Miguel vuelve con sus dos tíos, quienes son algo más que solo eso

Miguel regresaba del gimnasio al que llevaba acudiendo con regularidad sólo unos meses, pues nunca había sido muy aficionado al deporte por vagancia y porque prefería ocupar su tiempo libre en otros menesteres. Sin embargo, su novio decidió regalarle por su veintisiete cumpleaños una suscripción anual a un nuevo gym que habían abierto en la calle donde ellos vivían. Después de ocho años de relación Miguel tuvo la sensación de que su pareja no le conocía en absoluto, aunque más tarde creyó que había sido una indirecta porque su vida sedentaria había hecho algo de mella en su cuerpo y una barriga incipiente amenazaba con rodearle la cintura de manera permanente. Por primera vez hubo un regalo de cumpleaños que le gustó menos que los infantiles calzoncillos que su madre le entregaba envueltos en un papel aún más pueril. Con la promesa de que Jaime le acompañaría cuando pudiese, Miguel decidió no desaprovechar el costoso abono anual y empezó a hacer uso de él. Esa misma tarde el entrenador le había comentado que los progresos eran ya evidentes, y aunque le faltaba mucho entrenamiento diario para conseguir la tan ansiada tableta de abdominales, su vientre lucía firme y terso al igual que su pecho que comenzaba a definirse.

Ufano, caminó los escasos veinte metros que le separaban de su portal, subió los cuatro pisos andando pese al cansancio de una hora de ejercicio y abrió la puerta mientras llamaba a su novio para avisarle que ya estaba en casa. Le extrañó que Jaime no contestara, por lo que se dirigió al salón, al dormitorio y al baño, pero no había rastro de él. Extrañado y sediento entró a la cocina a beber agua fresca y comerse un plátano. Una nota colgada en la puerta de la nevera sujeta por un imán captó su atención. En un principio pensó que sería la explicación de por qué Jaime se retrasaba tanto, sorprendido igualmente por no haberle contactado por WhatsApp como era costumbre. Esperaba leer algo así como que llegaría tarde por tener una reunión o saldría a cenar con la pesada de su amiga Esther, quien desde que le había dejado el novio no levantaba cabeza. Sin embargo, las primeras palabras que Miguel leyó en ese trozo de papel arrancado de la agenda que les había regalado el banco por domiciliar su nómina, supo que algo no iba bien.

«Miguel, sabes tan bien como yo que lo nuestro no funciona desde hace un tiempo, así que he decidido irme de casa porque necesito espacio y tiempo para pensar y aclararme las ideas. No es culpa tuya ni mía, sólo que creo que debemos separarnos para ver nuestra relación con perspectiva. Estarás pensando que hay otra persona, pero te prometo que no es así. Te pido que respetes mi decisión y no me escribas ni me llames en unos días.»

Miguel dejó caer la hoja de papel sobre la encimera, bebió agua, la volvió a leer y necesitó sentarse en la silla de escay blanco porque tuvo la sensación de que su cuerpo no iba a ser capaz de digerir lo que le acababan de contar. Pensó en esos ocho años de relación y en la forma de terminar con ella. «Una nota», masculló. «El muy cabrón me deja con una nota», repitió sacudiendo la cabeza hacia los lados. Ignorando la petición de Jaime, y como un acto reflejo, sacó el teléfono de la mochila y buscó su número. Sin pensar pulsó el botón de llamada y escuchó lo que se temía: estaba apagado o fuera de cobertura. Lo intentó de nuevo al cabo de unos minutos. Un rato que había sido difícil, duro e inexplicable. Un tiempo en el que se mezclaban la incredulidad y el odio repentino hacia la persona con la que había compartido los años más dulces de su vida. Una juventud que ya no podría recuperar. Él, que había vuelto de Alemania de manera precipitada para que su relación no se viera demasiado precipitada y que había aceptado un momento de tregua y relación abierta a petición expresa de Jaime porque no estaba de acuerdo. Miguel pensó en esas semanas en las que habían estado separados y había puesto tierra de por medio yéndose al pueblo de su infancia donde ya sólo quedaban sus tíos Pepín y Ramón. Al pensar en ellos rememoró lo íntimo que llegó a ser su vínculo en esa solitaria casa donde el más pequeño y él se habían acostado, así como en la granja donde vio parir a un ternero y donde su tío más mayor le folló con su enorme rabo hasta hacerle estremecer. Su pensamiento le llevó a Benjamín, el empleado de la gasolinera tan descarado y chulito que le había pedido una mamada como quien pide un préstamo de diez euros y quien, a su vez, le animó a volver con Jaime cuando éste le pidió ir a verle.

Otra vez Jaime nubló su juicio y capacidad de raciocinio. Telefoneó a alguien para contárselo por pura necesidad de expresarlo en voz alta para convertirlo en algo real. Escuchó la frase grabada con voz automatizada de la operadora una docena de veces hasta que decretó que no lo volvería intentar. Trató de dormir y no pudo. Estaba desconcertado y perdido. Las reflexiones de asuntos más prácticos se antepusieron a lo meramente emocional. El trabajo, cómo afrontar el alquiler del apartamento, las cosas de Jaime que había dejado en él. En un arrebato, se levantó de la cama, cogió la caja de Amazon en la que esa mañana había recibido un mueble para el baño, y la llenó con sus cosas. Le daría veinticuatro horas para que devolviera sus llamadas, y de lo contrario la bajaría al cuarto de basuras sin un atisbo de arrepentimiento.

No lo tuvo cuando la noche siguiente seguía sin recibir noticias de Jaime. Tampoco en las horas sucesivas ni en los días posteriores hasta que se dio cuenta de que había pasado un mes desde el comienzo de su vida como soltero. Treinta días en los que acudía al trabajo como un autómata, en los que se obligaba a ir al gimnasio solamente para no encerrarse en casa, y en los que se había visto todas las temporadas de Juego de Tronos para no pensar en Jaime y en la dichosa nota. Su jefa de la clínica veterinaria donde trabajaba le había animado a que se tomara unos días libres, pero lo último que Miguel quería era tener tiempo desocupado para pensar. Sin embargo, había llegado el mes de julio y las vacaciones que habían acordado con el otro empleado, por lo que Miguel no tuvo más remedio que enfrentarse a tres semanas sin esas diez horas diarias que pasaba en la clínica. Volvió a pensar en el pueblo y en sus tíos, la solución ideal para escaparse y perderse en un recóndito lugar de la Mancha donde pasaría el día ayudándoles con el huerto y la granja. Buscó el número de la casa en su móvil y llamó.

—Hola tito, soy Miguel.

—¡Miguleín! —contestó Pepín con euforia—. Qué sorpresa y qué alegría que me llames. ¿Qué tal, cómo estás?

El chaval no había olvidado la desmedida verborrea de su tío más joven, calculando en silencio que debía de haber cumplido ya los cuarenta y dos o cuarenta y tres años. Sin darle demasiadas explicaciones, Miguel le preguntó si podía ir a pasar allí unos días. Pepín no vaciló en aceptar.

—Ya verás qué contento se va a poner Ramón cuando se lo diga. De verdad que sí. Entonces, ¿cuándo llegas? ¿Quieres que te compre algo especial para los desayunos? Madre mía, dos años sin verte y se me ha olvidado lo que tomas. ¿Cola Cao?

—No te preocupes, tito, que yo me conformo con cualquier cosa —le interrumpió por un repentino deseo de hacer la maleta y marcharse—. Mañana nos vemos.

Recordó la afición a la lectura de su tío Pepín, así que introdujo todos los libros de la estantería que había leído con el objetivo de regalárselos. Algunos los había comprado Jaime, pero él ya no iba a volver para reclamárselos. «Ojalá se atreva», pensó en voz alta. Preparó el equipaje, colocó las prendas dentro del trolley de cualquier manera y se puso a ver los últimos capítulos que le faltaban de la serie para no quedarse a medias. Tras ellos se acostó deseando que los nervios no le impidieran dormirse temprano. Al amanecer sonó el despertador, se dio una ducha rápida y se montó en el coche camino del pueblo que tan buenos momentos le había regalado.

Pepín no tardó en abrir la puerta desde que Miguel hubo tocado el timbre, como si hubiese estado esperando toda la mañana. El joven había cavilado sobre cuál sería la mejor manera de saludarle, pues el contacto con su tito había sido demasiado íntimo como para darle dos besos en las mejillas. Los dos años le habían sentado bien a Pepín. Se había dejado crecer el pelo y un poco de barba, los cuales le otorgaban una imagen algo primitiva y exótica que acentuaba el moreno tono de su piel tostada por el sol durante las horas que pasaba en el huerto. Pepín se había adelantado a sus pensamientos porque al verle se le abalanzó y le estrechó entre sus brazos para luego darle unos cariñosos besos en una de sus mejillas. A Miguel le recordó la forma de besar de su difunta abuela, la madre de Pepín.

—¿Qué tal el viaje? ¿Cómo estás? Pasa, pasa —hablaba nervioso como si fallara la conexión entre su cerebro, la boca y sus extremidades.

Miguel pensó que era normal, y no sólo por lo incómodo de reencontrarse con el sobrino que le había follado durante el verano de un par de años atrás, sino porque esa manera de comportarse formaba parte de su carácter. Accedieron a la casa y Miguel echó un vistazo rápido. No había cambiado nada desde su última visita. Pepín le guió hasta la cocina, su estancia favorita junto con el patio. Era un espacio muy amplio y diáfano con una acogedora chimenea que no usarían en verano, pero le otorgaba un aire rústico que le gustaba. La mesa de madera maciza del centro la recordaba siempre cubierta de comida y dulces que su abuela preparaba cuando todos los primos iban a pasar allí los veranos. Sonrió al ver que Pepín había cocinado para él, pues sobre ella reposaban una tortilla de patatas intacta, una fuente de ensaladilla rusa y un bizcocho de apariencia apetitosa.

—Son las once, no sé si te apetece más un café o una cervecita. Yo me voy a tomar una fresquita, sí. Venga, ¿qué quieres? Dime qué te traigo y siéntate aquí conmigo para almorzar.

A Miguel su tío le agobiaba, pero le comprendía y no se sentía demasiado incómodo, sobre todo después de ese mes de soledad y desamparo al que se había sometido. Unos mimos infantiles no estarían de más.

—Supongo que el tío Ramón está en la granja —dedujo el muchacho.

—Uy sí, me ha dicho que le llamase en cuanto llegases. Qué cabeza la mía, voy a hacerlo ahora.

Pepín se levantó para coger un teléfono inalámbrico que reposaba sobre un mueble a un lado de la cocina y marcó un número con decisión.

—¿No me digas que el tito tiene móvil? —preguntó sorprendido.

Pepín le hizo una señal con la palma de la mano para que esperara, habló con su hermano y colgó para sentarse junto a su sobrino de nuevo.

—Sí, le obligué a que comprara uno el año pasado para que lo llevara consigo. Es que sufrió un amago de infarto, ¿sabes?

—Ostras, no sabía nada —confesó Miguel con pesadumbre arrepintiéndose de no haber tenido ningún tipo de contacto con sus dos tíos favoritos durante ese tiempo.

—Al final fue un susto más que otra cosa, pero no veas de qué manera me preocupé. Había atardecido y Ramón no había vuelto, así que me imaginé lo peor. Él siempre me ha dicho que me preocupo demasiado y que soy un poco hipocondriaco, pero mira, esa vez me sirvió para salvarle, porque si no llego a ir en su busca… El pobre estaba tirado en el pajar junto a las gallinas sin poder moverse. Decía que le dolía mucho el pecho. Volví corriendo al pueblo para buscar al médico y se lo llevaron al hospital. Ay qué susto.

Pepín se llevó una mano a la frente y agachó la cabeza.

—Pero bueno, se quedó ahí cosa. El doctor dijo que trabajaba demasiado para su edad. Él se piensa que sigue teniendo veinte años, pero son ya cincuenta y tres, Miguelín, y la edad no pasa en balde para nadie. Al menos el susto le sirvió para buscarse un ayudante con la granja. Al principio lo hizo a regañadientes, pero ahora se le ve contento con la idea. ¿Para qué queremos el dinero en el banco? Por suerte nos va bien con lo que vendemos del huerto y la granja, así que mejor gastarlo en cosas útiles y pagar a un ayudante que enterrarnos con los fajos.

—¿Y quién es? —se interesó Miguel—. ¿Alguien del pueblo?

—Sí, Frasquito, el sobrino del médico precisamente. Trabajaba en el matadero de la carretera, pero se ve que llevaba meses queriendo dejarlo porque no le gustaba. Y eso que es un zagal fuerte y recio, me recuerda mucho a tu tío Ramón cuando era más joven. Debe de tener tu edad o un poco mayor quizá. ¿Qué tienes tú, veintisiete?

—Sí.

—Pues por ahí anda. Es muy buen mozo, ya le conocerás porque viene mucho por aquí. Se junta con tu tío y se ponen a ver los partidos de fútbol y esas cosas. Los dos parecen muy contentos.

Miguel fantaseó con su tío Ramón haciéndole a Frasquito las mismas cosas que le hizo a él aquel verano cuando se bañaron desnudos en la alberca o le folló con su polla grande y gorda en varios lugares de la granja. Ramón entró desde el patio gritando con esa voz ronca que le caracterizaba interrumpiendo sus libidinosos pensamientos.

—¿Cómo está mi sobrino favorito?

Vociferó al tiempo que caminaba hacia Miguel con los brazos abiertos para achucharle entre ellos.

—Vaya, estás fuertote —alabó dándole un par de palmadas en el pecho con brusquedad.

Miguel iba a comentarles que llevaba meses en el gimnasio, pero la arrolladora presencia de su tío Ramón se lo impidió, pues saludó a su hermano casi con la misma euforia acercándose a él para darle un beso en la mejilla. A Miguel le pareció la expresión máxima de afecto y cariño entre dos adultos que además eran hermanos, pero que parecían más un matrimonio bien avenido. Ramón no había cambiado tanto como Pepín, manteniendo su aspecto intacto a pesar de su aparente delicada salud. De no habérselo contado Pepín, no habría dicho que su tío mayor había estado enfermo. De hecho, pensó que su estado era más alegre del que recordaba y entonces volvió a discurrir sobre el motivo acudiendo Frasquito a su cabeza como un tónico reconstituyente que sólo el sexo es capaz de proporcionar.

—Entonces, Miguelito, ¿qué ha pasado con ese novio tuyo? —preguntó Ramón mientras se sentaba y servía unos chatos de vino.

—Lo único que puedo contaros es que me dejó con una nota porque necesitaba espacio y tiempo para replantearse lo nuestro.

—Vaya gilipollas —dijo el mayor—, él se lo pierde, eso que te quede claro.

—Por supuesto, tú vales mucho, Miguelín.

Miguel contó algún suceso con Jaime que podría haberle llevado a tomar aquella decisión, pero no se regodeó demasiado en el dolor. Bebieron unos vasos de aquel vino peleón adquirido en una bodega de la zona y Ramón anunció que volvía a la granja. Preguntó a su sobrino si quería acompañarle. Pepín se opuso a la idea convenciéndole para que colocara el equipaje y se instalara, pues ya tendría tiempo de acudir a ver los animales.

—Y ya tendrá tiempo también de colocar sus cosas; no me seas agonías. Mira, te podrías venir tú también e improvisamos un almuerzo allí con Frasquito.

—¡Un picnic! —exclamó Pepín ensalzado—. Siempre he querido hacer uno.

Se levantó veloz y comenzó a prepararlo todo. Miguel se ofreció a ayudarle, pero lo único que pidió fue que se acercara a comprar hielo para la nevera, pues sabía que su sobrino prefería la cerveza fresquita al vino. Miguel asintió y salió de la casa en busca del supermercado. Sin embargo, se le ocurrió acercarse a la gasolinera para descubrir si el joven Benjamín seguía allí trabajando. Sonrió al verle al otro lado del mostrador.

—¡Hombre, Bartolo! —le saludó con euforia.

A su edad, dos años se notaban más que en sus maduros tíos. Benjamín había madurado en ese lapso de tiempo y además parecía haberse curtido en el gimnasio a tenor de los fuertes brazos que mostraba la manga de su camiseta o el prominente pecho que se insinuaba debajo de la tela.

—Te has puesto cuadrado —apreció Miguel al extenderle la mano.

—Mis ratitos en el gimnasio. —Le restó importancia—. ¿Qué te trae por aquí? ¿Has vuelto a discutir con tu novio de la capi?

—Vaya ojo tienes.

—Joder, tío, lo decía en broma, pero lo siento. Seguro que os arregláis pronto.

—Esta vez no, pero gracias por los ánimos.

Benjamín le miró incrédulo y le sonrió.

—Pues mejor, que eres muy joven y demasiado guapo para desperdiciarte con un solo tío.

—Uy, ¿y ese comentario? ¿No me digas que has salido del armario?

—¡Qué va! Aunque he tenido mis escarceos con hombres, ya te contaré cuando me invites a una cerveza. ¿Porque lo harás, no?

—Claro, cuando quieras.

—Esta semana tengo turno de mañana, así que apúntate mi número y me llamas una de estas tardes.

De vuelta a la casa, Miguel sonrió para sí alentado por lo prometedora que parecía su estancia en el pueblo, la curiosidad por saber detalles acerca de las aventuras de Benjamín o conocer por fin a ese tal Frasquito que mantenía feliz a su tío Ramón. Cuando llegó lo tenían todo preparado, así que llenaron la nevera con el hielo y salieron por la puerta del patio. Allí vio por primera vez un todoterreno grande y flamante.

—¿Coche nuevo también? —inquirió Miguel.

—La vida son dos días y hay que disfrutarla.

—Me parece muy bien.

En un par de minutos llegaron a la valla de la finca. Al verles, Frasquito se apresuró a abrir la verja y Miguel pudo conocerle al fin. La descripción que había hecho Pepín le sirvió para hacerse una idea, aunque se lo había imaginado más atractivo. Frasquito era un tío alto y corpulento, pero no de haberse machacado en el gimnasio, sino más propio de una constitución robusta de carnes prietas. Tampoco podría decirse que estuviera gordo. Se le figuró uno de esos osos que alguna vez había visto en porno o en aplicaciones para ligar. Su cara era redondeada y lucía una descuidada barba rodeando unos labios carnosos. Le hizo gracia su manera de hablar tan de pueblo cuando les presentaron y se estrecharon las manos. Miguel tuvo que reprimir sus pensamientos para no imaginársele chupándole la polla a su tío Ramón en cualquier esquina. De hecho, las evocaciones lascivas no se marchaban de su cabeza estando allí los cuatro perdidos en esa discreta finca en la que podrían dar rienda suelta a su imaginación. Fantaseó con una especie de orgía en la que Frasquito se dejaba follar por Ramón mientras les hacía una mamada a él y Pepín, colocados uno junto al otro besándose ante la atenta mirada de su otro tío. Cambiaba esa imagen por la de Frasquito follándose a Pepín y él chupaba ese rabo grueso de Ramón con el que varias veces se había abstraído. Se percató al recolocarse en la silla que se había empalmado, por lo que esperó un poco para meterse en la alberca tal como sus tíos habían planeado.

Para su sorpresa, Ramón no se bañó desnudo. Pepín se quedó en el borde para mojarse únicamente las pantorrillas. Frasquito se había descubierto el torso mostrando lo que Miguel había intuido bajo la camiseta, apreciando ahora algo de vello y un oscuro tono de piel. En cualquier caso agradeció que el joven granjero no le pareciera muy atractivo, pues bastante podría fantasear ya con el cachas de Benjamín, el pollón de Ramón y la entrega casi sumisa de Pepín, que seguía siendo el más guapo de cara de todos ellos. Demasiada excitación en general, por lo que le vino bien la baja temperatura del agua de la alberca, motivo por el cual Pepín no se había decidido a bañarse. Al cabo de un rato éste dijo que quería volver a casa, pero Ramón avisó de que se quedaría un rato más proponiendo a su sobrino que condujera el 4×4 y que él se volvería más tarde en la furgoneta de Frasquito. Miguel sonrió con malicia al presentir lo que podrían hacer esos dos cuando su tío Pepín y él se marcharan, olvidándose incluso de la idea de que ellos pudieran aprovechar ese momento de intimidad también.

Pepín parecía predispuesto, pues en vez de entretenerse colocando las cosas del picnic como hubiese esperado, insistió en acompañar a su sobrino al dormitorio para que se llevara sus cosas. Miguel no se había equivocado, pues nada más acceder a la habitación su tío se abalanzó sobre él para besarle en los labios. Miguel no iba a apartarse por dos motivos. El primero porque era cruel, y el segundo porque le apetecía. No había que darle más vueltas.

Se deshicieron de los bañadores sin que sus labios se separasen y una vez desnudos comenzaron a acariciarse las espaldas hasta descender por el culo, movimiento un tanto impúdico para Pepín pese a lo que iba a hacer segundos después. Empujó a su sobrino sobre la cama y sin darle tiempo a recolocarse se puso de rodillas sobre el colchón y se agachó para comenzar a chuparle la polla. Miguel exhaló un gemido agudo al sentir los labios y la lengua rozando su cipote. El capullo palpitaba al tiempo que su tío lo humedecía esparciendo la saliva por el tronco que iba endureciéndose ante la estimulación oral. Contrajo su cuerpo cuando notó su rabo dentro de la boca de Pepín y alargó un brazo para colocárselo encima de la cabeza y empujarle o acariciarle su largo cabello. Pepín mamaba con decisión sin preocuparse de sí mismo mientras que Miguel apreciaba lo agradable que era tener una ansiosa boca engulléndole su parte del cuerpo más caliente. Se dejó hacer permitiendo que su tío marcara el ritmo aunque hubiese preferido que la mamada resultase algo menos mecánica por intercalar sus movimientos impetuosos con lamidas más delicadas deteniéndose en el glande o recorriendo con la lengua su tronco.

Agarró a su tío por las axilas para empujarle contra sí y besarse de nuevo. El cuerpo curtido con los años de trabajo en el huerto se dejó caer sobre el suyo y sus pollas se rozaron la una contra la otra encendiéndoles y sintiendo cómo vibraban ante el contacto y la excitación. Miguel quiso probar el rabo de su tío, pero éste volvió a deslizarse sobre el colchón recorriendo con la lengua el cuello hasta llegar a los pezones o bajar por el vientre. Se comió de nuevo su polla y Miguel dio otro respingo de placer. Había pillado la indirecta y no lo volvería a intentar. Pepín se detuvo para retomar el beso, pero esta vez quería ir más allá. Se colocó para que la polla de Miguel quedara entre sus nalgas, contoneó su cuerpo y ayudándose de una mano dirigió el rabo de su sobrino hacia la entrada a su culo. Gimieron al unísono cuando fue entrando y, una vez dentro, Pepín cabalgó sobre la polla sintiendo cómo entraba y salía de su cuerpo haciéndole estremecer. Miraba a Miguel y su gesto de lascivia deleitándose con la follada que le estaba haciendo sin moverse. Luego Pepín relajó el ritmo y comenzó a moverse haciendo círculos para sentir la polla en cada milímetro de su culo, lo cual provocó que Miguel jadeara de manera más aguda.

—¡Joder! —exclamó tensando sus músculos.

Pepín le sonrió y se inclinó para besarle. Acto seguido se separó de él para recostarse a su lado. Por un momento Miguel creyó que se quedaba así para que hiciera con él cuanto quisiera, así que intentó de nuevo comerle la polla. Pepín lanzó un gemido tan exagerado como era él cuando la boca de su sobrino rozó con su verga tiesa apuntando al techo. Advirtió poco después que Miguel lo hacía con mucha más calma que él, deleitándose con la lengua con movimientos delicados que le parecían casi tortuosos.

—Sigue follándome —le pidió agarrándole del pelo.

Miguel detuvo su mamada y obedeció. Apartó las robustas piernas de su tío que aún yacía boca arriba, se apoyó sobre sus muslos y empezó a embestirle con energía. El culo tragón de Pepín absorbía su rabo con facilidad, gozando ambos del ritmo alegre de las acometidas. Extasiado, Miguel le agarró la polla con una mano y comenzó a pajearle sin parar de clavársela agudizando así los jadeos de Pepín que imploraba que no se detuviese entre balbuceos. No era esa la intención de su sobrino, que le estrujó la polla aferrándose a ella con más fuerza hasta que, sin esperarlo, Pepín anunció que iba a correrse. Gracias al aviso intensificó el juego de muñeca para apretar el rabo de su tío hasta que vio salir trallazos de leche espesa sobre su moreno vientre. Los espasmos estimularon las embestidas de Miguel, quien en un último esfuerzo arremetió con más ímpetu hasta notar que él también iba a descargar. Lo hizo sacándose la polla del culo de Pepín para darse un par de sacudidas y expulsar su semen sobre los restos del otro gimiendo con menos disimulo que Pepín en un orgasmo intenso provocado por las semanas que llevaba sin echar un polvo. Volvió a exclamar cuánto había disfrutado y se desplomó sobre su tío notando cómo el líquido de ambos se entremezclaba entre sus vientres. Se besaron con menos pasión que antes, Miguel le dio un par de palmaditas en el pecho y se echó a un lado.

Minutos después Miguel optó por darse una ducha mientras Pepín volvía al piso de abajo a colocar las cosas tras haberse limpiado con una toalla. Se había impuesto con los años el rol de amo de casa y lo interpretaba a la perfección. Vio aparecer a su sobrino con el pelo aún mojado vistiendo unos pantalones cortos de deporte y una amplia camiseta de tirantes que exaltaba sus formas. Recordó la caja con los libros que había llevado para Pepín y fue al coche a buscarlos. Su tío se lo agradeció con esa forma desmesurada que le caracterizaba. Fue ojeando las portadas y leyendo el resumen del reverso de uno en uno alargando el momento hasta que Ramón apreció sin percatarse apenas de su llegada, absorto como un niño que recibe juguetes el Día de Reyes. Ramón se dirigió al salón, encendió el televisor y se dejó caer sobre el sofá. Miguel le acompañó en busca de algo de conversación.

—¿Qué tal la tarde, tío?

—Trabajosa, como siempre.

—Menos mal que tienes a Frasquito, ¿no?

—Lo cierto es que sí, no me imagino ahora no contar con dos manos extras.

«Ya, y otras cosas…», pensó Miguel sonriendo para sí. Quiso corroborar si estaba en lo cierto, pero no pretendía ser descarado y aún le quedaban muchos días para descubrirlo.

—¿Qué hace Pepín?

—Ojeando unos libros que le he traído de Madrid.

—Un detalle por tu parte. Con lo que le gusta a él leer estará entretenido una buena temporada.

—Eso me temo, se ha estado leyendo todas las sinopsis de las contraportadas.

—Ramón se giró para mirarle y esbozó una mueca que a Miguel le transportó de manera automática dos veranos atrás.

—Si tú también quieres entretenimiento sabes que aquí me tienes.

Cogió la mano de su sobrino y se la llevó hacia su paquete. Le hizo sobarle un poco por encima de la tela del pantalón corto. Luego se la apartó y le guiñó un ojo. La respuesta de Ramón se limitó a una sonrisa con algo de malicia.

—Lo vamos a tener difícil en la granja con ese Frasquito merodeando por allí —se atrevió a decirle mientras se levantaba quedándose delante de su tío con intención de que comparara su cuerpo y el de su empleado.

—Por él no te preocupes. Tú ve a verme cuando quieras.

Ramón se incorporó para darle un azote en el culo como si fuese un niño y volvió a recostarse. Miguel sonrió de nuevo y se marchó pensativo cavilando sobre la verdadera relación entre Frasquito y su tío. En la cocina Pepín continuaba enfrascado con los libros, así que Miguel pensó en Benjamín y le escribió un mensaje. Un cuarto de hora después le tenía en la puerta esperándole dentro del coche. Avisó a sus tíos de que salía un rato y Pepín dejó lo que hacía para interrogarle con quién, adónde, la hora a la que volvería… No se detuvo en dar muchos detalles diciendo únicamente que había visto a Benjamín y habían quedado en verse para ponerse al día. Notó una expresión extraña en el rostro de Pepín que no supo interpretar del todo y se marchó. Al montarse en la furgoneta vieja de Benjamín éste hizo un comentario sobre el atuendo de su viejo amigo.

—Macho, vas provocando —le dijo.

—¿Te pongo cachondo? —bromeó.

—También has estado yendo al gym, ¿no?

—Menos de lo que me hubiese gustado.

Miguel suspiró con algo de pesadumbre, se recompuso y continuó hablando.

—¿Qué quieres hacer? —le preguntó al dependiente de la gasolinera—. Supongo que no querrás ir a un bar si llevo estas pintas, no vaya a ser que te confundan… —dijo sarcástico.

—A mí ya hay cosas que me dan igual, Bartolito.

—Joder, se me había olvidado esa manía tuya de llamarme como tu padre. Pero bueno, cuéntame eso de que te da todo igual. Va a ser cierto que has salido del armario.

—Ya te contaré, chismoso. Vamos a un bar de la carretera en el que hay un par de camareros cachondos. Uno de ellos viene conmigo al gimnasio y no veas cómo está el cabrón.

—Me tienes totalmente descolocado, Benja. Quién te ha visto y quién te ve.

El chaval tenía razón porque al ver a los camareros un cosquilleo recorrió la entrepierna de Miguel. Dos tíos cachas de unos treinta y tantos años, uno con barba larga y cuidada y el otro con unas facciones muy marcadas y varoniles. Cuando les preguntó qué querían tomar notó un acento extranjero, quizá de un país del este de Europa.

—Sí, es rumano —aclaró Benjamín—. El otro es de aquí de toda la vida.

—Pero, ¿son pareja? —curioseó Miguel.

—No lo sé a ciencia cierta, pero yo creo que sí. ¿Te imaginas un trío con esos dos machos?

—Joder, Benja, cuéntame de una vez a qué viene tanto mariconeo.

—Tampoco hay mucho que contar. Al poco de irte tú mi padre me pidió que les llevara a tus tíos unos productos de la última matanza que hizo en la finca. Me recibió Pepín, y como sabes que es un poco pesado me invitó a entrar y casi me obligó a beber una cerveza con él. Estuvimos hablando de ti, pero de repente la conversación dio un giro radical y sin saberlo ni quererlo subió de tono.

Expectante, Miguel le miraba con una mezcla de asombro e incredulidad por lo que se le estaba pasando por la cabeza. Se mordió la lengua para no precipitarse permitiendo que el otro continuara hablando.

—Tu tío se me insinuó, y aunque no me lo acababa de creer, quise confirmarlo con un par de comentarios para pillarle y acabó chupándome el rabo en la cocina de su casa.

—¿Qué me estás contando, macho?

—Es cierto. Te juro que no sé cómo pasó, pero al recordarte y recordar lo que me hiciste en mi finca… No sé, uno nunca dice que no a una mamada.

—Joder, no hables de esa forma, que te estás refiriendo a mi tío…

—Bueno, vale, omitiré detalles.

—No digo que no me lo cuentes, pero… hostias, así de esa forma.

—Vale. Pues tu tío Pepín me hizo una deliciosa felación a mi pene erecto… —se burló y ambos rieron.

—Tampoco te pases.

—¿Te lo cuento o no?

Miguel asintió con un movimiento de cabeza y el otro continuó:

—El caso es que justo después de que yo… ya sabes… me corriera, le noté muy nervioso, como arrepentido o algo así. Le dije que no pasaba nada porque yo no se lo contaría a nadie, pero Pepín ni me miraba por pura vergüenza. La verdad es que me dio pena, porque tu tío es muy pesado, pero se le ve buena gente y mis padres siempre me habían hablado bien de él. Por eso me decidí a volver al cabo de unos días para interesarme en cómo se encontraba. Estuvimos hablando un rato y volvió a ocurrir. Hubo más y en una de ellas me atreví a chupársela yo a él y en otra me permitió que le follara. Me había vuelto adicto a esos momentos con tu tío, pues ya sabes que para su edad es un hombre bastante atractivo. Nada que ver con estos cachas, pero lo cierto es que me sentía bien con él.

—¿Y qué pasó?

—Pues un día me dijo que estaba viendo a otra persona y que no le parecía justo andar con dos a la vez.

—¿No te dijo quién? —preguntó Miguel extrañado y Benjamín negó con la cabeza—. ¿Y tú? —añadió.

—Pues yo me lié luego con una tía con la que me acosté varias veces, pero me di cuenta de que el sexo entre hombres es mucho mejor. Claro que para eso te tiene que gustar algo y no que te dé repelús como la primera vez que lo hice contigo, pero reconozco que es bastante más placentero. Las mamadas no son tan mecánicas, pues a las tías parece siempre que te estén haciendo un favor por chupártela, mientras que los tíos disfrutamos comiéndonos un rabo de verdad. Y luego eso de follarte un culo… No sé. No te digo que me haya vuelto gay porque me veo casándome y me apetece tener hijos y eso, pero no he querido renunciar a hacérmelo con otros hombres.

—¿De aquí del pueblo?

—No, me abrí una cuenta en Grindr y con eso me he ido apañando.

Uno de los camareros atractivos les interrumpió y Miguel aprovechó para asimilar lo que le acababan de contar. Pensó en quién sería el misterioso hombre por el que su tío había cambiado al cachas de Benjamín, así como en ese súbito mariconeo del que presumía el dependiente de la gasolinera. La conversación fue hacia otros derroteros hasta que llegó la hora de despedirse y marcharse cada uno a su casa con la promesa de volver a quedar una de esas tardes.

A la mañana siguiente Miguel caminó hacia la granja. En la puerta estaba aparcada la furgoneta de Frasquito, por lo que caviló sobre cómo se las apañaría su tío para deshacerse de él si es que era esa su intención. Al verle abrir la valla le saludó con alegría haciendo que su empleado se girase al escuchar a su jefe. Frasquito estaba limpiando el corral mientras Ramón colocaba unas herramientas. Miguel les saludó a los dos y esperó la reacción de su tío. Éste le dedicó una sonrisa malévola para luego dirigirse al joven granjero.

—Frasquito, ya que está mi sobrino puedes ir a comprar esas cosas que nos hacen falta de las que hemos hablado antes.

El chaval asintió, se limpió con una toalla y se marchó sin decir nada más. Cuando el ruido del motor diésel dejó de sonar en la distancia, Miguel habló sin poder reprimir sus curiosidades.

—Frasquito parece hacerte muy feliz —dijo sin un tono especial.

—Pues sí, Miguelito. Tengo mucha suerte de tenerle aquí.

—Pero…

—No sigas —interrumpió Ramón creyendo saber lo que iba a decirle. No voy a decirte nada más. ¿Has venido a charlar, a ayudarme con los animales o a otra cosa?

Miguel se encogió de hombros y Ramón se giró para caminar hacia el cobertizo donde ambos habían tenido su primer encuentro dos años atrás. Miguel siguió sus pasos y al entrar se sorprendió de lo confortable que le parecía en comparación, habiéndolo acondicionado para convertirlo en una estancia más agradable, aunque mantenía un olor fuerte a humedad, a campo y otros aromas que Miguel no supo interpretar. En una esquina había un colchón sobre el suelo cubierto con una colcha vieja. Ramón le dijo que ahí se echaba la siesta ahora que podía gracias a la ayuda de Frasquito. Se sentó en él apoyando la espalda sobre la pared y volvió a dedicar una mirada lasciva a su sobrino.

—Aquí tienes lo que has venido a buscar —comentó dejando caer la cabeza para indicar con los ojos su entrepierna.

Miguel se quitó la camiseta y luego el bañador como señal de que estaba dispuesto a hacer lo que su tío tenía en mente. Al igual que con Pepín, de nada servía darle más vueltas. Cuando Ramón observó que se desvestía sonrió satisfecho y se deshizo también de su ropa. Al fin ambos quedaron desnudos, él sobre el colchón y Miguel aún de pie. No tardó en dirigir su mirada a la polla de Ramón y se relamió al verla tal como la recordaba. Su tío comenzó a sobársela con intención de activarla y endurecerla como si quisiera prescindir de los preliminares y follarse a su sobrino sin rodeos. Pero para Miguel era demasiado sugerente como para no llevársela a la boca aunque fuera un par de minutos y poder así disfrutar de sus generosas proporciones o ese intenso olor a macho tan característico de su tito Ramón.

Se arrodilló e inclinó lo suficiente para acercar su boca al rabo que Ramón trataba de endurecer. Éste se detuvo y se recolocó al tiempo que esbozó una mueca de complacencia. Miguel aspiró y el aroma le puso a mil, así que no se demoró mucho y comenzó a chupar. Agarrándola de una mano la introdujo entera en su boca para ir estimulándola poco a poco hasta sentir que se endurecía dentro de ella. Ensalivaba el grueso tronco mientras deslizaba sus labios sacándola y metiéndola con calma hasta sentir que se había convertido en un gordo y largo rabo tan duro como una vara de acero. Pudo entonces lengüetearlo con calma deleitándose con el capullo rojo e hinchado con ese sabor amargo que tanto le excitaba. Recorría con la lengua el contorno de su tronco hasta llegar a los huevos, los cuales masajeaba con delicadeza o se los llevaba a la mano con intención de lamerlos también y percibir el aroma a sudor y hombre. Mientras tanto, su tío permanecía impasible lanzando algún pequeño jadeo cuando Miguel cambiaba sus movimientos o se la metía entera hasta la garganta dejándola allí unos segundos. Luego se la sacaba para tomar aire y tragar saliva. Tan estimulante era chupar el pollón de Ramón como la idea de que le penetrara, por lo que Miguel se separó para dar ese segundo paso.

Se colocó a horcajadas sobre el colchón de espaldas a su tío y fue dejándose caer poco a poco hasta que notó que la punta rozaba la entrada de su agujero. Recolocó las piernas, se ayudó con una mano agarrando la polla caliente y húmeda de Ramón y fue introduciéndola poco a poco mientras gemía y suspiraba de manera notoria. Cuando creyó que había entrado lo suficiente, comenzó a cabalgar sobre ella e iniciar así la follada. La polla entraba y salía con facilidad pese a la longitud y, sobre todo, el grosor, pues la de su ex era también muy larga, pero menos gorda. Con la de su tío percibía que cada milímetro de su culo se llenaba y rozaba potenciando el placer que sentía en cada poro de su piel. Lo iba haciendo cada vez con más fuerza agilizando sus movimientos y extasiándose cuando Ramón empujaba la pelvis con rudeza para llegar con su pollón hasta lo más hondo de su sobrino, quien ya había dado rienda suelta a sus sollozos de satisfacción y agrado.

Un escalofrío recorrió su cuerpo empezando desde su polla que colgaba con hipnóticos movimientos columpiándose en el aire cuando notó las recias manos de su tío agarrándole por la cintura. Él seguía contoneándose para sentirla en su totalidad gimiendo casi con desesperación sin la vergüenza que hubiese sentido dos años antes. Ramón permanecía quieto en esa postura callado salvo por unos atenuados jadeos con esa voz ronca y masculina envuelta en un halo de rudeza. Cuando las fuerzas de Miguel comenzaron a flaquear, se desprendió del pollón por un momento notando que el vacío más lacerante se apoderaba de su dolorido ano. Se tumbó de costado junto a su tío y él se giró veloz para seguir penetrándole. Le levanto una pierna y se abrió hueco sin dificultad. Aquella postura les pareció incluso más placentera, pues el rabo de Ramón rozaba también la nalga de Miguel con una escalofriante caricia que les incendiaba reavivando el ritmo de las embestidas.

Fue entonces cuando Miguel no pudo más y comenzó a ocuparse de su propia polla por mucho que el protagonista fuera el rabazo de su tío. Sus jadeos se habían intensificado hasta que se tornaron mecánicos al igual que las acometidas. Miguel creyó que la hora de otro cambio había llegado. Se colocó a cuatro patas como la expresión máxima de la sumisión a la que quería someterse delante de su tío. Antes de volver a empotrarle le atizó un par de palmadas en las nalgas que hicieron enrojecerlas y encendieron a Miguel hasta límites que no sospechaba. Se estremeció con el primer estoque que el cabrón de su tío había dado sin avisar, así como cuando de nuevo sintió sus manos en la cintura. Ramón embestía con más fuerza que antes ayudado por una posición más idónea, lo cual Miguel agradeció al sentir que así le clavaba su pollón a su antojo y a su ritmo introduciéndola cuanto quisiera porque su culo no iba a rechazar ni un milímetro. Retomó su paja espoleado por el enorme placer que su tito le proporcionaba, ajeno al rostro libidinoso de éste y su sonrisa de plena satisfacción.

—Joder, cómo traga tu culo, sobrino —exclamó.

—Oh, sí, joder, dame fuerte.

—Pídemelo cabrito, y llámame como tú sabes.

—Sí, tito, fóllame duro. No pares, joder.

—Buah —balbuceó Ramón.

Las cortas palabras de su sobrino le ponían tan cachondo que no aminoró el ritmo sin soltarle de la cintura para que Miguel no se moviera. Aquella iba a ser la postura definitiva hasta que se corriera.

—Me voy a correr en tu culo —amenazó.

—Sí, tito, métemela toda y córrete dentro.

Pocas veces Miguel había experimentado esa rudeza y esa forma de dirigirse a un amante, pues Jaime era más bien sosito. Su impudicia y desvergüenza se activaban con la tosquedad de las palabras y la obscenidad de la situación en general. Un alarido agudo y resonante avisó que Ramón estaba a punto de descargar. Miguel notó entre los espasmos cómo los chorros de lefa inundaban su interior mientras su tío se convulsionaba y esos contracciones vigorizaban las últimas embestidas antes de que su polla comenzara a decaer. Miguel se pajeó con fuerza para correrse él también antes de que su tío se apartara por ese inestimable y necesario estímulo que requería para descargar sobre la colcha vieja con un gemido que no trató de mitigar habiendo perdido la decencia definitivamente. Ramón iba a convertirse en el mejor empotrador que le había follado jamás, descubriendo en ese incómodo paraje cuánto le excitaba sentirse sucio y humillado. Tuvieron que descansar unos minutos para recomponerse, pero al girarse y ver la polla morcillona y brillante por los restos de su propia leche, Miguel sintió que podría activarse de nuevo y repetir. Sin embargo, Ramón había decidido por ambos, levantándose, cogiendo el pantalón y avisando que iba a la alberca.

En ella Miguel intentó por segunda vez sonsacar algo más de información acerca de la relación de Frasquito con su tío, pero éste no estuvo por la labor, mostrándose incluso algo seco en su contestación. Cuando caminó hacia la casa también pensó en quién podría ser el amante de Pepín. Con todo ello, había conseguido su propósito de olvidarse de Jaime y mantener su cabeza ocupada, pero además había conseguido echar dos polvos en tan sólo las pocas horas que llevaba en ese pueblo. Al acercarse a la casa por el camino abrupto que la separaba de la granja, se percató de que había una furgoneta aparcada junto a la puerta del patio, pero desde la distancia a la que se encontraba no pudo estar seguro de saber a quién pertenecía.