Una historia sin un final feliz, muy oscuro

Normalmente se esperaban el uno al otro en el mismo banco de la plaza. No era la plaza Mayor, sino una más pequeña, muy arbolada y medio escondida entre las pequeñas casas que la circundaban y donde desembocaban minúsculas callejuelas que no respetaban una lógica linealidad y llegaban a su destino serpenteantes, como un río que discurre sobre una terreno plano. Todas esas casas eran bajas y estrechas. Solo algunas tenían dos plantas de altura y eran de estructura sencilla pero, estéticamente, muy agradables a la vista. Formaban un conjunto muy armonioso alrededor de la pequeña plaza.

Otras veces era uno de los dos quien se acercaba a la casa del otro y sentado en el poyo de la entrada, junto a un pequeño jardín plantado de tulipanes, esperaba que el otro apareciera por la puerta. Rara vez utilizaban la aldaba para llamar. El rato se hacía cómodo en esa espera cuando la tarde iba ya desapareciendo, observando el escaso ir y venir de la gente que a esas horas deambulaban por la plaza. Algunos viejos que se saludaban ya de recogida o unos pocos niños apurando el último juego antes de regresar apresuradamente a sus casas y evitar la esperada riña.

Nunca ninguno de los dos entraba en la casa del otro. No era una imposición, ni tan siquiera un pacto. Sencillamente era así. No necesitaban atravesar ningún umbral para saber lo que ambos sentían y el gozar de una compañía que cada vez se fue haciendo más indispensable en sus vidas.

Habían creado su propio espacio alrededor de ese rincón casi escondido del pueblo, de sus gentes, sus casas, sus árboles. Ambos vivían en ese mismo lugar, cada uno en un extremo de la plaza. Sus casas, siendo similares a las del resto del perímetro tenían detalles diferentes. Eran casi idénticas, con pequeños toques que ambos fueron aportando desde que se conocieron. Los dos se ayudaron en crear el pequeño jardín, plantado de tulipanes, que con su color rojo y rosa contrastaba con el fondo blanco y limpio de la pared de la casa de cada uno. La puerta y las ventanas estaban construidas de madera, de un tono muy oscuro, que, al igual que los tulipanes, ofrecía un grato contraste con la claridad de las paredes. Junto al jardín construyeron el pequeño poyo de pizarra, donde de vez en cuando se esperaban.

Lyan puso junto a su puerta un pequeño buzón de madera rústica, que él mismo construyó, donde, cada día, al regresar de su encuentro con Tana, guardaba las hojas donde, mientras la esperaba, escribía alguna cosa con el bolígrafo negro que ella le regaló una tarde de otoño. Al día siguiente, al salir de casa para el cotidiano encuentro, de nuevo recogía su libreta y el bolígrafo por si la espera se alargarba, aunque rara vez era más de unos minutos y dejaba que su imaginación plasmara alguna poesía o algún relato que Tana siempre recibía y guardaba como un tesoro. Siempre quedaban guardadas en el buzón de la entrada, para que Tana, cuando era ella la que llegaba primera, pudiera entretener la espera con un sonrisa mientras leía las últimas frases que Lyan había escrito para ella. Por siempre era Tana la destinataria de sus hojas escritas

A pesar de que sus casas se diferenciaban perfectamente del resto de las de la plaza, había un detalle común en ambas que las hacía particularmente únicas y que, hasta que lograron acostumbrarse, llamaba la atención de la gente que pasaba delante de ellas . Las luces de las casas de Tana y Lyan siempre estaban encendidas, de día y de noche. Tanto las luces interiores, como el pequeño farol de aceite que ambos habían colocado sobre el umbral de cada una de las puertas de sus casas, nunca se apagaban. De día el efecto era muy suave, pero en plena madrugada, cuando el cerrojo de la noche era ya evidente, la luz que emanaba de cada uno de sus hogares daba a la frialdad nocturna de la plaza un aire cálido, como si fuera una guía en la noche para paseantes desconcertados o para parejas que de noche buscaban el refugio de la soledad.

– «Tana ¿por qué nunca apagas la luz de tu casa?». Le preguntaban alguna vez. Jamás nadie preguntaba por la de Lyan. Nadie hablaba nunca con él

– «Es la luz de mi vida. La luz que veis no es la del interior de mi casa. Es el reflejo que me llega de la de la casa de Lyan y él es quien me da parte de la vida que disfruto. Al igual que su casa recibe el reflejo de la mía. Cada uno nos regalamos nuestra luz interior para sentirnos vivos». Les explicaba Tana sabiendo que, por mucho que se esforzara, no la iban a comprender.

-«Pobre, ¿quién será ese Lyan del que tanto habla?». Cuchiqueban dos viejas sin importarles lo más mínimo que la pareja, que acababa de alejarse, pudiera escucharles

Solo muy de vez en cuando, se apagaban los pequeños faroles de las puertas de Tana y Lyan. Normalmente los dos a la vez, aunque en otras ocasiones solo era uno de ellos. No permanecían mucho tiempo apagados, ya que ambos se encargaban de alumbrarlos de nuevo sin dejar que esa circunstancia afectara a su vida ni a la mágica estética, que sobre todo en la noche, confería a la cálida presencia de sus casas.

Cuando la luz de los faroles volvía a brillar después de cada apagón, Tana y Lyan volvían a salir de sus casas con mayor alegría. Volvían a unirse en el mismo banco de la plaza y ambos llegaban a la vez a ese encuentro. Si la luz interior de sus casas era el reflejo de la vida que cada uno ofrecía al otro, el farol era la luz de su corazón, de su estado de ánimo. La luz en la que poca gente se fijaba, porque alumbraba interiormente.

Pero siempre había alguien que hacía algún comentario. «Ayer tu farol estuvo apagado, Tana. Estábamos preocupados». Lyan iba junto a ella, cogidos de la mano, pero nadie le preguntaba a él, ni siquiera cuando su farol permanecía por varios día sin vida. Quizás nadie sabía ni siquiera si él existía de verdad.

– «Si, quizás un mal viento lo pudo apagar, pero nunca, por muy fuerte que sea, dura mucho tiempo», respondía Tana mientras miraba a Lyan.

– «Pues hoy parece que aún brilla más, Tana», asentía alguna de las mujeres que rodeaban a la pareja y que sentían por ella una especial devoción. Lyan apretaba más fuertemente la mano de Tana cuando ella la miraba con los ojos brillantes.

Siempre quedaban y paseaban por el pueblo a la misma hora. Se juntaban casi al anochecer y caminaban juntos de la mano. Recorrían las estrechas y anárquicas callejuelas y de vez en cuando alguien los distraía para hablar con Tana. Le preguntaban por qué nunca se marchitaban los tulipanes plantados junto a la puerta de su casa, como sus paredes siempre estaban pulcramente encaladas. Los niños pasaban a su lado y les saludaban de manera cariñosa: «¡Tana, Lyan!». Jamás se preguntó la razón de que nadie, a excepción de los niños, hablara con él, nadie, a pesar de que siempre lo veían en compañía de ella o ¿acaso a él nadie lo veía?. Su única razón para estar en ese lugar era Tana. Ella era, desde que se conocieron en una noche de una ya muy entrada primavera, quien mantenía su sonrisa, sus sueños y sus ilusiones y no le suponía ningún conflicto que ella fuera la única protagonista mientras él permanecía casi invisible a los ojos de todos.

Era Tana quien le hacía vibrar. Por ella creaba, imaginaba cualquier cosa que pudiera hacerla feliz o extraerle una sonrisa o una lágrima de ternura. Se sentía arropado en su compañía y sentía como se desvanecían esos sueños cuando la luz del farol de la puerta de Tana permanecía apagada

A ratos, interrumpían su paseo para mirarse de cerca y besarse cuando las calles ya estaban semivacías. Lyan no podía reprimir su necesidad de acariciar la cara, las manos, los labios, los pechos de Tana y ella se sentía idolatraba cuando notaba sus manos pasearse por su piel o cuando su mirada se clavaba en la suya antes de acercarse mutuamente sus labios.

En ocasiones el enorme portalón que mantenía cerrado y aislado el pueblo quedaba abierto. Tana y Lyan aprovechaban esa circunstancia para salir al exterior y ser, aunque fuera por unos instantes, libres a su amor, a su sueño. Podían hablar de sus cosas sin que nadie les interrumpiera. Se entregaban el uno al otro al margen de las miradas de la gente. Buscaban un lugar apartado para sentirse uno. Los besos, las caricias eran más evidentes. El tiempo, a pesar de estar presente la hora del retorno, quedaba momentáneamente parado. Sin razón de ser. Se mantenían completamente unidos. Gozaban de la pasión que les permitían esos pocos minutos de intimidad hasta el momento en que, muy a su pesar, debían retomar el camino de vuelta antes de que el pueblo quedara nuevamente sellado al exterior.

Aquella tarde, ya casi adentrada en la noche, Lyan salió de su casa para su encuentro diario con la persona que amaba. Recogió su libreta del rústico buzón de la entrada de su casa y se sentó en el mismo banco de siempre. No quiso acercarse a la casa de Tana ya que suponía que ella estaba a punto de llegar. Sin apenas levantar la vista, empezó a escribir lo que su imaginación recibía y que tenía a la persona que amaba como su musa. Después, cuando regresara dejaría de nuevo la pequeña libreta en el lugar donde Tana siempre la podía encontrar.

Mientras escribía, sin motivo aparente, sin que el tiempo hubiera cambiado, empezó a sentir frío. Un frío más allá del invierno que se avecinaba.

La espera estaba siendo más larga de lo habitual. Se frotó los brazos y el pecho para infundirse algo de calor, pero tenía una extraña sensación de malestar, más que física, era algo interior que no lograba adivinar.

En ese momento, unos niños que jugaban en el extremo opuesto de la plaza, recogieron su balón y se acercaron a él.

– “Hola Lyan ¿qué te pasa, te encuentras bien?, le preguntaron con un dulce tono de preocupación .

– “Nada, chicos, estoy bien, solo sentí un escalofrío. No tiene más importancia”, les respondió sin apartarles una sonrisa de agradecimiento.

– “Vale”, le dijeron de manera ya mas despreocupada.

Se acababan de alejar solo unos pocos pasos, cuando el más pequeño de la pandilla dejó de botar su pelota y girándose sobre si mismo le preguntó, “Lyan ¿por qué no hay luz en la casa de Tana?”.

El niño no obtuvo ninguna respuesta. Lyan permaneció inmóvil, sin un solo gesto y el frío esta vez le atravesó el pecho. Guardó las hojas que estaba escribiendo en el bolsillo de su pantalón y giró su vista hacia la casa de Tana. Lo que el crío le dijo era cierto, no había ninguna luz. Ni tan siquiera la del pequeño farol de la entrada. Todo permanecía en una penumbra sobrecogedora. No había ningún síntoma de vida en aquella casa.

Lyan se levantó del banco y las hojas que había empezado a escribir cayeron al suelo y una brisa momentánea las esparció por la desierta plaza. Sin apartar la vista de la casa de Tana, se dirigió hacía ella. Sus pies apenas se apartaban del suelo y un aire de inquietud era el que movía su cuerpo. Una vez estuvo ante la puerta permaneció unos minutos completamente estático. Los brazos caídos a lo largo del cuerpo y un ligero temblor empezaba a brotar de sus piernas.

Se acercó un paso más y su aliento, que salía entrecortado de su garganta, rebotaba en la puerta de Tana y se estrellaba caliente contra su cara. Apoyó la palma de su mano izquierda sobre la rugosa madera y con la otra, de manera discreta, como temiendo molestar, dio unos golpes con sus nudillos a la vez que pronunciaba su nombre de manera casi imperceptible: “Tana, Tana”.

El silencio fue la única respuesta. Un silencio que acompañaba al que se había instalado en toda la plaza y que solo era roto por aisladas ráfagas de viento. Unas lágrimas se desparramaron sobre el polvo de la losa del umbral de la puerta

Lyan permaneció unos minutos más frente a la casa de Tana hasta que, sin ninguna esperanza, dio media vuelta y con la cabeza inclinada y la mirada clavada en el suelo regresó hacia la suya. Su paso era lento, cansado y las hojas que cayeron de sus bolsillos regresaron a él, impulsadas por el viento, para enredarse entre sus pies.

Entró en su hogar, totalmente iluminado, cerrando la puerta de manera silenciosa justo en el momento en que una ráfaga de aire seco apagó el pequeño farol de su fachada. Dentro, un llanto ronco y desesperado rompió el brutal silencio que se había apoderado de la noche.

Cada tarde Lyan hacía el mismo recorrido hasta la casa de Tana. Cada tarde, esperaba delante de su puerta sin dejar apenas un palmo de separación. Esperaba unos minutos, sintiendo como un fuerte palpitar se adueñaba de su corazón hasta que, una se cercioraba que ningún ruido salía del interior, daba unos livianos golpes con sus nudillos y permanecía impasible deseando que alguna señal rompiera la angustia que se apoderaba de él y que tarde a tarde iba creciendo.

– “¿Qué habrá sido de Tana?”, murmuró una pareja de ancianas con las que casi a diario se cruzaban y que jamás dirigieron una palabra a Lyan.

Aquella última tarde, después de rendirse ante la evidencia de la falta de respuesta, no se marchó. Se sentó en el poyo de piedra, donde tantas veces había esperando que apareciera ella y contempló como los tulipanes permanecían secos, caídos inertes sobre la tierra del pequeño jardín que ambos plantaron juntos. Habían perdido ya el color y era mucho más rojo el cielo de aquella tarde, que ya se acababa, que el de las ya marchitas e irrecuperables flores.

Fue entonces cuando le pareció escuchar la risa de Tana, atravesando la puerta y las ventanas. Lyan se levantó precipitadamente y golpeó la madera con más fuerza que nunca: “Tana…. Tanaaaaaaaa”, gritó desesperadamante, pero de nuevo fue el silencio el que le ofreció una cruel respuesta hasta que, de nuevo, del interior, creyó que se escapaba otra risa y otras palabras, pero esta vez, no era la voz de ella. Sin embargo, su corazón y sus sentidos estaban ya muy maltrechos como para poder asegurar que fue verdad lo que escuchó.

Solo tuvo fuerzas para correr con todas sus fuerzas hasta su casa y llorar. Llorar.

Salió casi de madrugada. Los postigos de las ventanas estaban completamente cerrados y ya no quedaba ni rastro de las luces que siempre habían permanecido encendidas y que en las noches, juntos a las de la casa de Tana, eran las dueñas absolutas de la plaza. Abrió el pequeño buzón para recuperar su cuaderno y las hojas sueltas con poesías y apuntes de cuentos y relatos pero, después de ojearlas por encima, decidió que no tenía ya ningún sentido guardarlas. Su musa, su inspiración, se habían quedado atrapadas en ese rústico y sencillo buzón de madera. Ni siquiera se tomó la molestia de cerrarlo con el pestillo de latón que aún era de dorado. Miró su pequeño jardín de tulipanes, hasta la noche anterior lo había continuado regando, día a día, con el agua del pozo del centro de la plaza y con las lágrimas que se vertían sobre las flores de manera dolorosa.

Apenas llevaba equipaje. Todo se había quedado en el interior del que hasta hacía unos días era su hogar. Un hogar que dejó de serlo en el mismo momento que, hacía unas pocas tardes, vio como las luces de la casa de Tana se habían apagado.

Y se dirigió a las afueras del pueblo. No se cruzó con nadie, aunque, de cualquiera manera, de nada hubiera servido que hubiera sucedido. Nadie le veía, nadie le hablaba. Únicamente los niños que, tardes atrás, le habían indicado que la casa de Tana se había quedado a oscuras, le preguntaron en un par de ocasiones cuando él permanecía ante la puerta de ella, esperando que el mal sueño de su ausencia se desvaneciera y Tana abriera su puerta para abrazarlo y robarle la mezcla de desconsuelo y desengaño en que se había convertido su vida.

No esperó a que se abrieran las puertas. No podía esperar más. Su vida en aquel lugar carecía ya de sentido. Su sentido de ser, de estar allí era solo Tana y Tana se había ido o quizás solo permanecía en el interior oscuro de su casa en compañía del dueño de aquella risa que nunca sabría si era real o fruto de un corazón destrozado.

Trepó por la enorme pared de piedra que, a modo de muralla, provocaba el aislamiento y la paz de aquel pueblo y una vez encaramado en lo más alto se sentó y giró la vista atrás. Vio como las primeras luces del alba quitaban el aspecto espectral a las callejuelas y a su plaza, que ya no tenía el soporte de luz de las casas de Tana y Lyan. Y tomó la ruta de un destino que ni conocía ni le importaba. El rocío de la noche permitía que el polvo del camino se aposentara en el suelo sin elevarse a pesar del arrastre cansado de sus pies. Una pequeña bolsa de tela y un libro, de incontables páginas, eran su único equipaje. Un libro que se conocía de memoria ya que era la historia de una parte de su vida. Una parte de sueños e ilusiones, de dar sin pedir, de buscar el día a día. Un libro con el mejor de los inicios y el más triste de los finales, pero un libro que no pensaba dejar abandonado entre la oscuridad y frialdad de la que había sido su casa desde que, aquella noche de una primavera que ya había superado el ecuador de su recorrido, conoció a Tana.

No había caminado apenas unos centenares de metros cuando le pareció ver, confundida entre la semipenumbra de una noche que se estaba evaporando, la silueta de una mujer sentada sobre una pequeña piedra en el borde del camino. No tuvo miedo ni desconfianza ante esa figura y prosiguió su camino.

Al llegar a su altura, la mujer, de una edad indescifrable, completamente vestida de negro, se incorporó y se dirigió hacia Lyan en silencio. Él esperó a que ella se acercara, pero en ningún momento le dirigió la palabra.

“Hola Lyan, tenía ganas de verte hacer este camino, casi podría decir, que te estaba esperando”, sentenció de improviso ella.

– “¿Quién eres?, preguntó Lyan con un tono de precaución.

– “Me llamo Soledad, pero todos me conocen por Sole. Puedes llamarme Sole”, le dijo la mujer con un cierto aire de arrogancia.

Continuaron caminando sin decir nada, hasta que ella rompió el silencio.

– “¿Hacia dónde vas”, le preguntó imaginándose de antemano cual iba a ser la repuesta

– “Voy, – le dijo, mientras la miraba a los ojos ladeando ligeramente la cabeza – a un lugar donde solo exista…”, pero interrumpió bruscamente el final de la frase. “Donde no exista nadie, Sole”, continuó con su mirada clavada en el polvoriento suelo.

Ella se fue a uno de los lados del camino, recogió una margarita, que con las primeras luces había extendido completamente sus hojas blancas y se la llevo a la boca. Puso una mano sobre el hombro de Lyan y tras comerse la flor, haciendo un ridículo gesto, como si hubiera degustado un exquisito manjar le dijo: “Entonces, mi querido amigo, yo soy la compañía que necesitas en este viaje. Es ahí donde habitan el desengaño y la desilusión y no dejaré que hagas solo ese recorrido”. Y siguieron caminando mientras el pueblo se perdió de vista a sus espaldas.

Una tarde, muy poco tiempo después, la gente que descansaba en la plaza a media tarde, vieron como la puerta de Tana volvía a abrirse y ella salía del interior de la casa. Quienes la conocían se acercaron a saludarla y preguntarle a que se había debido su ausencia. Ella, encogiéndose de hombros y con una sonrisa casi forzada solo supo contestar: “Lo necesitaba, nada más fue eso”. De repente, su gesto varió y la sonrisa se esfumó de golpe. Miró hacia la casa de Lyan y las luces ya no brillaban, las paredes, antaño siempre blancas y relucientes aparecía ahora en un tono gris en los lugares donde la cal se había caído. Algunas contraventanas estaban rotas del golpeteo contra las paredes en las noches de viento y el buzón, donde amorosamente cada noche Lyan depositaba lo que le escribía había desaparecido de su lugar. Pero lo que más profundamente le llamó la atención fue el lamentable estado del pequeño jardín. La tierra aparecía cuarteada por la falta de agua y los tulipanes, mimosamente cuidados, solo eran unos simples rastrojos sin color, desparramados por el suelo, donde había indudables muestras de que ese pequeño rincón era usado por algunos perros, que deambulaban a su libre albedrío por el pueblo, para hacer sus necesidades.

– “¿Dónde está Lyan?, preguntó en un arranque de desconsuelo.

Pero ninguno de los que estaban a su alrededor lo conocían.

– “¿Quién debe ser ese tal Lyan del que siempre habla?”, se preguntaban dos ancianas, cuchicheando sin que ella se apercibiera de ello pero sin dejar de mostrar una cierta preocupación.

– “No sabemos quien es ese tal Lyan, Tana. Jamás te hemos visto con él”, le comentaba otro grupo que se acababa de acercar a saludarla. Entonces, unos niños que pasaban cerca con sus patinetes de madera y que escucharon ligeramente la conversación, se pararon junto a pequeño grupo y comentaron: – “Tana, nosotros si que vimos hace días a Lyan. Nos escapamos de madrugada para ir a buscar nidos de pájaros y él iba por el camino, alejándose del pueblo?”

Tana, con un aire de incredulidad les preguntó si llevaba equipaje.

– “Muy poco –le dijo el más pequeño. Solo llevaba una bolsa pequeña de tela y un libro muy gordo, con muchas hojas, en una mano. Andaba muy despacio, como si estuviera muy cansado y con mucho sueño”

Tana respiró profundamente y con voz entrecortada les volvió a preguntar: – “Y…. – hizo una pequeña pausa – iba solo?”.

Los niños, al ver la cara de Tana, quisieron mentirle, pero contestaron de manera lastimosa: – “Al principio si, pero luego desde el árbol en que estábamos encaramados vimos como se le acercaba una mujer vestida de negro. Puso su mano en el hombro de Lyan y se fue con él”.

Los ojos de Tana se cubrieron de una fina película de humedad. Miró a los niños y les preguntó si sabían quien era esa mujer.

– “La Sole”, respondieron los dos al unísono.

Tana no había oído nunca hablar de ella y sin esperar que les preguntaran, una de las viejas que formaba el corrillo, se atrevió a decirle: – “Virgen santa, no podía ser otra. Es la peor compañía que le podía haber tocado”. Y cogiendo a Tana de la mano le dijo: – “Mi niña, cuando esa harpía se adueña de alguien, ya nunca vuelve. Deberías empezar a pensar que no lo verás más”

Tana, sin pronunciar ninguna palabra, huyó de ese grupo y se encerró en su casa. Hasta el exterior llegó un llanto desconsolado que solo contagió a los niños. Los únicos que conocían a Lyan.

Pasó el tiempo, no demasiado y Tana volvió a salir de su casa. Se levantaba muy temprano cada día, sin necesidad de que los primeros sonidos del día la despertaran y antes de desayunar salía a la plaza y se sentaba en uno de los bancos. Nunca volvió a hacerlo en el que durante tantos años Lyan y ella se esperaron cada atardecer. Jamás volvió a mirar hacia la casa de él, totalmente echada a perder. Pero en ese otro banco, Tana esperaba. De nuevo esperaba. Aunque ya no era a Lyan

– “Tana, si que te has vuelto madrugadora”, comentó un matrimonio ya mayor que cada día con las primeras luces gustaba de dar un paseo por el pueblo.

– “Si, – contestó ella con una sonrisa. Ahora me gusta levantarme muy temprano”

La mujer, señalando al pequeño jardín de la entrada de su casa, le dijo: – “¡Qué flores más bonitas tienes ahora!. Me encantan las orquídeas y las tuyas son preciosas”.

– “Tiene razón, si que lo son”, asintió Tana en su respuesta.

El marido, mirándola con cariño, el mismo que en todo el pueblo le tenían, le dijo: – “Que pena que las flores tropicales carezcan de olor y se marchiten enseguida”.

Y continuaron su camino con un educado: – “Hasta luego Tana y no pases frío que es muy pronto aún”.

Tana, aún siendo una hora muy temprana, no tuvo que esperar mucho rato y ese corto momento lo entretuvo leyendo algunas de las poesías que Lyan le escribió durante el tiempo que duró su felicidad.

La Sole nunca se preocupó por ella a pesar de habérsela cruzado casi a diario. A ella nunca vendría a buscarla.

Su casa nunca más estuvo ya iluminada en su interior, únicamente volvía a brillar el pequeño farol sobre su puerta. Nadie supo por quien se mantenía encendido día y noche. Tampoco nadie se lo preguntó.