Un matrimonio se cruza conmigo y mis amigos universitarios, una juerga en el bar

Buenas de nuevo, soy Fabio otra vez. Como ya os conté el otro día, en mis años de universidad me dedicaba a buscar la manera de meterla en caliente tantas veces como fuera posible. No es que no estudiara ni hiciese otras cosas, pero me gustan demasiado las mujeres y tienen un lugar prioritario en mis intereses.

Pero como decía, no siempre era así. A veces salía con idea de tener una velada tranquila, en algún bar, charlando con los amigos, y nada más. Pero incluso en esas ocasiones surgían oportunidades que simplemente no podían dejarse pasar.

Soy una persona que mucha gente define como “chula”. Yo no estoy muy de acuerdo, pero sí que soy orgulloso y me gustan mucho las situaciones que, aparte de lo bueno que puedan traer, refuerzan ese ego mío. Imagino que como a todos, ¿no? A todos nos gusta que una amiga nos diga que somos guapos, que la tenemos más grande que todas sus parejas anteriores, que somos muy fuertes, muy grandes… Vamos, creo yo que eso nos gusta a todos.

Sin embargo, en la lotería de la genética, no todos hemos salido igual de satisfechos. Hay algunos hombres que engordan por más que lo intenten evitar, que son bajitos, que se quedan calvos… No hay nada malo en esto, no es que seas peor persona ni dejes de merecer respeto… Pero claro, luego las mujeres eligen. Y eligen a gente como yo. A auténticos hijos de puta sin escrúpulos.

Y eso es un refuerzo tremendo para el ego y la autoestima, ya os lo digo.

Algo así me pasó cuando estaba en la universidad. Yo tendría unos 23 o 24 años, no recuerdo exactamente, y estaba tomándome unas cervezas como unos amigos. Éramos los típicos “machotes” que siempre buscan demostrarle a los demás lo duros que son. Cosas de la edad. Y aquella noche tocaba beber cerveza, así que la idea era demostrarnos unos a otros cuánta cerveza se era capaz de beber.

Llevábamos un buen ritmo, habían caído ya varias pintas. No sé si llevábamos cada uno tres litros de cerveza o más (seguramente más), pero la cuestión es que el resto del bar lo sabía. Todos estaban mirando de reojo a ese grupo de chavalotes que parecían no tener fondo. Porque claro, el alcohol no te hace más discreto ni más silencioso, la verdad.

Concretamente, llamamos la atención de un matrimonio de mediana edad que estaba sentado en la mesa contigua. Él era el típico hombre medio calvo, gordete y bonachón, y que viste de manera aburrida. A mí me recordó mucho al político ese de Cataluña. Iceta, creo que se llama. Y la mujer… Bueno, no sé a quién me recuerda, pero la impresión que me dio es que es la típica mujer que, ya en el umbral de los cuarenta, aún no se ha desprendido de muchas actitudes… juveniles, digamos. Por ser más claro, vestía con un rollo hippy, con una falda y botas altas, un corte de pelo moderno rematado con una rasta en la zona de la nuca y una pulsera de la bandera de la República. ¿Y que cómo sé que llamamos su atención? pues porque la tipa se nos acerca y nos dice, como medio asombrada:

—Madre mía chicos, ¿cuánto lleváis ya? ¡Vaya tela, cómo bebéis!

Nosotros, medio borrachos y tal, pues no supimos qué responder, salvo bravuconadas.

—¡Y las que quedan, guapa! Jajaja —algo así le dijimos.

El marido, a todo esto, calladito y con una sonrisa que era mitad de diversión, mitad de pura vergüenza.

—¿Más vais a beber? Jolín chicos, menudos sois… —lo decía como asombrada, ya digo. Y entre vosotros y yo, lo decía como si le pusiera un poco cachonda. Pero eso ya es percepción mía, que estaba medio borracho ya. Tampoco me hagáis mucho caso.

—Claro guapa —le dije yo —. ¡La siguiente te la vamos a dedicar a ti!

Lo decía por ser simpático, la verdad es que no estaba haciéndole mucho caso a la mujer. Pero aquí es cuando la cosa se puso interesante. La tía se levantó y se sentó con nosotros, ignorando al marido. No eran sillas, eran bancos de madera, y se sentó justo entre un amigo mío y yo. Pero así, tal cual.

—Madre mía. ¿Y todo esto bebéis cada vez que salís?

Nosotros nos quedamos un poco cortados el primer instante. Pero claro, solo el primer instante. En seguida seguimos con las tonterías de borrachuzos.

—¡Claro, cariño! ¡Aquí bebemos como cosacos!

El marido, para no quedarse humillado y solo, cogió su copita y se sentó con nosotros en una esquina de la mesa. Ni lo miramos. Y mientras, su mujer seguía como flipando.

—Qué bien, qué bien. Quién fuera joven otra vez…

—¡Pero si tú estás muy joven, mujer! —dije— ¡Yo me creí al principio que ibas a mi clase y todo!

—Jajaja, ¡no no, qué va! Ojalá volver a la universidad, la verdad. Son los mejores años de la vida, una fiesta constante… —esto lo dijo tocándome la pierna por debajo de la mesa, disimuladamente. El marido no se estaba enterando ni de media. Y yo, sinceramente, no me esperaba ese avance tan repentino, así que me quedé un poco pillado.

—Oye cariño —dijo ella, dirigiéndose al marido— ¿me vas a por otra copa, porfi?

El marido no dijo nada y se levantó, dócil. En cuanto se fue, su mujer dijo:

—Yo era la más fiestera de joven, ¿sabes? Hice una cantidad de locuras…

Eso lo dijo, atentos, mientras me agarraba el paquete por debajo de la mesa. Ya me imagino yo qué tipo de locuras.

—Voy al baño, guapo, ¿te vienes? —de nuevo, totalmente por la cara y de pronto.

—Pues por qué no —dije, un poco atónito. Pero si una dama quiere que la acompañe al lavabo, pues yo la acompaño. Soy un caballero, aunque no os lo creáis, y nunca se sabe qué clase de desaprensivo puede intentar abusar de una mujer. Los hombres estamos para proteger.

—Decidle a mi marido que he salido a tomar el aire y que ahora vuelvo, ¿vale chicos?

Mis colegas se rieron y dijeron que sí. Nosotros dos nos encaminamos al lavabo de las tías.

Una vez dentro, la mujer me metió mano por dentro de los pantalones, sin perder un segundo. Mira que normalmente soy yo el que lleva la iniciativa, pero en aquella ocasión me sentía como un auténtico novato.

—¿A ver qué tenemos por aquí? Que he notado yo antes una cosa… importante.

—Pues mira todo lo que tú quieras, guapa —dije, más por decir algo que por otra cosa. Aunque entonces se me ocurrió una idea para recuperar la iniciativa—. Pero te tengo que pedir una cosa a cambio…

—¿El qué quieres, machote? —preguntó ella, con cara de extrañeza, y sin dejar de palpar mi rabo dentro de mis pantalones.

—Que me regales tus bragas.

Ella se rio.

—Claro guapetón —dijo, mientras se las bajaba, riendo—. Lo que tú digas. Toma.

Estaban calientes y un poco húmedas y olían de maravilla, a mujer. El olor a mujer… Qué cosa más grandiosa.

—Y ahora voy a ver lo que tienes por aquí —dijo mientras me sacaba la polla de los pantalones. Mi herramienta, que ya estaba lista para la acción, salió disparada.

—Madre mía tío, vaya pedazo de cipote… —dijo mientras lo agarraba.

Sin que yo dijese nada, empezó a chupar como una posesa. Hasta la garganta, como una auténtica profesional, y con un buen ritmo, con el clásico ruido de succión que hacen las buenas mamadas. Se notaba que no era la primera vez que hacía aquello de mamar polla extraña en un baño. Y para seros sincero, era la mejor mamada que me habían hecho en mi puta vida. Era como las que se ven en las pelis porno.

Y como no podía ser de otra forma, al poco rato me corrí como un condenado. El primer chorro lo solté en plena mamada, sin avisar. Ella, que seguramente no se lo esperaba tan pronto, se la sacó y empezó a masturbarme mientras tosía. Todo lo demás le cayó en la cara.

—Ejem… madre mía tío, qué cargado ibas —dijo a duras penas, tosiendo.

Yo guiñé un ojo y me reí. Estaba un poco avergonzado por haber durado… ¿tres minutos? No sé cuánto, pero muy poco. Ella se levantó y se dirigió al lavabo.

—Y tú qué bien la comes, mamona. Me has dejado seco en un momento.

—Ea, una que tiene práctica —dijo riendo, mientras se lavaba un poco la cara— ¿Nos vamos para allá? Que me ha entrado sed.

Yendo como iba de borracho, no se me ocurrió lo de ir primero uno y luego otro, para disimular y tal, sino que volvimos los dos juntos, yo con la cara de tonto de acabar de correrme y ella secándose la cara y repasándose la comisura de los labios con papel higiénico. Un cantazo que no veas.

Y cuando llegamos allí y nos sentamos, nos encontramos a mis colegas riéndose y al marido colorado como un tomate y sudando de la vergüenza.

—¡Qué, ya os ha dado un poquito el aire, no! —dijeron mis colegas, riéndose —¡Yo también quiero que me dé el aire un poco, que me está mareando tanta cerveza! Jajaja

La tía no dijo nada, solo les rio las gracias. El marido le hizo un gesto disimulado a su mujer, indicando que se había manchado el escote. Efectivamente, un gotazo de lo que inconfundiblemente era semen había caído justo entre sus tetas, creando un puente de lefa bastante difícil de ignorar.

—Ups, vaya qué torpe —dijo ella, limpiándose con una toalla. Todos lo vimos entonces.

Mis colegas estallaron a carcajadas y empezaron a retorcerse de la risa. “Cuidado, que llueve fuera” o “eso ha sido el yogur, que se le ha derramado un poco”, decían. El marido no sabía dónde meterse. Probablemente todo el bar se había enterado de que su mujer se la había chupado a un chaval universitario en los baños, delante de sus narices. Y para redondear la situación, no se me ocurre otra cosa que sacarme del bolsillo las bragas de la tía, haciéndolas girar en el aire, como un ventilador.

—¡Eh colega, que tienes calor! Deja que te abanique un poco… —dije, dirigiéndome al marido, echándole aire con las bragas de su mujer.

Incapaz de soportar más humillación, el tío se salió del bar medio corriendo. La mujer fue detrás de él.

—Joder tío, te has pasado…

Yo y mis colegas nos quedamos partiéndonos el culo. Sé lo que estáis pensando. Es verdad que éramos un poco gilipollas, pero yo qué sé. Éramos jóvenes, estábamos borrachos, y la mujer del pitufillo ese me la acababa de comer. Teniendo todo eso en cuenta, los límites están un poco borrosos.

Vale…, reconozco que sí nos sentimos un poco mal.

Para ver si arreglábamos la situación, uno de mis colegas fue a pagar a la barra lo nuestro y lo de ellos y yo y el otro nos salimos fuera a ver cómo estaba la parejita. Nos los encontramos a pocos metros de la entrada. El hombre se había derrumbado en un rebate y la mujer estaba a su lado, de cuclillas, intentando consolarlo. Mi amigo y yo nos acercamos. Vaya cortada de rollo, la verdad.

—Eh tío, ¿estás bien? —dije yo. Él no me respondió, solo seguía sollozando y mirando al suelo.

—Tío, es que te has pasado —me dijo la mujer—. Esas cosas no las hagáis en público, joder…

—Es verdad —concedí yo—. Me he pasado. ¿Me perdonas, colega?

El tío asintió levemente, pero seguía sin mirarme.

—Mi colega está dentro, os invitamos a todo lo que hayáis tomado —dije yo, intentando solucionarlo.

Nadie dijo nada, fue un silencio un poco incómodo.

—¿Queréis venir a casa, chicos? —nos propuso de pronto la tía— Y nos tomamos la última, a ver si se le pasa el disgusto aquí al amigo.

Yo y mi amigo nos quedamos extrañados.

—¿Cómo que ir a tu casa?

La tía asintió.

—¿Tú crees que le iba a hacer esto a mi marido así sin más? Fue idea de él lo de acercarnos a vosotros y lo… lo del baño y todo. Lo que pasa es que te has pasado. Para compensarlo… Bueno, vais a tener que dar un buen espectáculo los tres en nuestra casa.

Mi colega y yo nos quedamos flipando. En ese momento llegó el tercero de mi pandilla.

—Ey tíos, ¿qué pasa, cómo vais por aquí?

Mi colega y yo nos quedamos callados, sin saber qué decir. Que cómo íbamos, dice.

—Te contamos por el camino, anda… —dije yo. Y los cinco nos fuimos juntos al piso de la parejita. Esa es una historia que merece su relato aparte, así que a vosotros os lo contaré en otra ocasión.