Hace poco un joven comenzó a trabajar como taxista, su primera clienta fue una joven de 19 años con la que follo como loco

Acudía a aquella plazoleta con frecuencia, de cinco a seis y media de la tarde, excepto fines de semana. Era un rato exclusivo para mí, un rato íntimo e  intransferible. Sin parientes, sin vecinos, sin amigos. Solo. Yo y mi tablet, más el banco de piedra, la catedral dándome sombra, casas señoriales del siglo XV delante y calles peatonales de adoquines en derredor, así como árboles, palomas y pajarillos. Allí navegaba por los mares de Internet, wasapeaba, escribía, leía, escuchaba música… Podía permitírmelo porque trabajaba de 08:00 a 15:00, el horario típico de los funcionarios copiado por un taxista novato heredero de un taxi.

Hacía un mes o así que ese remanso de paz interior venía siendo alterado… Una chica joven, de dieciocho o diecinueve años, solía salir de la casa-palacio de enfrente a escobar y fregar su hermoso zaguán de mármol y el trecho de acera colindante con la artística fachada. Vestía de sirvienta clásica, con cofia y delantal, y eso me ponía; eso, y que era guapa, morena clara, alta, de linda figura y tetas apoteósicas. A veces se alzaba de puntillas para limpiar por fuera los cristales de un ventanal y su culo redondo, soberbio, de nalgas firmes y duras, me dejaba noqueado.

Un día no pude aguantarme más, me acerqué a su portal y le di palique. Ella también se había fijado en mí. Me tenía por un tipo raro rarito, extraño, solitario; por un poeta tristón o por un loco de atar. Reímos juntos ese día y los siguientes. Era habladora y simpática. Le gustaba que la entretuviera porque así el trabajo se le hacía más llevadero. Había nacido en Cuba y, sí, acababa de cumplir diecinueve años. La mayor de cinco hermanos. Trabajaba desde los doce.

—¡Qué pena que tengas novio! Pensaba invitarte a tomar algo el día que tú quisieras y a la hora que te viniera bien —le dije al cuarto o quinto día de paliqueo.

 

—No sé qué yo diga… La verdad es que no veo a mi novio todos los días  ¿tú sabes? Tampoco es que él sea muy celoso, yo creo.

 

—Y supongo que ni siquiera se enteraría, ¿no?

 

—Eso, Ricardo, eso… y ya tú sabes: ojos que no ven corazón que no siente.

Se llamaba Daysi y quedamos un viernes, a las 20:00 horas, su hora de soltar en el curro; al día siguiente, sábado, libraba. Vino a la cita vestida de calle, sin cofia ni delantal, pero también me ponía con el trajecito verdoso que traía, sin mangas y de cuello en pico, canalillo al aire, seguro que comprado en una tienda de chinos, lo mismo que la rebeca fina a juego. Fuimos andando a un pub cercano. Ambiente tranquilo, buena música, escasa luz… La traté como a una reina, como trataba ella a su ama ricachona de la alta sociedad. Le separaba la silla para que se sentara y se la acomodaba luego; le acercaba otra silla para que depositara el bolso y le colgaba la rebeca. Me ocupaba de todos los detalles. Le dije que estaba guapa y que me encantaba su peinado afro con trencitas de colorines. Daysi flipaba, no se lo creía. Jamás la habían tratado con tanta delicadeza. Conmigo ella era la señora, no la criada.

Hablamos largo y tendido… Me contó lo dura y difícil que fue su infancia a la vez que yo no le quitaba ojo a sus tetas. La verdad es que no me daba pena, yo también había tenido una infancia dura y, en cambio, hacía tiempo que no tenía tan cerca unas tetazas como las suyas. Sufrí cuando me preguntó mi edad. Le dije que veinticuatro años, no fuera que mis treinta tacos le parecieran demasiados para ella. Colé bien esa trolilla creo que porque me cuido: no fumo, apenas bebo y me machaco duro en la bicicleta estática. También me sorprendió cuando de buenas a primeras me preguntó, mirándome a los ojos, que qué pretendía de ella, que qué buscaba en ella…

 

—Nada en concreto, Daisy… Lo que tenga ser, será… Me gusta estar contigo, charlar contigo… No hay más historia…

 

Pienso que hasta ella sintió vergüenza ajena por mi gilipollezca respuesta. Incluso se rio disimuladamente, maliciosa. Eso me reconcomió por dentro y me lancé a enmendar la plana:

 

—Es claro que estás muy buena y que me gustaría follarte. Eso ya lo sabes tú y, si no fuera así, pensarías que soy gay. Pero no voy a acosarte ni a presionarte ni a nada por el estilo. Te lo he dicho: lo que tenga ser, será…

Esta vez sonrió de una manera muy distinta. Mi respuesta ya era más acorde con la situación. Me pidió marcharnos de allí y le hice caso. Una vez en la calle le pregunté si le apetecía tomar una copa en mi apartamento…

—Hoy no, Ricardo, hoy no toca… Es la primera cita. No vayamos tan rápido porque puede chingarse todo. Mejor será que demos un paseo. Hace una noche bella.

Paseamos por un parque paralelo a la avenida marítima, que en su tierra sería «el malecón». Yo iba con mi brazo sobre sus hombros y Daysi agarrada a mi cintura. Debíamos parecer una parejita de enamorados. Debajo de un árbol frondoso le di un beso en la boca y ella abrió los labios para facilitar el juego de las lenguas. Mi polla buscaba acomodo en su entrepierna, pero no fue posible.

—Ricardo, ha sido un buen beso, pero se ha hecho tarde y debo irme a casa. Mi madre está delicadilla de salud. Debería tomar un taxi y lo malo es que no sé si llevo dinero suficiente.

—¿¡Queeeé!? ¿¡Cómo!? Caminaremos cuatro minutos más y te llevo luego en mi taxi a donde sea.

 

—Okey, gracias… No sabía que fueras taxista…

 

—Taxista con estudios y desde hace sólo cuatros meses, desde que falleció mi padre que sí era un empresario del taxi.

La dejé justo delante de una casa vieja de un barrio dormitorio obrero y bajé para abrirle la puerta del coche. Me agradeció la caballerosidad con que la había estado tratando durante toda la tarde-noche. Otro beso, suave, éste de despedida…  Dijo que lo había pasado chévere. Convinimos en que pronto tendríamos otra cita. Ella no dejaba de sorprenderme: su novio no contaba para nada en nuestra historia, era como si no existiera.

Esa segunda cita se hizo esperar una semana larga, pero llegó. Volvimos  a salir el viernes siguiente. Esta vez la llevé a un pub próximo a mi apartamento. Venía con una falda corta por encima de las rodillas y camiseta ceñida. Las tetas le lucían sobremanera. Estaba arrebatadora. Yo la seguía tratando como a una reina e incluso le regalé un anillo, de bisutería más o menos fina, que había comprado horas antes en un centro comercial. Le gustó y se lo puso sobre la marcha. Esta vez Daysi no tenía prisa porque su madre ya estaba restablecida. Tomamos un par de mojitos y luego nos fuimos andando hacia mi apartamento sin acordarlo antes o acordándolo con las miradas. Era como si todo estuviera saliendo conforme a su guion… y al mío.

Nada más entrar en mi apartamento, advertí en Daysi un cierto desencanto.  Seguramente se esperaba uno mucho más grande, más lujoso  y puede que con vistas al mar. Quise adelantarme a sus posibles comentarios a ver si conseguía suavizar la cosa:

—Es un apartamento pequeño, pésimamente decorado, y desde la terraza sólo se ven azoteas, trastos y ropa tendida. Lo que sí te garantizo es que está super limpio, pero si quieres que nos vayamos…

—¿Acaso me he quejado? —me interrumpió Daysi — No es una maravilla, obviamente, pero tampoco es ningún chiquero.

Sus palabras me tranquilizaron bastante, desde luego, y un poco en compensación decidí seguir tratándola con mucha delicadeza, con mimo, sin forzar los acontecimientos, sistema que por otra parte era el que mejor me funcionaba con ella. Puse en marcha mi equipo de música con un pendrive de melodías inolvidables de todos los tiempos, apropiado para la ocasión. Le dije que si quería tomar algo, y su respuesta fue toda una sorpresa:

—Tomaré un refresco, gracias, pero lo que de verdad quiero es que ¡bailemos descalzos! ¿No dices que esto está super limpio? ¡Pues saquémosle partido!

Y bailamos descalzos… Estaba claro que a Daysi le molaba más el cortejo que el aquí te pillo aquí te mato. Sin embargo, no sé si aquello fue exactamente bailar. Algún paso que otro dimos, creo, pero la cosa iba más bien de conectar al son de la música mi polla con su coño y mis manos con su culo. Y de besos en la boca, en el cuello, en los ojos… Nada más localizar la cremallera de la falda, se la descorrí. Fue fácil hacerla caer sobre el suelo. Ella lo aceptó sin el menor problemas, sonriente, lo mismo que cuando le saqué la camiseta por la cabeza y la dejé en bragas y sujetador. Esta vez sugirió que nos fuéramos a la cama y por supuesto que asentí, pero primero la desnudé por completo y luego la llevé en brazos hasta el dormitorio.

Una vez allí la acosté cuidadosamente sobre la cama, bocarriba, y mientras yo me desvestía aún tuve tiempo de recrearme la vista en su bien proporcionada figura, de líneas voluptuosas y de tetas rabiosamente jóvenes, firmes, erectas, descaradas, incitantes. La cintura, delicada, se ensanchaba lo justo para formar las curvas perfectas de sus caderas y de su culo; los muslos, bien torneados, y un monte de Venus prominente, carnoso, cubierto por una tupida capa de pelo rizado, negro, a través del cual se entreveían los labios rojizos de su coño.

Extasiado como estaba, a duras penas sabía por dónde empezar con aquella perla caribeña llamada Daysi, con aquel regalazo de los dioses. Me coloqué a horcajadas sobre ella y me di a besarla por todas partes, con parada especial en sus tetas y pezones. Ahí me esmeré, y se los inflé a chupetones, chupaditas, lametones, lamiditas, tirones, tironcitos y mordiscos suaves. No paré hasta verle los pezones en pie de guerra, levantados, erguidos, tiesos como estacas. Incluso sus grandes y oscuras areolas se vinieron arriba  y se alzaron sobre la piel fina de las tetas. Luego me bajé a trabajarle la entrepierna. Empecé recorriendo con mi lengua su pelvis y sus ingles, como dando un rodeo, hasta que por fin me dediqué por entero a su sexo, a su coño húmedo y caliente, de labios carnosos, y a su clítoris. Lamía, chupaba y sorbía a diestro y siniestro, sin tregua. Ella flipaba y gozaba. Daysi no era muy de hablar en medio de la batalla, pero se dejaba hacer sin el menor reparo, y te espoleaba con jadeos y contoneos, amenizaba con sus sofoques, con respiraciones entrecortadas, con sus sollozos de placer: «¡Oh!… ¡Ah!… ¡Oh!… ¡Ah!… ¡Ah!…». Disfrutaba como una loca y, pese a que no me decía nada, yo percibía que sus convulsiones y temblores se volvían cada vez más frecuentes y más fuertes, más desagallados…

Era el momento de follarla. Ya no cabían más demoras por muy placenteras que fueran. Enfilé  mi polla —grande, gorda y dura— a su coño y se la metí toda, enterita, en apenas un par de golpes de cadera. Daysi no era virgen, obviamente, ni falta que hacía… Su coño se revelaba como un coño acogedor, succionante, rico, de los que te solazan calor. La follé a piñón, sin descanso, pero alternando entre dos o tres ritmos distintos; primero despacio, cadencioso, entrando y saliendo de centímetro en centímetro; luego ya más normal, con penetraciones fuertes y profundas, y más tarde al galope, desbocado total, fieramente, dándole polla a un lado y a otro, desarretado, enrabietado…, y después vuelta empezar, vuelta al ritmo lento. El resultado fue sencillamente espectacular. Daysi se corrió lo menos dos veces entre sacudidas y palabras ininteligibles o gruñidos. Yo me vine como nunca. Fue una corrida tan caudalosa, tan brutal, que me parecía que no iba a terminar nunca del soltar leche… Posteriormente, y ya los dos largos y laxos sobre la cama, con la mirada perdida en alguna parte del techo, a Daysi le entró el canguelo…

 

—Joder, Ricardo, ¿te has dado cuenta que ni tú ni yo nos hemos acordado del condón?

 

—Bueno, sí… Mala suerte… Esperemos que no pase nada y, si pasa, ya daremos con la mejor solución. De momento nadie nos quitará lo que hemos disfrutado. Sentí que estaba en gloria o en el paraíso…

Daysi sonrió pícaramente y con cara de regocijo, orgullosa de ser capaz de causar en un hombre esas extraordinarias sensaciones, pero encima quiso darme otro placer extra: dejar mi hombría y mi ego en lo más alto…

—Te juro, Ricardo, que ha sido el polvo de mi vida, el mejor de todos de largo, algo increíble. ¿Tú sabe? Me he corrido tres o cuatro veces… Nunca me han tratado como tú lo has hecho, siempre procurándome placer, ocupándote de mi cuerpo al cien por cien. No creo que nadie pueda superarte jamás.

 

La noche vino muy completa, mágica, incluso con un sesenta y nueve apoteósico y con un polvo anal extraordinario, único. Por la mañana Daysi quiso irse a su casa y la llevé, pero me prometió que volvería porque «me encanta el paisaje de las azoteas y la ropa tendida», bromeó… Pues que chévere, mami, ¿tú sabe? La despedida sí que fue rara. Me pidió cien euros o así. Dijo que su familia andaba muy necesitada de dinero…