Un carcelero disfrutando del cuerpo de la ladrona

MENCÍA:

Me llamo Mencía… Así me llaman desde que tengo memoria. Sí, es el nombre de una uva… peor sería llamarse Urraca. Mi historia empieza hacia el año mil doscientos. Vivía en un pequeño feudo llamado “Otero de Téjar”. Supongo que el nombre viene de que es un valle dominado por una colina central, de no gran altura, situada sobre el río Téjar. Es una comarca lo bastante pobre y alejada para no sufrir guerras o invasiones. Por lo demás, es como todos los feudos. El señor, el conde de Téjar, vive en el castillo en lo alto. Hay un par de aldeas en la ladera y muchas casas aisladas, todas de madera. Vivo en una de ellas. Mis padres trabajan la tierra de sol a sol… se acuestan con dolores de espalda. Todo para poder comer lo mínimo. La mayor parte se lo llevan el conde y el pequeño monasterio que hay en la aldea mayor. Nunca he salido de este valle, desde que puedo andar he ayudado en las tareas del campo. El futuro parece marcado… en las pocas fiestas que celebramos conoceré a algún muchacho de la zona. Tendremos que vernos medio a escondidas durante un par de años, pediremos permiso para la boda, después tendremos que construir una casucha donde nos deje el conde y seguiremos viviendo igual que mis padres. Engendrando hijos para perpetuar la situación.

Esas perspectivas me mataban de sólo pensarlas… Me mataban, sobre todo, de aburrimiento. No sabía si podía haber algo más pero quería algo de emoción. Por eso, dí calabazas a varios muchachos. Acababa de cumplir dieciocho años y aún no había perspectivas de boda. Soltera con esa edad, ya era carne de convento… Pero mis padres nunca podrían pagar la dote que piden las monjas del vecino feudo de Villagrande de Téjar.

Sin pretenderlo, un día, acabé con el aburrimiento. Se celebraba la virgen de agosto. ¡¡¡Ohh!!! Es la fiesta mayor del año. Empieza en la iglesia… sigue en la aldea mayor, todo el día bailando, bebiendo, por un día hay comida de sobra.

En la iglesia, justo cuando la imagen de la virgen salía en procesión, la ví. Nadie más la vio, o eso creía. Era una cadena de oro que debió caer de la imagen. Una de sus muchas joyas. Con el valor de semejante tesoro podría irme del valle, empezar en otro lugar. Como nadie se fijaba en ella, disimuladamente, me agaché un poco, extendí la mano y la cogí…

Mala decisión. Noté un horrible dolor en el brazo… ¡¡¡Ay!!! Un monje me vio y se abalanzó sobre mí. Me retorció el brazo con mucha fuerza… Acababa de esconder el botín en el escote. Él introdujo la mano izquierda sin ningún pudor. Con la derecha me sujetaba el brazo dolorido contra la espalda. Todos vieron cómo sacaba la cadena de mi escote y todos me miraron con cara de reprobación.

Mi padre intentó llegar a mí… Intentó que perdonaran mi error. Un muro humano se lo impidió. El monje me arrastró hasta el exterior del tempo. Allí estaba la picota. Un enorme grillete redondo que colgaba de una columna, donde eran encadenados los que violaban la ley. ¡¡Ahora yo!! Cuando llegamos allí, ya estaba esperando otro monje que me puso el grillete al cuello y lo aseguró con un candado. Allí me quedé, delante de todos, para escarnio público.

Aquél fue el peor día de mi vida. Veía a todos beber y bailar mientras yo estaba allí, sujeta por el cuello como un perro. Sí, había intentado robar, tal vez lo merecía…

Todos me miraban con mala cara al pasar. Algunos se reían, algunas mujeres me escupieron. Pasé toda la noche allí… la noche de agosto ya refrescaba y la plaza se había quedado desierta. Oí perros aullando… temí que alguno suelto llegara y me atacara.

Ya clareaba cuando un monje borracho se me acercó. Empezó a manosearme las tetas, forcejeé, grité… Nada parecía detenerlo. Estaba empezando a tocarme la entrepierna cuando un soldado lo interrumpió.

Vengo para llevarme a la ladrona -dijo.

No pensé que aquel hombre, que venía a llevarme prisionera me fuera a salvar pero así fue. El soldado me ató las manos fuertemente. El monje abrió el candado, para eso lo habían enviado, y se fue corriendo. El soldado me señaló el camino y yo empecé a caminar. Sabía el camino, subíamos al castillo. Caminé lentamente pero sin pausa. Él me seguía dos pasos atrás. De reojo veía su lanza y su daga, no tenía escape, fantaseé con echar a correr y escapar. No creo que pudiera hacer mucho con las manos atadas, él era más fuerte, más rápido e iba armado.

Llegamos al castillo. Era un edificio rectangular almenado, una torre del homenaje en una esquina del mismo y una muralla con atalayas cilíndricas alrededor. En el patio había edificios menores. Cruzamos el foso y la puerta principal. Me llevó a un rincón, entre las cuadras y la herrería. Al vernos llegar, otro soldado trajo un extraño artilugio metálico. Me ordenaron sentarme en el suelo y comprobé que dicho objeto serviría para apresar mis pies. Allí me dejaron, con las manos atadas y los tobillos sujetos por un cepo metálico. Eran dos grilletes en forma de herradura con una barra de hierro haciendo de pasador, lo aseguraron con un candado de forma que no podía ni dar un paso. Ví pasar a un mozo de cuadra y, todo lo discretamente que pude, le pedí agua. Se apiadó de mí y puso un cubo a mi lado… era para animales pero al menos pude beber.

El mismo chico me dio un trozo de pan duro después. Creo que gracias a eso sobreviví… Estaba como una piedra pero lo comí a dentelladas. Pasé allí un día y una noche. Por la tarde creí oír a mi padre pidiendo entrar… suplicando por mí… Nada funcionó.

Al amanecer, vino un hombre a buscarme. Se presentó como el alguacil. Me soltó los pies pero no las manos y me llevó al edificio principal. Allí, sentado en una especie de trono de madera, austero pero autoritario, estaba el conde. No lo sabía, pero aquello era mi juicio… El alguacil recitó mi acusación: robo de joyas en lugar sagrado. El conde pidió testigos… allí había un monje, declaró lo que pasó… sí, no mintió, no le hizo falta.

Sin abogado, creo que sin leyes, me tocó declarar y me declaré culpable. Lo era y pensé que sería lo mejor.

Eres una ladrona pues -empezó a hablar el conde-. Además de objetos de valor y pertenecientes a la Madre de Dios, fue en lugar sagrado. Deberíamos ahorcarte como escarmiento… Pero, el padre me ha pedido que sea generoso. Además te has confesado culpable. Te mantendremos viva. Pero viva en las mazmorras, sin ver el sol, hasta el fin de tus días.

No reaccioné… sólo quedé en pie, noqueada… Mis manos todavía estaban atadas. El alguacil me tomó de un brazo y me llevó a la herrería.

Tenemos que aprisionar a esta mujer en la mazmorra -le dijo al herrero.

Ví como el hombre metía varios objetos metálicos en una especie de saco. Cuando lo dio por terminado, colgó el paquete de su hombro y vino hacia nosotros. Yo tenía un nudo en la garganta… creo que no podía respirar. El alguacil cogió una extraña tela de un montón que había allí en la herrería. Salimos al patio. El alguacil dudó un momento.

Espéranos en la entrada -le dijo al herrero.

El herrero fue con su saco en una dirección. El alguacil me llevó a otra de las casuchas que había allí, apoyadas en la muralla. Entramos… había un olor agradable. Eran las cocinas. El alguacil llamó a una mujer. Habló con ella en voz baja, no oí que le decía. Le dio la tela.

Desátale las manos -dijo ella, mientras se acercaba a mí.

Me metió, sola con ella, en una pequeña y oscura estancia. Parecía un almacén, estaba mal iluminada por un pequeño ventanuco.

Desnúdate, todo fuera -dijo.

Ante esa orden, todo mi ser se rebeló, dije: “NO”, “NO”, “NO”…

Quieres que llame al alguacil y que lo haga él -dijo.

Obedecí… lentamente, a regañadientes, me quité todo: alpargatas, falda, corpiño, camisa, ropa interior, las cintas del pelo… La mujer me hizo guardar todo en un saco y después me dio otro saco para vestir… Eso era la extraña tela: un rectángulo alargado de tela de saco. Tenía un agujero grande en el centro, para meter la cabeza. Al hacerlo, los dos lados caían tapándome las tetas por delante y el culo por detrás. No era muy largo… al andar se me veía parte del coño… por detrás enseñaba media raja. La mujer lo aseguró a mi cuerpo atándome una cuerda a la cintura, a modo de cinturón.

Salimos del cuartucho. El alguacil me tomó de un brazo y me llevó de nuevo al patio. Tuve que andar descalza y a la vista de todos apenas tapada por la tela de saco. Entramos en una extraña caseta situada en el centro. La entrada era una escalera descendente. Casi agradecí entrar donde no me vieran todos.

Dentro la cosa pintaba muy mal. El herrero me esperaba con dos grilletes redondos unidos por una gruesa cadena, estaban sobre una especie de mesita de piedra en el centro de la estancia. El alguacil me señaló hacia ellos, ví como desenfundaba una espada que llevaba colgada de la cintura, supongo que por si me rebelaba. No lo hice, con sumisión extendí las manos hacia el hombre. Me puso un grillete en la muñeca derecha. Lo cerró martilleando fuertemente un remache. Tuvo que apoyarlo sobre la piedra. Después hizo lo mismo con mi muñeca izquierda. No había candados ni llaves. Aquello era para siempre. Me condujeron a un túnel que empezaba en esa misma habitación… Debía de ser una cueva natural que se amplió. Por el camino comprobé cuánta libertad había perdido. Mis manos se separaban no más de palmo y medio… medidos con mi manita. Doblando las muñecas hacia adentro, las puntas de los dedos de ambas manos se tocaban… esa era la posición más alejada.

Por el túnel nos iluminamos con una antorcha que llevaba el alguacil. Fui viendo por el camino lo que debían ser seres humanos… sí, hombres encadenados en los bordes de aquel estrecho pasillo. Se movían con dificultad, apestaban a sudor y excrementos. Algunos se lamentaban a nuestro paso… pedían comida… Uno de ellos pidió la muerte. El alguacil lo apartó de una patada.

Seguimos caminando hasta no ver a nadie. Daba la impresión de que descendíamos, el suelo era tierra húmeda, fría… Las paredes y el techo estaban asegurados con piedras irregulares unidas con mortero. Anduvimos bastante después del último prisionero. Por fin, paramos. Había un soporte metálico en la pared. El alguacil colocó la antorcha allí. Entonces, el herrero comenzó a trabajar. Empezó clavando fuertemente una argolla en la pared. Le llevó un buen rato. De la argolla colgaba una cadena larga… de unos cinco de mis pasos. Al final esa cadena se unía, con un eslabón redondo, a otra más corta. Había dos grilletes redondos en los extremos. Como los de mis manos, un poco más grandes. Al verlos tuve claro lo que me esperaba. Me ordenaron arrodillarme y obedecí. El herrero me colocó un grillete en cada tobillo, los cerró con remaches igual que había hecho antes, traía una piedra suelta que usó como yunque. Después, sin mediar palabra, se fueron dejándome abandonada… Al menos había un poco de luz, procedente de la antorcha. Comprobé que podía separar los pies apenas un par de palmos. Di un par de pasos y noté que tenían que ser cortos, la mitad de lo normal. Era difícil andar… Al tercer paso, la cadena unida a la pared me detuvo en seco.

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NUÑO:

Soy Nuño. Mi historia empieza cuando tenía veinte años. Bueno, claro que empezó antes. Pero la historia que se relata aquí. Resumo lo de antes. Nací aquí, en Otero de Téjar. Mis padres, como todos, trabajaban el campo. Eso hasta que mi padre murió. Mi madre y yo solos, no éramos capaces de sobrevivir. Por eso se volvió a casar. Mi padrastro quería alejarme de allí. Por eso, me buscó trabajo en el castillo. Llegué con dieciocho años y me encargaron el trabajo que nadie quería: la mazmorra.

La mazmorra, realmente, es un larguísimo túnel que empieza en el centro del patio y acaba en el punto más bajo del valle, en la orilla del río. Se construyó alargando una cueva natural. Tiene paredes y techo de piedra… Realmente, es una vía secreta de abastecimiento (o de huída) en caso de asedio.

Su uso “secundario” es el de prisión… No hay celdas. Los prisioneros son encadenados a las paredes. Para evitar tenerlos desnudos se les da un trozo de saco para cubrirse. Hay prisioneros sólo donde se colocaron soportes para las antorchas. Uno debajo de cada “luz”. Sólo tienen esa luz… Cinco pasos después de la entrada, ya no se ve el sol.

Yo era el “encargado” de todo esto. De darles cada día un trozo de pan duro (sobras del día anterior) y de llenar una jarra con agua para cada uno. Cada prisionero también tiene un cubo para excrementos. Los muy guarros, no siempre los usan. De vez en cuando, es necesario vaciarlos… eso es lo peor. Al caer la noche, se apagan las antorchas, para volver a encenderlas por la mañana.

Al pasar por “mis dominios”, es recomendable llevar un garrote. Si alguno intenta agarrarme o se pone pesado lamentándose, hay que usarlo… Son ladrones, hay algún bandido que tuvo atemorizado al valle. Al cabo de un mes, hasta el tipo más duro se convierte en piltrafa. La mala alimentación, el aire viciado, la falta de sol, la humedad… todo eso los va minando. No suelen vivir mucho… En mis primeros dos años de carcelero, murieron casi todos los que conocí el primer día. Luego llegaron otros… En ese momento, se acababan de llenar todos los lugares iluminados… Estuve colocando más soportes para antorchas, el herrero colocará las argollas cuando hagan falta.

Ese día, estaba en la cocina, intentando que mi novia Urraca me diese algo para comer a media mañana, cuando me llamó el alguacil:

Nuño ven -dijo.

Acabamos de encadenar a una ladrona en la mazmorra -continuó-. Es la primera mujer prisionera bajo mi mandato. Colocamos la antorcha en el último soporte. Mejor alejada de esos animales.

Es joven y hermosa, al menos, de momento -continuó-. Una pena enterrarla en vida ahí, hasta que muera. Puedes hacer con ella lo que quieras, pero que no te seduzca para ayudarla a escapar.

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MENCÍA:

No sé cuánto tiempo permanecí allí de pie, inmóvil, sintiendo las lágrimas correr por mis mejillas, intentando cerrar los ojos y despertar libre en otro lugar.

Me acabé sentando. El suelo era húmedo y áspero. Me tumbé hecha un ovillo. Al rato oí pasos… ¿Quién venía?, ¿Venían a liberarme?, ¿A matarme?, ¿A torturarme?

A la luz de la antorcha vi una sombra caminando hacia mí. Cuando estuvo cerca lo ví bien… Un hombre joven, podía ser de mi edad, un par de años más como máximo. Traía otra antorcha y la puso en el mismo soporte. Me miró y se dirigió a mí:

Tú eres la nueva prisionera.

Soy Mencía -dije, realmente no sé si preguntaba o afirmaba.

Te llamaré prisionera.

¿Cómo te llamas tú? -pregunté.

Soy Nuño.

Te llamaré carcelero -repliqué.

Después de esa frase temí que se enfadara… No controlar la lengua no es bueno. Él sonrió… Me mandó levantar y colocó paja fresca en el suelo, encima colocó una manta. “Algo es algo” pensé. Me dio una jarra y la llenó de agua con un odre que traía. Encima de la jarra dejó un trozo de pan. Por último de su saco sacó un pequeño cubo vacío.

Tu mierda ahí -dijo.

Entonces se fue… Antes de irse dedicó un largo instante a mirarme. Yo fui consciente pero no dije nada. Aquella ridícula y áspera tela de saco no me tapaba mucho. Seguramente al estar sentada sobre la manta me vio todo el coño. Las tetas me las tapaba bien, era como una cortina colgando del cuello pero por el costado no había nada… todo al aire. Deseé que se quedara, que inventara una excusa. Yo era virgen y no quería morir siéndolo. Aquel muchacho se acababa de convertir en el único hombre sobre la tierra.

Comí el pan, duro pero era la supervivencia. Bebí el agua a sorbitos. Sabía que tenía que durar. Me tumbé… dormí… lloré… di mil vueltas… me levanté… paseé por el breve espacio que podía.

Nuño acabó llegando otra vez.

¿Qué vas a hacer ahora? -le dije.

Apagar la antorcha… ya anochece.

No, por favor, puedo dormir con luz -supliqué.

Hay que apagarla, si no se consumirá antes.

Por favor… déjala encendida y quédate conmigo un rato -balbuceé-. Cuando esté dormida, vete.

Él dudó… apagó la antorcha… ¡¡¡Mierda!!! Pero colocó en el soporte la que él traía encendida. Se sentó a mi lado… Yo me apoyé sobre él. Al poco tiempo estábamos pegados, notando mutuamente el calor de nuestros cuerpos. Él empezó a meterme mano… tímidamente. Noté su mano en mis pezones. Me acarició lentamente y yo empecé a sentir una fuerza sexual imparable, algo que no había sentido nunca. Nunca había estado tan pegada a un hombre…

Poco a poco nos fuimos tocando más… Él acariciando mi clítoris y yo su pene. Yo lo desnudé, él desató el cordón y me arrancó el saco. Entonces comenzó a manosearme entera y a besarme todo el cuerpo. Chillé, me retorcí… ¡¡¡Ayyy!!! Los grilletes me paran… duele cuando tiro y llego al límite.

Yo no tengo mucha idea… Él tampoco. Tiene una erección enorme. Me intenta penetrar por delante… Abro todo lo que puedo… no podemos, las cadenas en mis pies lo impiden. ¡¡¡Vaya desastre!!! Nos seguimos tocando… La naturaleza siempre encuentra un camino. Nos colocamos de costado… él detrás de mí. Me toca desde atrás… ¡¡¡Ahhh!!! Ahí está… está entrando. Nos cuesta pero me penetra. Adentro, afuera… lento… más rápido… ¡¡¡Ahhh!!! Noto el líquido cálido… se ha disparado. Yo no todavía… “Tócame, le digo”, “Sígueme tocando”… Él sigue… torpemente pero sigue… Tengo el coño empapado. ¡¡¡Ahhh!!!, !!!Ahhh!!!, ¡¡¡Sí!!!, por fin me corro…

Fue la primera vez para los dos, para ser la primera no estuvo tan mal. Me ha dolido un poco… Hay manchas de sangre sobre la paja. Mi sangre… He descubierto que el dolor puede ser placentero… muy placentero.

Hablamos toda la noche… le cuento mi vida, me cuenta la suya. Tiene novia. Una de las cocineras. Se llama Urraca. Nombre de reina… pero horrible. Nunca hizo esto con ella… apenas se pueden ver, casi nunca a solas, ella no se deja tocar mucho. Según ella se casarán en un año, entonces podrán dormir juntos. Otro que tiene el camino marcado.

Repetimos la experiencia todas las noches, a veces también por el día. Él me trataba lo mejor que podía. Me traía la mejor comida que podía conseguir, vino, cerveza… Me lavaba, me mantenía las uñas cortas y el pelo limpio.

Él estaba consiguiendo que aquella cárcel no me convirtiera en un despojo en poco tiempo. Yo cuando estaba con él no me sentía prisionera, pero sin él volvía a llorar, a desesperarme tirando locamente de los grilletes, haciéndome daño en muñecas y tobillos, ya tengo marcas, cicatrices imborrables.

Por un tiempo no me atreví pero acabé diciéndole que no podía vivir así. O encontraba la forma de huir y nos escapábamos juntos, o prefería que me matara… que me asfixiara por la noche, que trajera un buen vino envenenado.

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NUÑO:

¿Qué hago? ¿Matarla? No puedo… a nadie le importaría, pero no puedo. ¿Un plan de fuga? Sé como hacerlo… si nos capturan nos matarán… si salimos del valle nadie gastará energías en buscarnos.

Me gusta… ¿La quiero? Nunca tuve nada así con ninguna mujer… Urraca es como una novia de infancia… Le gusta decir que es mi novia pero escapa si la abrazo. ¿Qué hará después de la boda?, ¿Podré casarme y tener a Urraca y a Mencía a la vez?, ¿Cómo pienso eso? Eso sería malvado… pero magnífico… ¡¡¡Ufff!!!

Seguí una semana viendo a Mencía siempre que podía. Ella me esperaba ya desnuda. De hecho, estaba todo el día desnuda, a esa profundidad no hacía frío pero la humedad la iba a acabar matando. Le llevaba vino y, a veces, aguardiente para intentar combatirla.

Como consecuencia, por “arriba” me veían menos. Alguno debió pensar que cogía vino, cerveza y aguardiente para emborracharme bajo tierra y me quedaba allí durmiendo la mona. En todo caso, a nadie pareció importarle…

Realmente, casi nadie sabía que había una prisionera joven en la mazmorra. Dos soldados la vieron el primer día, el mozo de cuadra también… Pero no saben qué fue de ella y no han preguntado. Sí lo saben el alguacil, el herrero y la jefa de cocinas. Al al ser Mencía una mujer, el alguacil le encargó desnudarla.

Bueno, a Urraca sí pareció importarle un poco. Un día me dieron un mensaje: me esperaba en los establos. Un poco sorprendido acudí a la cita… La encontré apoyada en una pared de madera, en un rincón vacío, completamente desnuda.

Nunca la había visto así… Era un cuerpo opuesto al de Mencía. Alta y delgada, tan alta como yo… A Mencía le saco la cabeza pero su cuerpo, además de pequeño, es rotundo: pechos generosos, nalgas firmes… hombros y caderas anchas. Viendo la situación, estaba claro que me tocaba cumplir como hombre.

Me acerqué sin mediar palabra, la recorrí con la mirada lentamente. Me fijé largamente en sus pechos, eran pequeños pero bonitos y, por lo que empecé a comprobar al estar junto a ella, eran firmes. La besé despacio… primero sin lengua… después fui entrando tímidamente… A ella le pareció raro pero al rato parece que le gustó. Al tiempo, le iba tocando los pezones… despacito… Ella empezó a moverse pegada a la pared. Humedecí mis dos dedos con saliva y comencé a masturbarla lentamente, con mucho cuidado. Allí estaba… el velo que nadie había roto. Al tocarle el clítoris comenzó a gemir.

Me arrodillé ante ella y con cuidado comencé a chupar… Sus gemidos y espasmos llegaron casi a la locura. Parecía un animal incontrolado, un potro desbocado. Aproveché la postura para manosearle el culo… Era pequeño pero firme.

Cuando noté su vulva empapada, la conduje suavemente a una cama de paja, de las que se usaban con las hembras a punto de parir. La tumbé de espaldas… ella se dejó hacer… nunca la había visto tan sumisa.

Me desnudé y con cuidado cabalgué sobre ella… con ayuda de los dedos, coloqué el miembro en la puerta. Fui introduciendo con mucho cuidado… Sabía que podría hacerle daño… Poco a poco fui yendo hacia adentro… adentro, afuera… adentro, afuera… Ella gimió… se retorció… Llegó el momento en que noté que entraba por completo… ella emitió un gritito… Yo paré un momento, ella me agarró la espalda, me clavó las uñas y me empujó adentro y afuera para ordenarme seguir… Seguí, seguí y seguí hasta eyacular… Ella acabó con un último grito.

Sangró un poquito, dijo que apenas le había dolido… Cuando ya estábamos vestidos, y saliendo del establo, me dijo:

Me habían dicho que esto era un sacrificio, un castigo por el que hay que pasar para poder tener hijos.

A mí me habían dicho que estar con una mujer era un placer para todo hombre. Parecía que para ellas también es placentero. Urraca me contó que, al verme menos y tener yo comportamientos extraños, pensó que ya no querría estar más con ella. Una compañera de la cocina, le recomendó citarme en un lugar apartado y esperarme desnuda. Estaba claro que había funcionado.

Las siguientes semanas fueron una locura… Las pasé entre el establo y la mazmorra, entre Mencía y Urraca, algo me decía que aquello no estaba muy bien pero me dejé llevar por mi cuerpo y por los de ellas dos.

La petición de Mencía, seguía oyéndola cada vez que la visitaba. No insistía, no levantaba la voz, pero me lo recordaba justo al acabar de penetrarla. Mi cabeza estaba hecha un lío… Querría liberarla y fugarme con las dos… Seguramente, al saber una de la otra, la cosa no iría bien.

Cuando menos lo esperaba, la “casta” Urraca me sorprendió con otra petición. Después de un encuentro sexual en el establo, lo soltó:

Me gustaría sentirme un día como tu prisionera… Me puedes llevar a las mazmorras y penetrarme encadenada.

Diosss… ¿Por qué me dice esto? He despertado a un “monstruo” de perversión… ¿Ha sabido de alguna forma que voy a ver a Mencía? Si ella ni sabe que existe. Su jefa lo sabe… no sé qué le habrá dicho, ¿Sospecharán algo de mi doble vida?

Intentando cumplir su deseo, tomé prestados unos curiosos grilletes de manos que guarda el alguacil. Son gruesos grilletes de hierro de una sola pieza, hechos para sujetar las muñecas pegadas. En vez de con remaches permanentes se cierran con un candado… Ella no creo que lo sepa, pero se usan para conducir a la horca a los condenados a muerte.

Fui a buscarla a su cama, por la noche. Si hacer ruido, la saqué al patio y le engrilleté las manos. Yo llevaba una capucha de verdugo. Ella me reconoció en todo momento y siguió el juego… De hecho, parecía disfrutar.

La llevé al principio de la mazmorra. Al principio había quedado un “puesto libre”. Sí, el hombre había muerto. Allí estaban solitarios los grilletes de sus pies, unidos a la pared por una fuerte cadena y esperando por otro “invitado”. Desde allí no se veía a los siguientes infelices. Había apagado todas las teas y estarían en la más completa oscuridad. También había cambiado la paja y limpiado toda la zona lo mejor que pude… Allí acababa de morir un hombre.

Coloqué una antorcha en el soporte y le ordené ponerse de rodillas. Le coloqué los grilletes en los tobillos. Los cerré colando un alambre por el orificio donde iría el remache. Con gruesos guantes de cuero, retorcí el alambre dando varias vueltas. Era menos seguro que un remache pero sin herramientas no podría soltarse. Lancé los guantes lejos y así, seguía de rodillas, comencé a besarla en la nuca… No podía quitarle el camisón que tenía puesto pero no llevaba nada debajo y era bastante amplio. Pude tocarle los pezones a gusto… Sobre todo a gusto de ella.

Después, la masturbé con dos dedos desde atrás… Estando de rodillas me fue fácil llegar a su sexo. No mediamos palabra. Ella se retorcía y gemía… parecía disfrutar mucho.

Con un poco de rudeza (era lo que convenía al juego) la obligué a ponerse a cuatro patas… La penetré desde atrás… primero despacio pero después con fuerza. La tomé de su melena y cabalgué hasta el orgasmo. Al terminar se tumbó sobre mí agradeciéndome la comedia que había montado y mostrándose mimosa como nunca.

Por la mañana la reté a intentar soltarse… No pudo. La solté y nos fuimos a trabajar. Al devolver los grilletes de manos, me vio el alguacil. Era un hombre mayor de más de cuarenta años… Con cara sarcástica me dijo:

Muchacho creo que estás cabalgando a dos magníficas yeguas jóvenes.

Te envidio -continuó-. Pero ten cuidado… Es el sueño de todo hombre pero puede no acabar bien.

Aquello, efectivamente, no podía durar mucho… Unos días después de nuestro “juego de rol”, Urraca empezó a mostrarse esquiva. De hecho, dejó de quedar conmigo en el establo…

Un día la ví entrar allí a escondidas. Pero a mí no me había dicho nada. Esperé un poco y entré silenciosamente… La sorprendí a ella y a la cocinera jefa (una robusta mujer rubia de más de treinta años) desnudas y tocándose. La jefa comía el coño de Urraca meticulosamente… Urraca gemía y se retorcía…

No me vieron. Me quedé mirando agachado tras una pared de madera que no llegaba al techo. Si me ponía de pie, la pared me daría por la cintura. Veía por una rendija entre dos tablones. La verdad es que me encantó el espectáculo… De vez en cuando oí comentarios: “Tienes razón, mucho mejor que con un hombre”…

Cuando la rubia terminó y Urraca parecía agotada sobre un montón de paja, me puse de pie. Las dos me vieron… Empezaron poniendo cara de pánico. Si las denunciaba por esa “práctica depravada”, ambas serían ahorcadas o algo peor.

No voy a decir nada, por quién me tomáis -dije.

Urraca puso cara de alivio… pero dijo:

Lo siento, nos casaremos por las apariencias pero esto me gusta más.

La rubia debió decidir que debía consolarme:

Tranquilo, también nos gusta ser penetradas.

Al decirlo se me acercó como estaba, desnuda, presentándome sus grandes senos. Se decía que tenía tratos con el alguacil pero parecía que era bastante liberal en sus relaciones. Llegó a pegar sus pechos a mi cuerpo, al tiempo que sentí su aliento en la cara.

Acepté el reto… comencé a manosear sus pechos. La besé con lengua… Ella me desnudó, me tumbó de espaldas y cabalgó sobre mí. Mi pene estaba erguido y ella se colocó en posición. La penetré al ritmo que ella marcaba, sin preliminares, ella estaba muy caliente, yo le agarraba las tetas… me así a ellas fuertemente, no pareció dolerle. Desde arriba ella me besó e imprimió un movimiento pélvico muy fuerte hasta que me hizo eyacular.

No volví a estar con ninguna de las dos. No le tengo rencor a Urraca. Desde luego, no me estaba portando bien y algún castigo merecía. Además me hizo un favor, despejó mis dudas.

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MENCÍA:

“Otro día aquí… enterrada en vida”. Eso pensaba tirada sobre la paja cuando oí los pasos de Nuño que se acercaba a mí. Antes de que llegara tiré la manta que me cubría. Estaba desnuda y me coloqué tumbada de lado, intentando sonreír y enseñándolo todo. Mi única opción era convencerlo de que me ayudara.

Aquella noche sólo llegó y dijo “Tú ganas”. Sacó herramientas de un hatillo. Con cincel y martillo reventó los remaches… Noté como los grilletes se abrían… froté muñecas y tobillos, las cicatrices serían para siempre pero estaba libre. Me dio un vestido, uno áspero y sencillo, seguramente de alguna chica de servicio. Con paja, preparamos un monigote de mí misma, con el saco, las cadenas más o menos en la posición correcta y la manta por encima.

Nuño comenzó a caminar por el túnel hacia abajo y me invitó a seguirle. Lo seguí torpemente, caminaba muy rápido y yo llevaba tiempo sin caminar.

¿Por qué vamos hacia abajo? La salida está arriba -dije.

El túnel acaba en el río… vamos a salir por ahí -contestó.

Después de caminar mucho tiempo en la oscuridad, sólo con una tea como fuente de luz, llegamos al río. En la salida de la cueva había una reja y Nuño la abrió con una llave. Dejó la llave allí, en el candado. Entonces salimos y mis pulmones agradecieron el aire puro. Había un soldado dormido junto a su caballo.

Le obsequié una jarra de vino con un fuerte narcótico -dijo Nuño.

Nos montamos los dos en el caballo y comenzamos a huir al trote por la orilla del río. La luna se reflejaba en el agua… Era más luz de la que yo tenía en la mazmorra. El aire fresco y la sensación húmeda del río y la vegetación me parecieron una maravilla.

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NUÑO:

Toda la noche cabalgamos a la orilla del río. Yo llevaba las riendas y Mencía se agarraba a mí fuertemente. Mi cabeza era una especie de tormenta de ideas contradictorias: si nos pillaban nos matarían a ambos, tal vez había hecho bien, recluir a una persona enterrada en vida es inhumano, pero no me lo había planteado hasta ahora… nunca había tenido piedad con los prisioneros hombres, ahora que me tocó custodiar a una mujer joven empecé por aprovecharme sexualmente de ella y acabé por perpetrar una fuga.

Intentaba no pensar… sólo avanzar. Llevábamos un trote ligero… no quería hacer ruido. No intercambiamos palabra en todo el recorrido. Mejor para no delatarnos pero yo dudaba si nuestra “unión” duraría, fuera de la mazmorra… Allí yo ya no era el carcelero… mientras no nos capturaran seríamos dos fugitivos y no tenía claro si nos llevaríamos bien.

Debíamos abandonar el feudo de Otero de Téjar antes del amanecer. Lo ideal sería llegar a Villagrande con el alba. Villagrande, ya es una pequeña ciudad. Es normal que aparezcan forasteros buscando trabajar en lo que puedan para sobrevivir. De todas formas, mejor no permanecer allí, demasiado tiempo. Estaba demasiado cerca. Mejor seguir más allá, seguir el río hasta la costa donde hay grandes ciudades portuarias y pueblos pesqueros.

Me pregunto cuánto tiempo tardarán en descubrir la huída… El vigilante de la salida no querrá reconocer que se durmió. Dirá que el caballo se escapó. Ocultará la llave y la devolverá al cajón del alguacil, donde yo la cogí. ¿Lo castigarán por mi culpa? Espero que no…

Notarán mi falta… Sí, pero tardarán… Yo soy el tipo raro que pasa días enteros en las mazmorras. Un “hades” que no cae muy bien a nadie pero que todos agradecen que esté ahí. Un medio-monstruo necesario.

Los otros prisioneros no tendrán agua ni comida hasta que lo descubran… ¿Me convierte eso en asesino? Una persona muere sin remedio tras tres días sin agua… como mucho pueden aguantar cuatro. Ninguno está para aguantar mucho. Puede que lo agradezcan… varios me han pedido la muerte más de una vez.

Con este lío mental, llegó el alba… Afortunadamente, habíamos dejado atrás hace tiempo nuestro feudo natal. A lo lejos se veía la silueta de Villagrande. La fuga iba según los planes.

Entramos en la villa, nadie nos conocía. Al ver a gente trabajando en la construcción de una casa, pedimos trabajo. Tenía algunas monedas y un poco de comida en el hatillo pero iba a ser mejor ahorrar. Pudimos trabajar… Aunque allí empecé a comprobar que el trabajo duro no era el fuerte de Mencía.

Las mujeres debían mezclar el mortero, preparar la comida… Mientras estaba ayudando a levantar grandes piedras, clavando clavos… la oía protestar, buscar excusas… En la cara de mis compañeros se veía el respeto a otro trabajador. Las otras mujeres no parecían muy contentas con el nuevo fichaje.

Estuvimos allí un par de días… hasta el domingo. Comimos con los obreros, dormimos en un pequeño campamento que habían improvisado allí mismo. Salimos por la mañana del domingo, con algunas monedas más y algo de comida que nos dieron.

No sabíamos si nos estaban buscando. Se veían soldados moverse por las calles pero no nos molestaron. En todo caso, seguimos río abajo, en dirección a la costa. Cuanta más tierra pusiéramos de por medio, mejor…

Seguimos por zonas cultivadas… no había villas, ni siquiera aldeas. Sí, vimos algunas granjas. En una de ellas nos dieron de comer a cambio de ayudar a cortar leña.

Da gusto dar de comer a un buen trabajador -me dijo la señora, cuando Mencía no la oía-. Pero ten cuidado con esa chica, nació para marquesa, como no va a poder serlo nunca, te va a meter en líos.

Sí… tenía toda la razón… Ya se había metido en líos… y a mí después. Di las gracias y seguimos… Hicimos noche al raso.. en un claro junto al río. Sí… tuvimos sexo una vez más. El sexo nos hace perder la razón a los hombres… Estaba claro que debía separarme de Mencía: al llegar a una ciudad lo bastante grande, repartir el dinero y la comida y despedirnos sin más. Pero cada vez que la penetraba dejaba de pensarlo.

Pasamos otro día cabalgando por zona rural casi despoblada y durmiendo al raso. A la mañana siguiente, llegamos a un punto donde el camino empezaba a descender. Desde lo alto vimos una imponente ciudad amurallada, se adivinaba una catedral, varias iglesias… El río desembocaba en el mar apenas una legua después y junto a la ciudad había un enorme puerto fluvial.

Eso era lo que buscábamos -le digo a Mencía.

¿Ya no huiremos más? -preguntó ella.

No, de momento… ya estamos muy lejos. En una ciudad, la gente no se preocupará de quiénes somos. Si no nos metemos en líos, nos dejarán en paz.

Vendimos el caballo. Conseguí trabajo de ayudante de un herrero, ya había hecho ese trabajo antes, en el castillo. Nos alojamos en una posada.

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MENCÍA:

Nuño está trabajando en la herrería. Parece que me he casado con él sin ceremonia ni nada. Desde que huimos, nadie nos preguntó… Todos asumieron que estamos casados. Bueno, hemos viajado juntos, trabajado juntos, comido juntos y dormido juntos… ¡¡¡Ahhh!!! y hemos follado casi todas las noches.

Una noche lo convenzo para bajar a una taberna… No va a ser todo trabajar. ¡¡¡Ufff!!! Visto ahora fue un error. Allí conocí a otros hombres. Me dí cuenta de que me hacían caso fácilmente. Con sonreír e hinchar el pecho para que vieran bien el escote se derretían.

En la mazmorra, Nuño era el único. Ahora empezó a haber más… Comencé a ver a un hombre por las mañanas… mientras él trabajaba. Era todo lo contrario que él, vago, desordenado, brutal…

Llegó el día y lo hice, traicioné a Nuño… Lo emborrachamos, lo llevamos a un descampado y lo dejamos allí, sólo en una noche de invierno. Me fui de la posada, me llevé todas las monedas y me fugué con mi nuevo hombre a otra ciudad.

No nos fue muy bien… Aquel hombre vivió del dinero de Nuño el tiempo que pudo. Comió y bebió hasta el límite humano. Y también me folló salvajemente todas las noches… incluidas las veces que le pedí parar.

Una mañana me levantó violentamente, me ató las manos y me llevó a una enorme casa. Sabía que esa casa era un burdel… y sabía lo que estaba haciendo. Me vendió a la casa… Se había acabado el dinero y era su opción para seguir borracho. Aquella noche lloré entre cliente y cliente… lloré como nunca viendo a donde me llevaban mis errores.

A mi malvado “novio” no le fue mucho mejor. Lo pillaron robando en una hacienda unos días después… En aquella ciudad no se andaban con chiquitas… lo ví ahorcado en la plaza al día siguiente.

Poco a poco me fui adaptando a la vida de ramera… Había que tener mucho estómago pero por lo demás se comía y se bebía bien.

Muchas veces, robábamos a los clientes aprovechando que estaban borrachos… No podían recordar lo ocurrido y no querían denunciar por no declarar que habían estado con nosotras.

Un día el robo salió mal… El cliente no estaba tan borracho y salió a la calle chillando y pidiendo un alguacil.

A mí y a otra compañera, nos arrestaron… Como dije, allí la justicia era dura. Nos encadenaron las manos igual que en Otero de Téjar y nos ataron a sendos postes con una gruesa cadena… Sabía lo que venía después… Al amanecer vendría un juez, que nos juzgaría sumariamente, todavía atadas a los postes. La condena solía ser la horca y la ejecutaban de inmediato… te soltaban del poste y te colgaban allí enfrente, en la misma plaza.

Esa noche tuve la sensación de haberla cagado como nunca… Parecía que iba a ser mi final, mi última noche en el mundo. Hacía fresco pero tenía calor… sudé como un trozo de carne en la brasa. Los soldados que nos encadenaron se fueron sin más… Estaban seguros de que no podríamos escapar.

Seguimos allí retorciéndonos y deseperándonos hasta que la oscuridad fue total. No había luna y apenas se veía alguna estrella.

De repente vimos aparecer una sombra… Era un hombre vestido todo de oscuro y encapuchado con pasamontañas. Parecía un verdugo pero, si lo era, llegaba un poco pronto.

Sin mediar palabra se acercó… Nos hizo señas de que calláramos. Obedecimos porque no teníamos nada que perder. El hombre manipuló el candado que cerraba las cadenas de mi compañera. Oí un click… logró soltarlo. Después abrió los grilletes usando un cincel y un mazo. El hombre tenía allí al lado una mula y en las alforjas llevaba herramientas.

Una vez libre mi amiga huyó corriendo a través de la noche como una gacela.

Entonces vino hacia mí y me ofreció una calabaza con agua. Tenía la boca como estopa… lo agradecí y bebí un buen trago. El desconocido comenzó a manipular el candado que me retenía a mí… Tardó un poco pero oí el ruido metálico y vi como retiraba las cadenas. En ese momento me separé del poste y me noté un poco mareada. En aquel momento, supuse que fue por el tiempo que llevaba allí atada.

Lo extraño, fue que no me soltó las manos. Por el contrario sujetó fuertemente la cadena y me arrastró hasta su mula. Bueno, allí todo era extraño. Que no me soltara como a mi compañera podía ser aterrador. Cada vez estaba más mareada… Me tambaleaba mientras el desconocido me llevaba a destino desconocido.

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¡¡¡Ahhh!!! Abro los ojos. ¿Me he dormido?, ¿Cuanto tiempo ha pasado? Veo borroso… la cabeza me estalla. Esto se mueve… Estoy tumbada boca abajo sobre el lomo de una mula. Las manos colgando por un lado y las piernas por otro. No puedo moverme… ¡¡¡Ayyy!!! Sigo teniendo los grilletes en las muñecas, han atado una cuerda al centro de la cadena y la han pasado bajo el animal. ¡¡¡Ayyy!!! Mis tobillos… tengo los pies atados muy fuertemente. Seguramente la misma cuerda que pasa bajo la mula, la han anudado a las ataduras de mis tobillos. Estoy siendo llevada como un saco…

Mirando hacia la cabeza del animal, veo al hombre encapuchado… guía a la mula por un camino estrecho. No se me ocurre otra cosa que chillar…

Al verme despierta viene hacia mí… Me agarra la melena y tira hacia mi espalda. Con la cabeza así erguida, todo lo erguida que era posible en esa postura, derramó agua con su calabaza en mi garganta. Era tragar o ahogarse… Realmente, agradecí el trago, tenía mucha sed. Entonces lo entendí… me había narcotizado y acababa de renovar la dosis.

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Poco a poco desperté… ¡¡¡Ahhh!!! Otra vez ese dolor de cabeza. ¿Donde estoy? Parece una cueva… paredes de piedra… oscuridad… humedad. Es una cueva natural y estoy al final de la misma. A mi espalda hay una pared que no permite continuar. En el suelo hay un poco de tierra, más bien arena… tal vez traída a propósito… también había una cama de paja. Estaba sobre ella.

La única fuente de luz era un pebetero que ardía en una de las paredes a unos tres pasos de mí.

Seguía llevando los grilletes en las manos… Estaba desnuda. Tenían que haberme cortado el vestido para quitármelo. ¡¡¡Ehhh!!! Ahí, tirado en el suelo hay un rectángulo de tela con un agujero. Es igual al de la cárcel de Otero de Téjar, tal vez de tela un poco menos basta. Empecé a sentir un ardor interno, un miedo insuperable, una sensación de haber caído en una trampa peor que la muerte.

Me levanté y lo confirmé… Al intentar andar noté los grilletes en los pies… Igual que los de la mazmorra… estaba en una mazmorra. Al llegar bajo el pebetero, noté como la cadena unida a mis pies me detenía.

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Seguí mucho tiempo de pie, congelada, con cara de tonta. Después me senté… no sé si resignada o simplemente noqueada. Por fin, lo ví aparecer al fondo de la cueva. Aun llevaba la ropa negra pero ya no el pasamontañas. Lo sabía…

Nuño, ¿Qué has hecho? -le pregunté.

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NUÑO:

Ya que quería una explicación se la dí:

Aquella noche estuve a punto de morir. El alcohol me hizo vomitar varias veces. Desperté atragantándome con mi propio vómito. Logré expulsarlo de mi garganta. Después comencé a temblar… el frío casi me mata. Un grupo de leñadores me ayudó. Comencé a trabajar con ellos y sigo haciéndolo. Además de cortar leña, hago de herrero de la comuna. Me han dejado hacer una cabaña en el bosque. Elegí el lugar más apartado, apoyada en una ladera, tapando la entrada de una cueva. A quien pregunta, le digo que uso la cueva para guardar fresco el vino… Es cierto… eso hago al principio de la cueva. Estamos al final. A más de cincuenta pies de la entrada. Puedes gritar… nadie te oirá…

Y has construido una mazmorra para vengarte -dijo ella.

No sé si para vengarme o para restituirte a la justa situación de castigo en la que estabas cuando te conocí. Te mantendré viva, pero no te permitiré salir de la cueva. Llevaba tiempo espiándote, buscando el momento… Tú me lo pusiste fácil. No pensaba encadenarte las manos, eso ha venido dado. Si te comportas bien te las soltaré.

Vaya qué bien -chilló ella-. No te creas que va a ser lo mismo que antes… Me acosté contigo para engañarte y escapar. Lo conseguí… porque los hombres pensáis con el pene si os dan sexo. Pero aquí no te voy a dar más… si quieres tenerme tendrás que violarme.

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MENCÍA:

Él se acercó… colocó en el suelo una jarra pequeña con agua, la cubrió con un mendrugo de pan y al lado puso un pequeño cubo de madera.

Aproveché que estaba cerca para golpearle con mis dos manos juntas… la cadena a esa distancia podía ser un arma. Lo cogí por sorpresa pero no le dí de lleno. Le provoqué un poco de dolor pero nada más.

Vale, mátame… tú serás la siguiente en morir -me dijo.

Comprendí que tenía razón… Si él moría, el hambre y, sobre todo, la sed me matarían en tres o cuatro días.

Se fue sin más… cuando estuvo fuera de mi alcance señaló el cubo y dijo:

Tu mierda ahí.

La misma frase que dijo cuando nos conocimos.

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Después de la primera impresión mi instinto de conservación suavizó mis maneras… Sigo viviendo en la mazmorra particular de Nuño pero al menos tengo sexo todos los días. Tras el primer coito, me soltó las manos. La comida mejoró, me trae vino y cerveza…

La semana pasada me soltó un tobillo, sólo un grillete en el izquierdo me retiene aquí.

Pero ese lo ha reforzado…

FIN