro hoy, madre mía.

Ella levantó la cabeza y me miró muy sorprendida, pero yo no la dejé reponerse. Me acerqué mucho a ella y le hablé al oído, muy cerquita, para que solo me escucharan ella y el chico.

—¿No te estará molestando este jovencito? –le pregunté.

El chico se puso rojo como un tomate.

—Yo no estoy haciendo nada, le juro…

—¿Y eso?

Le señalé la polla que salía de su bragueta y la falda de la chica que también estaba levantada por la parte de delante. Llevaba un tanguita verde.

—Le juro que no he hecho nada, yo ya me iba.

Toco en la espalda del viajero que estaba detrás de nosotros y le pidió paso para salir. En un momento había desaparecido de nuestra vista. La chica seguía sin decir nada. Yo me coloqué en el lugar que había dejado el chico, puse mi mano izquierda en su tanquita verde, la derecha en su culete y mi polla en la cadera.

—¿Qué hace? –me dijo muy bajito, como con miedo a que la escucharan.

No dije nada. Metí su mano dentro de su tanguita y mi dedo corazón se introdujo hasta acariciar su clítoris. Estaba húmeda. Noté que suspiraba. El chico había hecho bien su trabajo. «Gracias, chavalito», pensé.

—Yo sí voy a hacer que te corras y no ese niñato —susurré en su oído.

Cogí su mano y la hice que agarrara mi polla por encima del pantalón. La moví arriba y abajo.

—Tengo que salir –me dijo.

—Espérate una estación más y te puedo llevar a un sitio muy tranquilo.

—No, no, por favor.

Mi mano acariciaba sus labios vaginales y su clítoris.

—Vente conmigo un ratito y verás que bien lo pasamos, te va a gustar mucho.

—No sé, usted es muy mayor.

Ella tenía que salir pero no se movía. El tren cerró sus puertas y siguió su camino. Pensé que ya estaba en mis manos. La miré, un yogurín, hacía muchos años que no me había follado una chica como esa. Noté el deseo en sus ojos. El tren llegó a la siguiente estación. Le di la mano a la chica.

—Vamos a salir.

Me siguió como hipnotizada. Cuando salimos de la estación hizo un intento de soltarse de mí.

—Vamos a charlar un momento, ¿cómo te llamas?

—Ana. Sólo un momento, ¿eh?

La llevé a una casa abandonada que estaba a la salida de la estación, la utilizaban algunos chicos del barrio para follar, tenía hasta un camastro medio roto.

—¿Qué vamos a hacer ahí?

—Hablar tranquilamente.

La empujé dentro. No se resistió.

—¿Qué quiere? –me preguntó.

—Vas muy sexy con esa faldita blanca tan cortita, ¿te gusta excitar a los hombres?

—No, no es que visto así.

—Pues al chico del metro le has puesto cachondo y a mí también. Mira.

Me abrí la cremallera y saqué mi polla. Es ancha y larga, 20 cm. Ella se quedó mirando muy fijamente.

—Eres un guarro.

—Sí. Muy guarro. ¿Sabes lo que voy a hacer ahora?

—¿Qué?

Saqué la lengua y se la enseñé.

—Quiero meter esta lengua en tu culito. ¿Tienes novio?

—No.

—¿Has follado alguna vez?

—Solo dos veces, con un chico del colegio.

Ella se había sentado en un sofá que estaba debajo de una ventana. Yo me puse a su lado y la acaricie los muslos.

—Ponte de espaldas, que te voy a dar un pequeño masaje.

—Me tengo que ir. voy a llegar muy tarde a casa.

Pensé que hay mujeres a las que hay que entretenerlas hablando de otras cosas mientras las vas desnudando. Esta era una de ellas,

—Soy un buen masajista, ya lo verás.

—No te creo.

Pero ella ya estaba de espaldas en el sofá, con su culazo en pompa como yo la había pedido.

—Seguro que te masturbas muchas veces.

—Sí, sí, eso sí.

—¿Con películas porno?

—Algunas veces.

—¿Y en qué piensas?

—No lo sé, qué preguntas me haces.

Le bajé las bragas hasta la rodilla. Mi mano acarició su culete. Puse la palma en su rabadilla y mi dedo corazón acarició su ano. Después lo fui subiendo desde atrás para disfrutar de su chochete. Sus jugos mojaban mi mano entera.

—¿Cuántos años tienes?

—18.

—¿De dónde venías a esta hora?

—Trabajo en una tienda de electrodómesticos. ¿Qué me estás haciendo?

Mientras continuábamos hablando, le había metido el dedo en el culo. Eso me vuelve loco. Desde que la vi en la estación pensé que sería una delicia meter un dedito en ese culito. Y ahí estaba yo, cumpliendo mi fantasía.

—¿Nunca te han acariciado así el culete?

—No, no.

—Nunca es tarde para empezar, Anita. Los dos juntos podemos aprender muchas cosas.

— ¿Qué cosas?

—Yo tengo muchas experiencias, me han pasado muchas aventuras, te puedo contar mis historias. ¿Eres morbosa?

—No sé.

— Seguro que sí.

Tenía que hablar y hablar, ese era mi plan. Puse mi polla en su culo, entre los dos carrillos, me aplastaba contra ella. Mis manos hurgaban en su chochete, jugaban con su clítoris, entraban y salían en su vagina.

—¿No te gusta?

—¡Ay, ay! ¡Qué me haces!

La hice darse la vuelta con las piernas muy abiertas. Estaba con los ojos cerrados como soñandio.

—¿Te han comido el chocho alguna vez?

—No, no, nunca.

—Dime que quieres que te lo coma.

—No, no, por favor, qué guarro eres.

—Dímelo.

Mis dedos se movían en su chumino y ella gemia.

—Por favor, por favor.

—Dime que quieres que te coma el chocho.

—Ay, ay, por favor, por favor, sólo un poquito.

—Un poquito, ¿qué?

—Por favor, por favor, cómeme un poquito el chochito.

Mi boca se posó primero sobre su ombligo, sin prisas, voluptuosa, después hizo circulitos sobre su monte de Venus mientras mis dedos entraban y salían en su vagina. Mi lengua era un diablo caliente. Llegó a su chochete, lamió sus labios superiores, lamió la entrada de su vagina.

—¡Ay, ay, ay, eso me vuelve loca.

Agarré su clítoris con mis labios, succioné muy suavemente mientras dos de mis dedos entraban en su vagina, me la follé con los dos dedos. Dentro, fuera, dentro, fuera. Ella se derretía.

—Por favor, por favor, no te pares.

Con mi lengua lamí y lamí su clítoris. Ella enloquecía.

—Me estoy corriendo, ay, ay, que bien lo haces.

—Ahora dime que quieres que te folle.

—No, no, otro día. Se me está haciendo muy tarde.

Pero mi polla estaba pidiendo su ración. Mi polla tenía vida propia y quería unirse a la fiesta

—Le acerqué la polla a la cara.

—¡Ay, ay, qué grande, qué grande!.

La acarició, se la metió en la boca.

—¡Qué rica! —gritó.

En ese momento descubrí que la encantaba chupar. Me la chupaba desesperadamente. Pensé que la chica iba a dar mucho juego. Mis amigos jubilados, Manolo y Esteban, iban a dar saltos de alegría cuando se la presentase.

—Ahora dime que quieres que te folle.

Tuve que hacer esfuerzos para sacarle la polla de la boca, porque se aferraba a ella con un frenesí que yo nunca había visto.

—Sí, sí, quiero que me folles, fóllame mucho, todo lo que quieras. Fóllame.

La había hecho levantarse. La llevé contra una pared. Quería metérsela allí, contra el muro blanco y desconchado. Era un poco más alta que yo. Puse mi polla en la entrada de su vagina mientras con mi dedo sobaba su clítoris.

—Así, así.

Empujé un poquito y noté su gritito. Le metí la puntita, solo la puntita.

—Por favor, por favor, métemela toda, toda entera.

Cuando empujé con fuerza gritó como si la estuviera matando de placer.

—Así, así, por favor, no te pares.

Lloraba mientras yo me movía como un caballo loco.

—¡Toma, polla, toma, polla!

—Sí, sí. Más, más, no acabes nunca.

Se corrió y se corrió hasta que yo no pude más. Fue un polvo salvaje, monumental. Hacía tanto tiempo que no me follaba a una mujer joven como ella, así que derramé el semen acumulado durante muchos años. Ella estaba exhausta. Yo quería más, ese culo me seguía obsesionando, ese culito virgen para mí. Nos vestimos. Cuando salimos a la calle ya había anochecido.

—Si quieres te llevo a casa en mi coche, lo tengo aparcado aquí al lado.

—Vale.

Mi coche estaba solitario en el aparcamiento de la estación. Supe lo que quería hacer. Cuando llegamos al coche le dije que se quitase las bragas. Ella lo hizo. Le pedí que se tumbase en el asiento al lado del conductor, con las piernas fuera y el culo en pompa.

—¿Qué quieres hacer?

—Ya lo verás.

—No, no, el culete, no, otro día.

No la hice caso, ya sabía que siempre decía que no. Acerté, Se tumbó en el asiento con las piernas fuera del coche y el culo en pompa. Le levanté la falda y me quedé mirando ese culete. Era un manjar. Le besé entre los dos carrillos, le lamí la rabadilla, le fui lamiendo y lamiendo hasta llegar a su ano.

—Eres un guarro.

—¿No te gusta?

—Sí, sí, me gusta mucho.

Metí la lengua en su ano, se lo chupé con ansia, luego mi lengua entró y salió en su ano, me follé su culete con mi lengua ardiente, volví a tocarla el clítoris y se encendió otra vez.

—¡Ay, ay, por favor!

Puse mi polla en su culo, se la restregué de arriba abajo, así estuve a punto de correrme pero me aguanté. Entonces la puse directamente en su ano.

—No, no, me vas a hacer daño.

—Sólo un poquito.

—Por favor, solo un poquito.

Metí la punta, el capullo, muy suavemente, sin apretar. Estaba estrechito, nadie había entrado allí. Apreté un poquito más.

—¡Ay, ay! No, no.

No llegué a metérsela del todo, ya habrá tiempo, me corrí como un crío. La llevé en coche hasta su casa. Ella iba tiritando. La dejé a dos manzanas. No quería que me vieran con ella. Apunté su teléfono en mi móvil y le hice una llamada para que tuviera el mío.

—Tenemos que vernos más a menudo. Quiero presentarte a dos amigos.

—No sé, no sé.

—Lo vas a pasar muy bien.

—No sé, no sé.

Ella siempre decía que no, ya lo había comprobado.

Tres días después sonó mi móvil y era ella.

—¿Y si me vienes a buscar hoy a la estación como el otro día? –me propuso.

—Vale. Iré con mi amigo Manolo.

—Prefiero que vengas solo.

Pero me llevé a Manolo, una obra de caridad, lleva más de diez años sin tocar un chochete. Cuando vio a Ana, con su minifalda, esperando en la estación, estuvo a punto de correrse en los pantalones. Peri esa historia, quizá os la cuente otro día.