Con mi mujer fuimos a darnos un masaje fuera de lo normal. Vi como otro hombre se la follaba mientras yo estaba con otra mujer

Nos secamos con unas toallas antes de tumbarnos.

Ella comenzó con sus manos en mis gemelos. Después, mis glúteos. Después, mi espalda, mi cuello. El cuerpo de mi masajista, cubierta de aceite, fue lo siguiente. Acariciado por su vientre, su perfecto trasero, su pecho… Durante veinte minutos pretendió trasladarme a un mundo de tranquilidad y erotismo.

Pero realmente no era a mi masajista a la que prestaba atención.

Él había ido despacio. Muy despacio. Pudo estar cinco minutos masajeando sus piernas. Ignoró su trasero y pasó a la espalda. Después, a los hombros. Ella mantenía los ojos cerrados. La puso boca arriba y repitió el trayecto, esta vez en orden inverso. Podía ver sus pezones duros, expectantes. Sus manos nerviosas agarrando la sábana.

Él me miró cuando alcanzó un bote de lubricante con el que impregnó su mano derecha.

Retiró la toalla que tapaba su pubis.

Separó sus piernas.

Su piel se erizó cuando apoyó dos dedos sobre su clítoris. Abrió los ojos para mirarle. Él esperaba su aprobación. Ella asintió, mordiéndose el labio.

Giró la cabeza para conectar conmigo en el mismo momento en que él comenzó sus dibujos circulares. La sala se llenó con su gemido. Arqueó la espalda.

No había marcha atrás.

Miré a mi masajista, que se deslizaba sobre mi como una serpiente. Me sonrió.

Lo hace muy bien, tu mujer va a disfrutar como una perra.

Él acercó su cara y mi mujer levantó la cabeza para besarle. Él fluyó por sus deseos, como ella fluía por sus dedos. Su lengua ahogó sus gemidos durante unos minutos. Se retorcía sobre las sábanas.

Sus dos dedos apretaron su clítoris y se detuvieron, al igual que su izquierda en su pecho. Ella le miró, implorándole. Imperceptiblemente, se fueron deslizando sobre su piel, bajando hasta su abertura. Su cuerpo se paralizó, anticipando su siguiente paso.

Gritó cuando notó sus dedos penetrándola. Le agarró de la muñeca para controlar su rápido movimiento vertical. No me miró, sólo existía la mano de él en esos momentos. Podía escuchar el chapoteo en su coño.

Noté líquido preseminal cayendo por mi tronco.

Su palma apretaba su clítoris. Sus dedos escudriñaban su interior.

Se corrió con un sonoro grito. Por primera vez en quince años, otro hombre le provocaba un orgasmo. Un largo orgasmo que venía anticipando desde la piscina. Gritó, y gritó, mirándonos a ambos, extasiada.

Le dio un beso en los labios y se apartó para dejarla volver a la calma.

Cuando recuperó el aliento, giró la cabeza y me sonrió.

Reímos, traviesos.

Mi masajista comenzó a masturbarme mientras nos mirábamos. En escasos segundos eyaculé sobre su mano, aunque realmente podía haberme corrido sencillamente viendo el espectáculo de mi mujer.

Miré el reloj. Todavía teníamos veinte minutos por delante.

Tras limpiarse las manos, ambos se centraron en ella. Retomaron el masaje pero esta vez a cuatro manos. Ella suspiró satisfecha cuando notó las manos de él en sus piernas y las de ella en su espalda. Me miró sonriente.

Ella continuó el tratamiento con un masaje corporal semejante al que me había hecho a mi. Ver sus duros pechos deslizarse sobre la espalda de mi mujer fue tremendamente excitante. Le dio la vuelta y prosiguió. Frotaba sus pechos con los de ella. Se miraban, juguetonas. La dio un piquito. Después subió, colocando un pecho justo frente a la boca de mi mujer. Ella primero lo lamió tímida. Cuando notó cómo se erizaba, mamó como un bebé al de su madre, introduciéndose lo que podía en la boca, con ansia.

Después, se besaron. Largo tiempo. Intensamente.

Esta vez él me pidió permiso a mi. Yo asentí. Sin esperar a que ellas se separasen, él abrió sus piernas y hundió su cara y comenzó a comerla el coño. Ella pasó a besarla y a acariciarla las tetas mientras él chupaba su clítoris y la follaba con su mano.

Al poco, un nuevo orgasmo sacudió su cuerpo. Me miró mientras se agitaba sin control y él seguía lamiendo su coño, bebiendo su éxtasis. Jamás mi lengua la había provocado aquello con semejante efectividad.

Mi masajista volvió conmigo. Situándose a cuatro patas en la cama, se introdujo mi verga en la boca. Mi mujer me sonrió. Por unos minutos, me centré en disfrutar de la vista y del calor de su lengua en mi sexo. Noté, cosa que mi mujer no consigue, sus labios llegando hasta mi pubis, su garganta cerrándose sobre mi glande.

Wow – dijo mi mujer, atenta a su maestría. Su masajista se limitaba a acariciar su piel con suavidad.

Al anunciar mi inminente orgasmo su boca dejó paso a su mano que bailó sobre su saliva y mi piel, haciéndome correr sobre mi cuerpo, llegando hasta mi cuello.

Espero que hayas disfrutado, cielo – me dijo, dándome un beso y despidiéndose. Se había acabado el tiempo.

Me levanté y mi noté propio semen resbaló por mi cuerpo. Besé a mi mujer.

Me voy a la ducha – dije, sonriéndole.

Te quiero – replicó.

Esperé un par de minutos bajo el agua, limpiándome, esperando, pero ella jamás entró.

Cuando salí, él seguía masajeando su espalda, tranquilamente.

Ella me miró. No tuvimos que decir más.

Se dio la vuelta y le retiró la toalla, dejando ver una verga larga como la mía pero bastante más gorda. Él cogió un preservativo. Me miró, sonriendo, mientras se lo puso.

Mi mujer le guió entre sus piernas. Vi sus dedos clavándose en su culo cuando él la penetró. Cuando su pubis rozó su clítoris y se notó llena, con él parado sobre ella, me miró. Boca abierta, como paralizada. A continuación, gritó.

Él le susurró algo.

Mi mujer, girando la cabeza para mirarme, me dijo “¿quieres ver cómo me folla?”.

Asentí en silencio, tenso como jamás había estado.

Él se tumbó sobre ella totalmente y, agarrando su culo para levantarla, comenzó a hacérselo salvajemente. Ella gritaba y gritaba. De vez en cuando clavaba sus ojos en mí y seguía gimiendo bajo su cuerpo, que la follaba sin misericordia.

Dios, dios… – comenzó a gritar. – Me corro… Sí…

Un tercer, épico orgasmo la hizo estremecer. Pero nada había acabado.

Ella le tumbó, y se montó sobre él. Mantenía la erección, como un buen profesional. Guió su pene a su interior, sin mirarme. Era el momento para ella.

Ví cómo sus caderas se balanceaban adelante y atrás sobre él, clavándose, haciéndole tocar cada rincón. Apoyó los brazos a los lados de su cabeza y él se limitó a dejarse hacer. Su clítoris reventaba contra su pubis y no dejaba de mirarle directamente a los ojos. Gemía largo y profundo. Él no la tocaba, se limitaba a ser un juguete.

Se hablaban, pero no podía entenderles.

Ella acercó su pezón a su boca. Lamió y chupó.

Ella aceleró. Gimió más, separándose de él para notar su verga por completo.

Sus manos fueron a su culo para moverla aún más rápido. De ahí, a sus hombros, para empalarla por completo. Gritó y se dio un respiro.

Él aprovechó para separarla y ver su cuerpo. Acarició sus tetas y su costado, pero rápidamente paró. Estaba a su servicio y ella no se lo había pedido.

Mi mujer retomó su cabalgada. Iba estando cansada y el siguiente orgasmo costaría más. Sus dedos fueron de la saliva de su boca a su coño, de ahí a la boca de él, y de nuevo a su clítoris.

Lo suficiente.

Aceleró.

Él la azotó en la pierna. Le miró pidiendo más, y se lo dió.

Más.

Siguió.

Me miró.

Apoyó sus manos sobre su pecho, y se arqueó.

Se corrió sobre él.

Unos minutos después vino a tumbarse a mi lado.

Te quiero – dijimos al unísono.

Yo estaba totalmente empalmado. Ella me agarró y comenzó a masturbarme. Gemí. Era demasiado para mi, no tardaría más que unos segundos en correrme, y ella lo notó. Se subió sobre mi, y se quedó a horcajadas sobre mi cadera, con mi polla a punto de reventar dentro de ella.

No le habíamos prestado atención, pero el masajista se había acercado. Acarició su espalda con suavidad. Ella le besó. Yo me erguí. Primero, para comerle los pezones. Agarré la mano de ella y la llevé a su polla, todavía dura, cubierta por el preservativo empapado de los flujos de mi mujer. Ella comenzó a acariciarle los huevos. Yo sujeté la base de latex rodeándola con mi puño y comencé a quitárselo. Jamás había agarrado otra polla.

Tiré el plástico al suelo. Les separé de su beso, haciendo que mi mujer cayese sobre mi. Noté su boca caliente al meter mi lengua en ella.

Me situé junto a su oreja.

“Cómele”.

Allí, debajo de mi mujer, procurando moverme lo mínimo posible, vi cómo la polla del masajista desaparecía en su boca. Y la vi chupar, y lamer, y hacer lo posible por engullirle al máximo.

Nos retorcíamos para que yo pudiese lamer su pecho mientras lo hacía. Y todo aquello fue demasiado para ella y se corrió una última vez, entre nosotros, y fue demasiado para mi, y al hacerlo yo también acabé, en su interior.

Y ella no dejó de lamer y masturbarle hasta que él por fin se corrió, sobre su piel.

Él se fue y nos metimos una última vez en la piscina, desnudos, sudados y sucios. Agotados.

Nos acabamos el champán sonriéndonos, cómplices, casi sin hablar.

Te amo.