Se filtra un vídeo de la hija del dueño de la empresa en donde quiere obligar a uno de los empleados a tener sexo para mantener su trabajo

El domingo a la noche, Álvarez mandó un video al grupo de WhatsApp que tenemos con los muchachos del laburo. Venía en combo con unas fotos. Me quedé petrificado. No puede ser, a esta pendeja la conozco, pensé. La captura de pantalla de su perfil de Facebook me sacó todas las dudas: Sigrid Lufratelli, la hija del jefe, el patrón, el dueño de la empresa donde trabajo. Me encerré en el baño de mi casa a ver con detenimiento el video. Puse el volumen bajo para que ni mi mujer ni mis hijos escuchen. Tres minutos de video merecedores de una paja furiosa y una eyaculación digna de saltar a los azulejos.

Cuando llegué al trabajo el lunes a la mañana, mi compañero Vetrano estaba en el medio del piso hablando con el resto de los muchachos. Todos hombres. La secretaria de Lufratelli estaba con auriculares a varios escritorios de distancia.

– ¡Cómo la chupa esa pendeja! –decía Vetrano enardecido.

–Hablá bajo, no vaya a ser cosa que aparezca Lufratelli en cualquier momento –le dijo Álvarez.

–No, boludo –lo interpeló Piñeiro–. Quedate tranquilo, me dijo la secretaria que está moviendo un par de abogados. Se enteró toda la familia del videíto. Hoy no va a venir, olvidate. Está con ese quilombo para resolver.

– ¿Qué edad tiene la hija de Lufratelli? –preguntó Acosta.

–Siempre con preguntas de pajero viejo vos eh –le respondió Vetrano–. Tiene 21 añitos.

–Ah, cuando la vi en persona las veces que vino acá a la oficina parecía más chica –dijo Acosta.

–Igual te debés haber cascado el ganso a lo loco anoche, eh –le dijo Piñeiro y se rio–. Tenés unas ojeras terribles.

– ¿Vos lo viste, Vargas? –me preguntó Vetrano.

–Si, si. Ví que lo compartió anoche Álvarez en el grupo –respondí de manera neutra.

–Bueno, como les estaba diciendo… –retomó Vetrano su monólogo–. ¡Qué habilidad para tirar la goma! En vez de condenarla a la piba, deberían hacerle un monumento. Sabés cómo se debe estar viralizando por Internet ese video… Ya le deben haber dedicado más de 10.000 pajas. Y la parte del pete es lo de menos. ¡Cómo cabalga, por dios! Al pibe que se la coge, yo la verdad lo aplaudo. Le pega una garchada monumental. ¿Vieron cómo grita la maleducada esa…

Todos menos Vetrano, que estaba inspirado con su cháchara, vimos el ascensor abrirse. Rápidamente nos acomodamos en nuestros escritorios. Piñeiro le hizo señas a Vetrano pero seguía en su mundo y no se dio cuenta.

–Lo veo muy iluminado, Vetrano –dijo Lufratelli que acababa de emerger del ascensor–. Cuénteme de que están hablando, así yo también me sumo a la diversión.

Vetrano se puso blanco como un papel al ver al jefe. Lufratelli se cruzó de brazos y se quedó esperando una respuesta.

–Estábamos… estábamos hablando… del partido de ayer… –dijo Vetrano tartamudeando.

–Que yo sepa no hubo ningún partido de fútbol ayer –lo retrucó Lufratelli–. Dígame una cosa, Vetrano. ¿Por casualidad no vio un video de mi hija que anda dando vueltas por WhatsApp?

–No, señor –respondió Vetrano–. No tengo idea de lo que me está hablando…

–Junte sus cosas, Vetrano –lo interrumpió Lufratelli–. Está despedido por mentiroso.

Un sudor frío me recorrió la espalda. La situación era propia de una pesadilla.

–Pero señor… –llegó a decir Vetrano con la voz temblorosa.

–Des-pe-di-do –dijo Lufratelli separando las sílabas–. Usted, Piñeiro… ¿Vio el video de mi hija en pelotas que anda dando vuelta por WhatsApp?

–Cómo se le ocurre, Emilio –dijo Piñeiro impostando la voz–. Yo no ando en esas cosas raras.

–Otro más. Está despedido por mentiroso, Piñeiro. Junten sus cosas y se van –dijo Lufratelli severamente–. No me hagan llamar a seguridad para que los saque a golpes. Des-pe-di-dos.

El clima que se vivía en el piso era terrorífico. Lo primero que pensé es que la secretaria nos había vendido. Tenía los auriculares puestos pero claramente no estaba escuchando música. Oyó toda la conversación.

–¿Y usted, Vargas? –me preguntó de repente Lufratelli–. ¿Tampoco vio el video de mi hija Sigrid?

Pensé en mi mujer y mis hijos. Había un 99% de chances de ser despedido si decía la respuesta incorrecta. Me la jugué con la absoluta verdad.

–Sí, señor –dije con la voz firme–. Yo lo vi. Me llegó anoche y lo vi entero.

–Muy bien, Vargas. Me asombra su sinceridad –dijo Lufratelli–. Acompáñeme a mi oficina que vamos a tener una charlita usted y yo a solas.

Entré a la oficina de Lufratelli. Él se sentó en su escritorio y se sirvió un vaso de whisky. Yo me quedé esperando parado hasta que le dio el primer sorbo al vaso y me invitó a sentarme frente a él. Me temblaba todo el cuerpo de los nervios.

–¿Quién le pasó el video por WhatsApp? –fue la primera pregunta de Lufratelli.

–Vetrano –mentí para no mandar al frente a Álvarez que aún no había sido despedido.

–Y dígame, Vargas… –dijo Lufratelli haciendo girar el vaso de whisky en su mano–. ¿Usted se masturbó viendo el video de mi hija Sigrid?

–No, señor –dije tratando de no bajar la mirada–. Sólo vi el video.

Lufratelli se bajó el vaso de whisky como si fuese agua mineral y lo estampó contra el escritorio.

–¡La puta madre, Vargas! –me gritó–. ¿Se hizo una paja o no viendo el video? En cinco minutos lo puedo dejar en la calle. Y le aseguro que no consigue trabajo nunca más en su puta vida.

Nuevamente pensé en mi familia. Otra vez aposté a la pura verdad: me había masturbado dos veces la noche anterior viendo el video.

–Sí, me hice una paja viendo el video –le dí el gusto a Lufratelli de responderle, sin saber qué pretendía de mí.

–Bueno… Agradezco su sinceridad, Vargas. Ahora va a tener que pasar una pequeña pruebita si quiere conservar su trabajo –dijo Lufratelli un tanto risueño y se sirvió otro whisky–. Quiero que se haga una paja adelante mío viendo el video de mi hija, si es que tiene agallas.

Estaba claro que las reglas del juego las ponía Lufratelli. Me tenía agarrado de los huevos. No tenía escapatoria. No había lugar para las dudas ni para las réplicas. El planteo de Lufratelli era surrealista. Sin embargo, su tono de voz serio, sumado a su postura imperturbable, lo volvía terrenal. Tenía que acatar las órdenes o perder el trabajo. Inspiré hondo y me entregué a la situación. Me levanté de la silla. Parado en medio de la oficina, me desabroché el cinturón. Abrí el botón, bajé el cierre y dejé caer el pantalón. Lo miré a Lufratelli: parecía estar disfrutando de la escena. Me hizo señas como para que continúe. Bajé mi calzoncillo por debajo de las rodillas.

–Vamos, vamos Vargas –me apuró Lufratelli sirviéndose el tercer whisky–. No tengo todo el día. Saque el pito aufera, ponga el video en el celular y hágase una paja acá, adelante mío, si es que es tan hombre. Mi empresa, es una empresa para verdaderos hombres.

Con las manos temblorosas, busqué el video en la galería. Dejé el celular apoyado sobre el escritorio de Lufratelli. Puse play. No había chances de que la verga se me pare: estaba achicharrada, muerta de miedo. Hasta los huevos se me habían hundido para adentro frente a ese contexto hostil.

Me la froté un poco con la mano pero no hubo caso. Los tres minutos de video pasaron sin pena ni gloria. Tenía la verga muerta.

–No me va a quedar otra que despedirlo –dijo Lufratelli decepcionado–. Sin embargo, Vargas, para que vea que soy un buen tipo, voy a ayudarlo –agregó y con un control remoto encendió un Smart TV de 75 pulgadas que había en su oficina.

Mis sospechas sobre su plan se hicieron ciertas en pocos segundos: me dijo que sincronizara mi WhatsApp con la plataforma web y así podría reproducir el video en el tamaño del Smart TV.

–No me va a decir que ahora no le va funciona el pito, Vargas –dijo Lufratelli con un aire canchero–. Con este tamaño de imagen, ningún hombre se podría resistir.

Sincronicé mi WhatsApp. Le dí la espalda a Lufratelli. Tenía que olvidarme de que él me estaba mirando porque sino no se me iba a poner dura. Busqué la galería de videos. Puse play otra vez. El video arrancaba con un plano cenital de la rubia cabellera de Sigrid, sacudiéndose, yendo y viniendo, cabeceando el ombligo de su novio, quien filmaba todo. Recién después de unos segundos levantaba la vista y miraba a cámara, sin quitarse la verga de la boca. Abría grandes los ojos celestes y después los cerraba como si se deleitara al saborear esa pija. Una pija grande, bastante más larga y ancha que la mía, que de a poco empezaba a ponerse rígida. El tamaño del Smart TV ofrecía detalles: la verga del novio tenía las venas bien marcadas y latiendo. Estaba depilada. El tronco de a poco iba adquiriendo un brillo. En realidad eran restos de saliva de la chupada que le estaba dando la hija de Lufratelli. A los 40 segundos de video se la sacó de la boca y empezó a paladearle la cabeza con la lengua, dándole chupadas cortitas y rápidas. La hija de Lufratelli tenía una boquita tierna, de labios rosados y finos. La nariz y las orejas también eran delicadas. Era el tipo de rubia que siempre quise cogerme de joven y nunca pude. Ese recuerdo frustrante ayudó a que se me ponga bien dura y al fin pude empezar a masturbarme.

Después del primer minuto de video la escena cambiaba sensiblemente: el novio estaba acostado y ella se le subía encima para cabalgarlo. La piel de Sigrid tenía el tono justo de cama solar. Si bien era rubia, no era blanca. Tenía las tetas operadas, dos círculos perfectos con el pezón rosado ubicado de manera simétrica en el centro de cada pecho. Los pezones eran bien puntiagudos y firmes, daban ganas de ordeñárselos con los dientes. Tardaba unos segundos en sentarse del todo en la verga: ella la empuñó y la frotó un rato como si frotara la lámpara del genio sobre los labios de su concha depilada y de labios apenas perceptibles. Le dio resultado porque la pija de su novio pasó de tiesa a supertiesa. La mía también. Lufratelli estaba en lo cierto: el tamaño del Smart TV me estaba ayudando.

Finalmente Sigrid se decidió y la verga del novio entró entera de una sola sentada. El pibe filmaba con una mano y con la otra la sostenía a Sigrid de la cintura. Ella cabalgaba fuerte. Pegaba unos saltos largos. Pese a que la pija del novio era grande y gruesa, se salió dos veces de adentro. Le gustaba fuerte a la pendeja. Se notaba que sabía como alcanzar el orgasmo porque a los dos minutos de video aumentó la intensidad y la velocidad de los saltos. Las tetas duras y operadas casi ni se bamboleaban pese a las embestidas. Ella empezó a apurar el trámite tocándose el clítoris con el dedo mayor. El novio la ayudaba a que la verga no se salga de adentro, impulsando su cuerpo hacia arriba. Los gritos de placer de Sigrid se escuchaban en Dolby Surround a través del Home Theater del Smart TV de Lufratelli. Por un momento me olvidé de que mi jefe me estaba mirando masturbarme. Estaba absorto en el orgasmo de su hija: los gritos cortos finalmente culminaron en un alarido furioso y largo. Se quedó quieta, con la verga enterrada hasta el fondo y apoyó las manos sobre el pecho del novio, que seguía filmando.

Los últimos veinte segundos de video eran el lechazo final. Ella estaba acostada con una sonrisa esperando la explosión de la pija de su novio. La cámara enfocaba su cara y sus tetas, seguramente el destino final de la leche inminente. Con la mano que no sostenía el celular, el novio se sacudió durante unos instantes la verga y ahí nomás estallamos sincronizados: al ver la descarga de semen en la pantalla, mis huevos se activaron y dieron la señal. Un lechazo sobre las tetas y la boquita de Sigrid en la pantalla. Un lechazo sobre la alfombra de la oficina de Lufratelli. Si no me hubiese pajeado dos veces la noche anterior le podría haber llenado más de semen la oficina. Me miré la verga. La tenía muy roja, de tanto pajearme a la fuerza. Quedé exhausto, algo mareado por el estrés de la situación. Me dí vuelta y lo miré a Lufratelli, buscando su aprobación.

Para mi sorpresa, Lufratelli también se estaba pajeando. Él todavía no había acabado. Se ve que estaba en el punto de no retorno de la paja porque no se vio afectado por mi mirada. Empecé a subirme el calzoncillo y el pantalón. Lufratelli no respondía. Seguía con la mirada perdida en el Smart TV. El video ya se había detenido.

–Poné… play, Vargas… –dijo Lufratelli con la voz serruchada– Poné… play… y andá… El trabajo… es… tuyo… –agregó sin dejar de pajearse.

Tenía que dejar mi celular en la oficina de mi jefe para que el video se reproduzca otra vez. No me importó, en algún momento lo recuperaría. Por suerte ya había recuperado lo que más me interesaba: mi trabajo. Me abroché el cinturón y salí por la puerta. Cerré despacio. Lufratelli se quedó solo, masturbándose con el video de su hija Sigrid.