Me encanta el sexo, tanto que tenga una vida sexual muy activa, la cual no me ha traído algunas cosas malas, mas de las que esperaba

Aunque llamé al telefonillo a la hora exacta, mi nuevo psicólogo me hizo esperar en el hall un par de minutos. Quise no cabrearme porque me gusta ser puntual y que lo sean los demás. Sobre todo alguien al que estás pagando una buena cantidad de dinero. Me apunté mentalmente que en algún momento de nuestra charla se lo haría saber. Arturo me pidió que me sentara en una silla normal al otro lado de una mesa de escritorio de madera lacada en negro. En la sala no había un diván.

-Cuéntame por qué estás aquí, Ángel -habló directamente.

Podría haber pensado que primero querría saber algo más de mí; quizá lo más simple como mi profesión o edad.

-Por muchos motivos -comencé-. Tengo infinidad de complejos, me cuesta relacionarme con otras personas, últimamente apenas salgo de casa, me considero más inteligente que los demás, pero en general siento muchas envidias. No soy feliz.

Así fue el primer diálogo que mantuve con mi terapeuta. Tras aquella sesión de cincuenta y cinco minutos ha habido muchas más. Sin embargo, nunca tuve la sensación de que la inversión en tiempo y dinero fuera a resultar útil. No creía sacar nada en claro. De manera paralela, y sin su consejo, me puse a hacer deporte como mi propia terapia. Tras unos seis meses había conseguido perder casi treinta kilos. Entonces estaba más feliz, más sociable, me lo tenía más creído. ¿Las sesiones o la disolución de mi grasa corporal? Supongo que tanto Arturo como yo sabíamos la respuesta. En cualquier caso estaba ya listo para las terapias de choque, que en principio no eran más que exponerme a relaciones sociales de todo tipo. Adentrarme en grupos de amigos me causaba mucha ansiedad. Quedar con tíos después de meses, también. Pero tal como él me decía: tenía que dar el paso. Y tal como yo esperaba: habría muchos desengaños y experiencias generadoras de más ansiedad.

Como las relaciones amistosas no son aquí muy relevantes, me centraré en los encuentros que fui teniendo con tíos. A Arturo no le pareció mal que usase aplicaciones y webs de contactos por mucho que mi experiencia me dijese que por ellas pululan muchos más descerebrados que tíos normales y cuerdos. ¿Acaso era yo uno de ellos? Mientras surgían esos acercamientos de manera más natural, aquellos eran mi única esperanza. Conocí a otro Ángel, y me agradó más la casualidad de ser tocayos que cualquier otro rasgo suyo. Por WhatsApp hablábamos a diario y a veces me aburría. Otras me gustaba poder tener alguien al que contarle cómo me había ido el día. En mis perfiles yo tengo varias fotos para que los tíos tengan claro si les gusto o no, pero Ángel sólo tenía una con unas favorecedoras gafas de sol. Después de un par de meses llegó el momento de quedar. No ocurrió antes porque vivíamos lejos, así que en uno de mis viajes a la costa opté por detenerme cerca de su pueblo porque me pillaba de camino. Nos tomamos un café y la conversación cara a cara no fluyó. Detesté aquello porque odio que ocurra así. Odio los espacios en blanco porque son una señal de que no hay feeling. Ya daba igual cómo fuese Ángel físicamente. Mi mente se ofuscó con aquello. Le despedí con un apretón de manos sin quedar en nada. Él sí que me habló al rato:

-¿Qué impresión te has llevado de mí? Yo la verdad es que me he llevado una muy buena de ti. Eres bastante atractivo.

-Me has parecido muy tímido -comenté para no limitarme a lo superficial.

-Creo que eran los nervios, ya te lo dije. La segunda vez irá mejor, ¿no crees?

No tuve claro que hubiese una segunda vez. Ángel sí que insistió en que parase de nuevo cuando volviese para Madrid. La hora por la que al final pasé por su zona no fue la más adecuada, puesto que él tenía que volver al trabajo. No quiso entrar al bar y me pidió que nos quedásemos en su coche charlando. Mentía, pues me besó y me metió mano sin ningún pudor. Yo no le aparté, claro, y tanteé su paquete por encima del pantalón vaquero sin saber hasta dónde llevaría aquello, pues el parking de un restaurante en una carretera nacional manchega no era el sitio más idóneo.

-Conozco un bosque cercano, por si quieres ir.

Acepté y condujo unos kilómetros hasta dar con un paraje desértico. Volvió a abalanzarse sobre mí para besarme. Ahora me desabrochó el pantalón dispuesto a sacarme la polla por entre la bragueta. No pude evitarlo, pero tuve que hablar:

-No sé si te dije que no ando muy sobrado de tamaño…

-Eso me da igual -replicó-. Además, no se intuye tan pequeña.

Mi rosado capullo asomó y Ángel no tardó en llevárselo a la boca. Lo primero que recuerdo sentir fue un cosquilleo. En ese trance siempre me acuerdo del maldito urólogo que me operó y del destrozo que me hizo en el quirófano. Antes era mucho más que unas suaves cosquillas. Sentí que mi rabo se endurecía con el contacto de la lengua y los labios de Ángel. Yo quería alcanzar su entrepierna, pero la posición lo dificultaba. Le daba igual, pues se recolocó alejando esa parte aún más para poder acceder él mejor a mi polla. Me sacó los huevos, pero opté por desabrocharme el botón y liberar más espacio. Jugueteó con la lengua deslizándola por mi cipote deteniéndose en la base acariciando mis cojones provocándome más cosquilleos. El placer volvió al tragársela entera y succionarla de manera más mecánica. Se mantuvo impasible durante un tiempo que no sé cuantificar, pero que resultó de lo más agradable. Al detenerse me la pajeó como si temiera que iba a decaer. Aprovechó para besarme y volver a notar su lengua en contacto con la mía. Cuando hubo recuperado el aliento se la tragó entera haciéndome estremecer. Anuncié que no tardaría mucho en correrme si seguía así. Se limitó a pedirme que le avisara. Lo hice, se apartó y me masturbó hasta que mi leche salió disparada sobre mi vello púbico salpicándome también la parte inferior del jersey.

-No te preocupes, que tengo toallitas.

-¿Y tú?

-Yo estoy bien. ¿Te ha gustado?

Asentí con la cabeza aceptando el trozo de paño húmedo para limpiarme y volver a poner todo en su sitio bajo la cremallera de mi pantalón. Ángel arrancó el coche y volvió al mío. Me sorprendió sólo en parte que se quedara a medias. Alguna vez yo había actuado como él con tíos que me ponían mucho o cuyas pollas me resultaban apetecibles.

-Si quieres venir el fin de semana con más tiempo ya sabes que aquí tienes tu casa -invitó antes de despedirnos.

Me marché reflexionando sobre si quería volver o no. Al final no habíamos hablado o estado en una tesitura que incitara a ello. Sólo hubo besos y una mamada. Que estaban bien, pero todo un fin de semana a 300 kilómetros daba para mucho más. Y además no le había visto desnudo ni había visto su polla. Aunque me escribió ese mismo día, no fue hasta el viernes cuando me contó su plan:

-Salgo de currar a las dos, así que puedes llegar sobre esa hora y nos vamos directamente a comer. Luego podemos ir a algún sitio a tomarnos una copa. Después a casa a descansar un rato, cenar algo ligerito y ver una peli o algo.

El plan no estaba mal del todo. Empezar con una comida en un sitio público era un arma de doble filo: me volvería a aburrir y querría marcharse sintiéndome incapaz de aguantar todo el finde o podría pasarlo bien y aprovechar todo lo que brindase. Mi psicólogo habría optado por la segunda opción, pero si sus sesiones hubieran hecho efecto de verdad yo ni siquiera me habría planteado la primera. En cualquier caso, al final me fui hasta Albacete sin demasiadas expectativas. Comimos en un bar de carretera alejado de su pueblo, pues yo ya sabía que a él le iba eso de la discreción. No hubo tantos silencios como en nuestro primer encuentro, pero tampoco lo recuerdo como una conversación fluida. Quizá fue por ello que acepté que la copa fuese en su casa y no en otro bar. En ella descubrí que no era su casa de verdad, pues apenas estaba amueblada y carecía de cosas básicas como los accesorios del baño, un espejo, cortinas… Sí que había una cama con almohadas envueltas en plástico, un sofá viejo y un par de sillas que servirían de mesa. Ángel me confesó que vivía con sus padres hasta que pudiera ir rematando aquella vivienda.

Mientras preparó las copas con lo que habíamos comprado en una gasolinera, yo me quedé en el salón contemplando las blancas paredes, pues no había mucho más. Me pregunté dónde veríamos la película que había propuesto. Al llegar él su respuesta fue que tenía el ordenador portátil en el maletero del coche.

-Si hubiera calefacción me desnudaría -admitió sugiriendo que le iba el rollo nudista, lo cual no le pegaba-. Sólo hay un radiador eléctrico en el dormitorio.

-Tráelo aquí -sugerí ante la idea de verle por fin en bolas.

-Pero entonces estará aquello helado cuando vayamos a la cama.

Su comentario dejó entrever que lo tenía todo súper planeado.

-Podemos traer el colchón aquí -propuse.

Le convenció la idea, así que trajo primero el radiador, lo enchufó a máxima potencia y ambos fuimos a por la cama. El somier era ligero, pero el colchón nos costó algo más. La ventaja de no tener muebles es que el sitio sobraba. A los pocos minutos el ambiente se caldeó, así que medio en broma le recordé lo del nudismo.

-¿Y tú? -me preguntó.

-A mí no me va, jeje. ¿Pero no me dirás que si no lo hago yo tú tampoco?

-No, no. Si a ti no te molesta a mí me resulta más cómodo.

Vi que se quitaba las botas con demasiada calma, así que le dije que me iba al patio a fumarme un cigarro para que se desnudara tranquilo. Cuando volví su ropa estaba sobre la cama y él sentado en el sofá tapándose con un cojín. Hice algún comentario gracioso y me senté a su lado. Aprecié en voz alta que hacía calor, así que me quité el jersey quedándome con una camiseta interior. Hice lo propio con mis botines, pero hasta ahí me quedé. Lo que vi por encima del cojín no era nada destacable. Tenía un torso blanco como la leche que contrastaba con lo oscuro del vello que le recorría parte del pecho y poblaba sus brazos y piernas. Estaba delgado, pero se le intuía algo de barriga. Lo que yo quería observar aún no estaba a la vista. Pero Ángel debió notar que le escudriñaba, porque me habló:

-El cojín es por frío, no por vergüenza.

Lo levantó y lo apoyó sobre sus piernas. Al fin descubrió su rabo, que tampoco parecía gran cosa, si bien en estado de flacidez y si era cierto lo del frío igual no era muy indicativo. Pero ese gesto, más allá de justificar su falta de pudor, fue la prueba de que quería que algo más pasase. Volvió a pedirme que me desnudara, le ignoré y me besó. Nuestras manos se fueron a hacer caricias por sendas espaldas, así que ahora sí que tocaba desnudarme. Y ya puestos lo hice sin dejarme nada. En otra circunstancia me hubiera quedado con el calzoncillo, pero Ángel ya me había visto la polla. No obstante, la mía sí que estaba dura porque se empalma por los besos con una facilidad pasmosa. Quise estar en igualdad de condiciones, así que dirigí mi mano a su entrepierna y se la toqué al fin. La rocé con la palma y me hice un hueco para rodearla con los dedos. Ángel tuvo que recolocarse, pero no se movió mucho. ¿Ocultaba algo? Pues no, porque al ir endureciéndose no resultó ser pequeña como me temía, pero tampoco era mucho mayor que la mía. ¿Tendría entonces el mismo complejo?

Comenzó a pellizcarme los pezones y poco después sus labios abandonaron los míos para dirigirse a mordisquearlos. Luego deslizó la lengua por mi pecho y recorrió todo mi cuello hasta juntarse con la mía de nuevo. Trató de bajar otra vez y creí que la dirigía directamente a mi polla, pero yo quería catar la suya. Le aparté, me agaché repitiendo sus movimientos sin detenerme demasiado en los pezones y coloqué mi cara delante de su rabo ya tieso. Estaba circuncidado como el mío, pero su capullo era algo más gordo. Lo lamí y Ángel gimió casi de manera exagerada. Dibujé círculos con la lengua sobre él y me engullí la polla sin mayor dilación. Se la estaba mamando apenas unos segundos cuando me apartó.

-Es que… -dijo con algo de vergüenza- No tengo mucho aguante y estaba a punto.

¿Eyaculación precoz? Bueno, eso no daba mucho juego, pero tampoco estaba yo como para hacer un drama por ello.

-Para esta noche si quieres me tomo una pastilla -volvió a hablar ahora más tranquilo-. Ahora no porque los efectos no son inmediatos.

Me pregunté por qué no se la había tomado antes si sabía que íbamos a su casa para tener sexo y concluí que al manchego le iba lo tradicional: una noche de sexo en la intimidad del dormitorio, y que en el sofá se limitaría a hacerme una mamada como en el coche. Pero yo, sin quererlo, le jodí los planes.

-Bueno, tú no te preocupes -quise animarle-. Yo tampoco es que aguante mucho, mucho… -también me lamente por ello en silencio.

Entonces me la chupó él a mí, jugó un poco con los dedos en mi culo, le hice lo mismo sin saber cómo se lo tomaría y me corrí sobre mi vientre un par de minutos después, tras lo cual le masturbé para que eyaculara él. No tardó mucho tal como había predicho. Nos quedamos quietos y en silencio cada uno con su corrida manchándole el abdomen y la zona púbica. En ese instante pensé que la tarde iba a ser realmente larga y aburrida, planteándome incluso volverme a Madrid.

-¿Quieres que vaya a por el portátil para ver una peli?

-¿Y si vamos a dar un paseo? -propuse sin llegar a creérmelo, pues el deporte me da alergia y sólo lo practico por pura necesidad y miedo a engordar. Y yo, que ante un gin-tonic no me plantearía moverme de una silla casi ni para ir al aseo estaba proponiendo dar una vuelta por el campo manchego. Así pasamos la tarde, y al menos Ángel me hablaba de lo que íbamos viendo por aquellos parajes. Aprovechamos también para tomarnos unas cañas y cenar algo. Con todo, se nos hicieron casi las diez de la noche.

-Si lo sé me traigo la pastilla -dijo cuando le dio el último sorbo a la cerveza.

-¿Tarda mucho en hacer efecto? -pregunté por mera curiosidad, no por sentirme ansioso de llevarme su polla a la boca pese a los efectos del alcohol.

Nada más llegar a su casa se la tomó, nos pusimos una copa y me contaba los efectos del sucedáneo de viagra así como las contraindicaciones por mezclarlos con alcohol.

-No es para que se me ponga dura -aclaró-, pero se supone que retrasa la eyaculación. Y tampoco te creas que vaya a durar media hora. Si acaso un par de minutos más.

-¿Sólo? -pregunté extrañado tras haberme planteado en silencio probarla yo también.

-Sí, pero lo bueno es que aunque me corra, no se me quitan las ganas de seguir y luego ya duro más. Aunque tampoco hemos hablado de lo que te va a ti o me va a mí.

Me quedé callado pensando si se refería al tema de la penetración.

-Me refiero a si te gusta que te follen o prefieres hacerlo tú -matizó.

-Yo me adapto. ¿A ti qué te mola?

-La verdad es que me gustan ambas cosas.

-Pues lo vamos viendo -traté de zanjar y Ángel miró el reloj.

-Deberíamos esperar un poco más, pero si quieres nos metemos ya en la cama.

Su proposición no dejaba de ser graciosa, pues el colchón estaba justo a nuestro lado. Se levantó, colocó las sábanas y puso una manta por encima. Aproveché para desnudarme, puesto que él ya lo había hecho nada más entrar al salón con los dos vasos en la mano. Ya tumbados, nos besamos y acariciamos. Sentí su polla dura rozarse con la mía. Esta vez no se deslizó para chupármela, por lo que imaginé que esperaba que lo hiciera yo.

-¿Crees que ya? -le pregunté antes.

Me confirmó con un movimiento de cabeza, se colocó boca arriba y deslicé mi lengua por su pecho hasta encontrarme con su rabo. Le escuché gemir con ganas cuando rocé el glande, que sentí duro y ardiente. No me detuve en él porque prefería aprovechar esa coyuntura para chuparla entera ya que antes no había podido. La fui tragando hasta dejarla en su totalidad en mi interior, lo cual agudizó uno de sus sollozos. Me la saqué y retomé los movimientos de succión intercalándolos con lamidas por el tronco o en los huevos, que también me tragué durante unos segundos. Me pidió que me detuviera un momento, como si ese lapso le hiciera recargar las pilas, aprovechando para sondearle el ano tras levantarle un poco la pelvis. Le introduje un dedo y Ángel se estremeció. Tras clavarle un par hasta donde daban de sí me centré de nuevo en la polla y ya sí que me avisó de que iba a correrse. Sin apartarme vi cómo los trallazos de leche brotaban hacia su vientre al tiempo que él se retorcía con unos escandalosos gemidos. Una vez se calmó, volví a ponerme junto a él y nos besamos.

Yo arqueé mi cuerpo para frotarme contra el suyo sin que los labios se separaran. Entendió que quería correrme gracias al roce. Cuando lo hice comprobé que no había mentido, pues su polla estaba activa de nuevo. Casi que me arrepentí por haber acabado yo, ya que en ese momento no me apeteció seguir haciendo nada. Me limpié un poco y salí a fumar. En el gélido patio me le imaginé desnudo esperando. Una escena que hizo que me encendiera. Al volver seguía en la cama con la polla tiesa.

-¿No se baja? -pregunté pícaro.

Y con picardía me acerqué hasta él, me deslicé por el colchón y me la volvía a llevar a la boca. Me quité la ropa y me senté encima de él notando su rabo en la entrada de mi culo. Moví el cuerpo para que rozaran al tiempo que nos mirábamos con lascivia. Ángel levantaba la pelvis para provocar una mayor fricción.

-¿Me la quieres meter?

Asintió y me ayudé de la mano para conseguirlo. Aunque el capullo fuese gordo no me dolió demasiado, si bien le costaba entrar. Con todo, una vez dentro sí que me resentí algo, pero él estaba ya sumamente agitado y concentrado en las embestidas tal como avisaban unos desmesurados gemidos. Gracias a uno de los movimientos su polla se salió, así que lo aproveché para detener la follada. Le masturbé con ganas mientras deslicé mi cuerpo por su pecho hasta que mi rabo quedó frente a su rostro. Me la chupó, empujó con fuerza y me dejé llevar acabando por estar fallándole la boca, aunque sin mucha rudeza. Me apartó la mano de su polla y luego colocó las suyas en mis nalgas para empujarme con mayor vigor. Parecía que aquello le gustaba tanto o más que a mí. Tras un tiempo nos detuvimos, cogió aire y volvimos a besarnos. Hicimos un sesenta y nueve, me pidió que le follara y tras varias posturas acabamos corriéndonos.

La jornada no dio más de sí, por lo que ambos cedimos al sueño. Al despertarme vi que no estaba. Le llamé por el pasillo y al no obtener respuesta me vestí para salirme al patio y fumar. Al poco volvió con un termo de café y unos bollos. Se lo agradecí, me besó y follamos otra vez. Conduje hacia Madrid con sentimientos enfrentados: la experiencia no había estado mal del todo, pero Ángel no me gustaba demasiado. La conclusión que extraje fue que me dejé llevar por el tiempo que había estado aislado y sin sexo y que cualquier encuentro era mejor que nada. Se lo conté al psicólogo y a mi mejor amiga. El primero no recuerdo qué dijo, pero sí las palabras de Marta: «No te conformes y empieza a creerte de una vez que tú sí puedes elegir porque eres guapo, listo y simpático». Claro que ella se olvidó de mis taras, mis complejos y demás paranoias. El caso es que la historia con Ángel se quedó ahí porque se ve que a él tampoco le había llenado yo. Pasaron unos meses de sequía hasta que volví a sentirme preparado para abrir aplicaciones sin que una propuesta de quedar despertara reacciones químicas en mi organismo que desembocaban en una exasperante ansiedad.

En junio volví a quedar con un tío con el que apenas había hablado y del que sólo vi una foto en la que aparecía de lejos. No sé por qué, pero me gustó algo de ese factor sorpresa. Y funcionó, porque cuando le vi junto a la zona de las terrazas de un centro comercial no me lo podía creer. Vale que luego no fue para tanto, pero en un primer momento me encandilé por su pelo rubio y largo, sus ojos claros y su aspecto descuidado a tenor del pantalón corto que llevaba junto a unas chanclas de playa y una camiseta sin marca. Un aspecto muy masculino que acentuaba su voz, su sonrisa de matices de niño malo y sus gestos y manera de hablar. ¿Qué hacía ese tío ahí conmigo? Se debió de haber equivocado, porque además no entendí la primera frase que me dirigió:

-¿Estás muy diferente a las fotos, no?

Como digo no lo entendí, porque las imágenes que tenía en la aplicación eran muy recientes y desde todos los ángulos: con gafas de sol, con lentillas, con gafas de ver, en camisa, en bañador…

-Pues no sé… No… Lo único que puede ser diferente son las gafas -traté de aclarar.

-Y el pelo -insistió él.

-Igual me confundes con otro -dije sin pensar.

-Qué va, tío. A ver si te crees que voy quedando con varios al mismo tiempo.

La incógnita no se desveló.

-¿Nos tomamos algo ya que estamos?

Su invitación parecía dejar claro que yo no era lo que él esperaba por eso del «ya que estamos», pero bueno, nunca le digo que no a una caña. Sin embargo, al rato sentí cierta pena por no haber empezado con buen pie o porque no le gustara, puesto que la conversación con él (no recuerdo su nombre si es que alguna vez lo supe) fue bastante fluida y agradable. Hablamos de la aplicación, de sitios por los que salir, planes de fin de semana… Lo justo para acompañar una jarra de cerveza hasta que dijo que se iba. Rememoré las palabras de mi amiga y me convencí de que un tipo como ese podría ser a lo que ella se refería. En general, cuando yo quedo con un chico me planteo mentalmente si es una persona a la que me gustaría presentar a todos mis amigos o me agradase que viniera a buscarme a la puerta del trabajo. El Señor X se me antojaba el hombre perfecto entonces, imaginándome cómo se integraría en mi grupo de amistades hasta que mis reflexiones se nublaban cuando mis amigos murmurasen algo así como que no pegábamos.

Para mi sorpresa, este chico me envió un mensaje a los tres o cuatro días para proponerme ir de cañas con sus colegas. ¿En serio? ¿Unas cañas? ¿Con sus colegas? Di rienda suelta a mi imaginación para intentar dilucidar los motivos. La idea de que quisieran hacer una de esas gangbangs conmigo me rondó por la cabeza. ¿Estaría yo dispuesto a eso? No contesté, pero él insistió el mismo sábado por la mañana: «Dos colegas y yo vamos al centro; vente». Me pudo la curiosidad y acepté, porque además mataría dos pájaros de un tiro, pues esa quedada me serviría como terapia de choque siguiendo las recomendaciones de mi psicólogo para afrontar el problema de mi ansiedad social.

El punto de encuentro fue el Mercado de San Antón, un lugar demasiado concurrido para mi gusto. Me presentó a sus dos amigos de los que sólo recuerdo un nombre: Miguel, un tío alto y moreno con pinta de deportista sin ningún atractivo especial. El otro era más bajo y corpulento, de pelo rizado y unas modernas gafas. En definitiva, los tres muy diferentes, pero mi Señor X resultaba de largo el más atractivo. Tras pelearnos durante media hora para encontrar una mesa, por fin estuvimos los cuatro de manera más tranquila para poder conocernos y saber por fin a qué venía todo aquello. Me preguntaron por lo típico y una conversación llevó a la otra sin sacar nada en claro. Comimos y propusieron ir a tomar unas copas. Yo lo rechacé y me fui a casa con las dudas y la frustración acompañándome hasta que otro tío me sacó del ensimismamiento a través de un mensaje privado. Mi primer pensamiento del domingo fue el Señor X, su pelo largo y rubio y su sonrisa. Sin embargo, su capacidad de sorprender era lo que cobraba cada vez más relevancia, pues recibí noticias suyas: «¿Nos vamos al campo con las bicis?» Le contesté que no tenía, y que llevaba años sin montar. «Bueno, pues podemos hacer una ruta a pie». Y en menos de veinticuatro horas había traspasado dos de mis límites: tapear en el concurrido y agobiante centro de Madrid y hacer una ruta de senderismo. En el trayecto en su coche hablamos también de todo. Pese a mis nervios y dudas, me agradaba estar con él. Propuso una ruta de unos once kilómetros apoyándose en el hecho de que era llana e «íntima». Pude entender el primer calificativo, pero se me escapaban las connotaciones del segundo. Tardé siete kilómetros en descubrirlas:

-Nos podemos sentar ahí si quieres -propuso señalando un peñasco.

Le seguí, sacó una sudadera de la mochila, la extendió en el suelo y sentó sobre ella.

-Fíjate qué vistas, pero a nosotros no nos ve nadie -explicó como si aquel lugar fuese su escondite privado.

Me senté a su lado y contemplé el horizonte.

-Me encanta que me hagan una mamada mientras observo el paisaje -soltó sin más.

Así es, el Señor X era una caja de sorpresas y ya en ese punto no cabían dudas ni dobles intenciones: estaba todo clarísimo. No me molesté en saber si le molaría algo más, si me dejaría que le besara porque en ese momento me hubiese encantado hacerlo aunque fuese para poder decir al cabo de los años «una vez me lié con un tío guapísimo rubio de ojos claros». Pero no lo hice. Sólo me recliné para sobarle el paquete con intención de agacharme de costado y hacerle esa mamada. Vi que esbozó esa sonrisa que tanto me gustaba al tiempo que se bajó un poco el pantalón para sacarse la polla. La acompañaron los huevos, carentes de vello como toda la zona que rodeaba el rabo. Le gustaba depilarse. Agarré el rabo flácido con la mano y me lo metí en la boca. Me encanta hacerlo en ese estado y ver cómo se endurece dentro de mí. El Señor X guardaba silencio, pero se notaba que estaba amortiguando sus gemidos que apenas eran unos sutiles suspiros.

Cuando se endureció aparté la boca, cogí aire y volví a tragar. Quizá seducido por aquel atractivo maromo en general, me pareció que su polla sabía especialmente bien. El tamaño no era nada del otro mundo ni por longitud ni grosor, pero obviamente aquello no importaba. La lamí con ganas jugueteando con la lengua en el capullo y el tronco, lengüeteando los huevos para luego volver a metérmela en la boca. A veces la dejaba dentro unos segundos sintiendo cómo llenaba mis tragaderas y su dureza luchaba contra mis carrillos.

-¿Por qué no te pones delante? -me pidió.

Obedecí y me coloqué entre sus piernas para acceder a su rabo de frente. Desde esa perspectiva le vi duro y tieso apuntando al cielo. Él se apartó un poco más el pantalón quedando su culo al aire encima de la sudadera. Me hubiera encantado poder verlo. En realidad, deseé contemplar todo su cuerpo. Igual, al hacerlo, quedaría tan encandilado como lo estaba él con las vistas de la sierra de Madrid. Pero no, porque ni siquiera se subió la camiseta. Sólo podría ver su polla, que además era lo único que iba a ser capaz de rozar con mis labios. Conseguí que gimiera de forma más sonora en alguna ocasión. Quizá cuando me la tragaba entera o cuando lengüeteaba su capullo. A veces también recorría con calma todo su tronco. Él permanecía impasible dejándose hacer casi sin inmutarse. Al menos disfruté de la polla de aquel tío atractivo hasta que se corrió. Avisarme fueron las únicas palabras que escuché en un buen rato. Me aparté, se masturbó unos segundos y descargó su leche de costado sobre el árido suelo.

Como si tal cosa, como si hubiese formado parte del plan desde el principio, el Señor X se limpió, se subió el pantalón y se levantó para que nos marcháramos. De vuelta al coche propuso tomarnos una caña y la conversación fluía como antes de aquel suceso sin que nadie hiciera mención a ello. Me despedí de él con un apretón de manos sin quedar en nada en concreto. Durante esa semana tuve la incertidumbre de si volvería a proponer otro plan para el finde siguiente. No lo hizo. Supe de él unas dos o tres semanas después con un mensaje tan desconcertante como lo era él en general: «No se te ve el pelo». Es extraño que un tío con habilidades comunicativas en el cara a cara se tornase tan confuso vía WhatsApp. Al menos mi psicólogo y mi mejor amiga coincidieron esta vez conmigo en que el tipo era bastante extraño en su forma de comportarse. Creí que se había salido con la suya tras chupársela en mitad del campo, si bien extrañado de que tuviese que hacer todo aquel paripé, porque a un tío como él sólo le bastaba ir a Chueca y hacer un chasquido con los dedos para tener a varios hombres dispuestos a darle placer. Y aunque me pudo la curiosidad, no contesté a ese mensaje.

Sin embargo, mi aventura con el Señor X me sirvió para tener fe en mí mismo y ver que era posible acceder a tíos que me gustaran de verdad y no conformarme con el primero que mostrase algo de interés en mí. Sé que este razonamiento es sumamente patético, pero por cosas y pensamientos como este es por lo que acudo semanalmente a un terapeuta en vez de mariposear por Chueca creyéndome algo de verdad. Desde ese momento fui más selectivo a la hora de chatear con maromos que daban el primer paso, y con más iniciativa para ser yo quien escribiese. A veces no obtuve respuesta, lo cual me sirvió para empatizar aún más con los demás y molestarme al menos en devolver el saludo. Fue entonces cuando Alejandro apareció.

Álex era un chaval de 34 años del norte de Madrid. Ni feo ni guapo, ni gordo ni flaco. Pero era tremendamente gracioso, así que me enganchó desde el principio gracias a un audio de WhatsApp que se grabó y me hizo reír. Surgió la chispa y en la segunda charla me invitó a cenar para el día siguiente. Le saludé con un apretón de manos, pero él quiso darme dos besos. Me llevó directamente a un restaurante muy pijo que él ya conocía. Era mucho más formal de lo que a mí me gustaba. El desconocimiento y el agobio típico de los camareros de ese tipo de sitios me abrumaron. Un detalle tan simple como no saber ni ser capaz de preguntar qué íbamos a cenar me crearon nervios y ansiedad. Por suerte pasaron rápido, pero se lo hice saber:

-Buff, es que en un momento te tenía a ti mirándome de arriba abajo, al camarero esperando cuando ni siquiera me había dado tiempo a ver la carta y preguntándome si era mucho, poco o qué.

-Nunca es mucho -dijo él-. A mí me encanta comer.

Y Álex confesó entonces algo que tendríamos en común: la pasión por la comida. Y eso sería peligroso si hubiese más citas teniendo entonces que doblar el tiempo de ejercicio diario para no recuperar todo el peso que había logrado perder. La cena fue copiosa, con un postre para cada uno incluido. Él la celebró mucho, pero a mí me pareció que la calidad estaba en la media. Un maldito dolor se apoderó de mi cabeza sitiando mi capacidad de conversar y bromear. Porque además me bloqueo al verme incapaz de hacerlo, así que la frustración es doble. Tocamos varios temas, pero cuando por fin contaba yo algo de mi vida Álex no le daba demasiada importancia y se centraba de nuevo en él. Deduje también que era el típico listillo que sabe de todo. Sí, es ingeniero, fue fichado por un cazatalentos y tiene un puesto de responsabilidad en una multinacional, pero no son motivos suficientes como para creerte superior al resto. Tras la cena caminamos hasta el punto de encuentro y allí surgió mi tema favorito: los coches. En ese instante podría haberle perdonado todo porque a Álex le encantaba comer y le encantaba el mundo del automóvil. Sólo le faltaba fumar como yo para ser perfecto. Mi entusiasmo duró poco porque trató el tema desde esa perspectiva de querer quedar por encima llevándola a su terreno hasta convertirla en una suerte de conferencia para demostrar sus conocimientos que en una charla entre colegas. Nos despedimos con dos besos y él habló por última vez:

-Mándame un mensaje cuando llegues a casa para saber que estás bien.

Eso me dio pie a pensar que podría haber más citas, pero durante el trayecto concluí que no resultaba el compañero ideal. Sí que podría encajar con algunos de mis amigos, y también era una persona que físicamente me atraía lo suficiente como para que no me importara que viniese a buscarme al curro y mis alumnos se enterasen de que era algo así como mi pareja. Pensé en Ángel y aquello de los nervios de una primera cita, pero su personalidad no me pareció fruto de un estado pasajero de inquietud por tener una cita con un desconocido. No obstante, le escribí al llegar, me contestó y nos dimos las buenas noches. A la mañana siguiente me saludó con un simple «buenos días» que le devolví un rato después. Ya por la noche volvió a hablar y dijo de repetir. Sin embargo, su apretada agenda y una ajetreada vida social con amigos y familia posponían el encuentro hasta la semana siguiente. ¿Era esa la mejor forma de empezar una relación? Vale que habíamos hablado que no nos iba eso del sexo en la primera cita o un «aquí te pillo», pero vernos una vez a la semana no era lo ideal. Le dije que me avisara porque yo no hacía planes a largo plazo y él lo aceptó. Yo seguí con mi vida y las aplicaciones con el objetivo de seguir buscando.

-¿Cenamos esta noche? -dijo al cabo de unos días.

El buen tiempo, acabar temprano de trabajar y la etapa que yo atravesaba de querer salir para conocer gente y lugares me llevaron a aceptar. Como me tocaba invitar a mí le propuse una terracita mucho más informal, pero donde yo sabía que estaba todo muy rico. Luego resultó que para él no lo fue tanto. Porque sí, su personalidad estaba ya más que clara. Al menos durante unos minutos dejó de hablar de él para centrarse en lo nuestro:

-¿Qué esperas de esto? -me preguntó.

Contesté aludiendo a sus muchos compromisos excusándome en que aunque no me importaba ampliar mi círculo de amistades, para una relación de pareja esperaba más que vernos una vez a la semana. Él coincidió conmigo, pero antes quería estar seguro de que había conexión:

-Creo que contigo sí que puede haberla -reconoció.

A mí se me planteaban dos opciones: aplicar los consejos del psicólogo siendo sincero o decir algo para quedar bien. Al final fue una especie de mezcla de ambas que desembocó en una tercera cita. Esta vez el domingo de esa semana por la tarde en casa de Álex. El plan en principio no era más que ver una peli acurrucados en el sofá, cocinar algo y cenar. Aunque llegué sobre las cinco me ofreció una copa de vino. Aunque me gusta, por la hora hubiese preferido un café o un gin-tonic. Sin embargo, a él le sirvió de excusa para darme una charla sobre enología que me aburrió. Traté de cortarle con la idea de que buscase en Netflix la película Entre Copas, que me sonaba iba sobre ese mundo del vino. Le atrajo y nos sentamos en el sofá uno junto al otro para verla. Al rato me preguntó que si me importaba que se tumbase apoyando la cabeza en mi muslo. Se lo permití, y aunque estoy convencido de que a él esa postura le resultaba de lo más enternecedora, a mí un calambre me recorrió la entrepierna por la cercanía. No estaba seguro de que mi pantalón corto un tanto ajustado pudiera ocultar mi erección. Me tranquilizaba que desde su posición él no podría verlo.

Acabó la película y agradecí que su piso contase con una terraza para poder salir a fumar. Álex me acompañó y allí propuso que hiciésemos una tarta. Me gusta cocinar, pero temí que yo me limitara a mirar o a seguir sus órdenes. Me sorprendí cuando me pidió que le enseñase yo a hacer alguna. Mi favorita es la de zanahoria, y en realidad de las pocas que sé hacer. Yo ya sabía que a él no le entusiasmaba porque rechazó un trozo que le ofrecí en nuestra primera cena, pero me dijo que le daría una oportunidad. Pero como no tenía todos los ingredientes para el frosting de queso, la tarta se quedó en un simple bizcocho. En la cocina hacía bastante más calor, así que ante la idea de sudar, Álex me preguntó si me importaba que se quitara la camiseta. Observé su torso blanquecino que contrastaba con mi moreno tono de piel. Comentó que no le gustaba nada tomar el sol. El deporte, como a mí, tampoco, pero su genética había sido más benévola con él que conmigo. Se veía que tenía una morfología delgada, aunque un poco de barriga. Carecía también de vello salvo unos cuantos pelos en el centro del pecho y el típico hilillo por debajo del ombligo. Después de meter el bizcocho en el horno me quedé frente a él contemplando la masa cruda. Álex se colocó detrás de mí, me abrazó pasando sus brazos hacia mi pecho y me dio un beso en la mejilla.

Quizá con otra persona me hubiese agradado más todo aquello, pero en general me parecía demasiado pasteleo incluso para mí. Giré el cuello para sonreírle y ver si aquel tierno beso llevaba a algo más porque nuestros labios quedarían muy cerca. Nos miramos y él no dio ningún otro paso. Yo le di un pico pero me detuve porque tuve la sensación de que no me correspondería a un beso algo más pasional. Pensé en el Señor X y en que había conseguido lo que se proponía. También en las palabras de mi amiga Marta con «No te conformes y haz lo que te apetezca». ¿Qué podía perder? Por tanto, volví a intentarlo y esta vez metí lengua. Me correspondió con timidez y paró a decirme que le gustaba cómo besaba. Yo quería seguir. Seguir con los labios y otras partes de nuestros cuerpos. Del suyo. Con decisión le sobé el paquete por encima de su bañador sin que nuestros labios se separaran. Álex fue el primero en apartarse. Temí lo que fuera a decir, pero sólo sonrió. Si tuviera que destacar algo de él sin duda sería el buen rollo que desprendía su sonrisa y que le otorgaba un aire muy juvenil a su rostro. Una evocación desacertada para lo que mi sucia mente tenía entre manos. Quería hacerlo, me costó decidirme dar el paso, y finalmente determiné que no me quedaría con las ganas.

Sin movernos me arrodillé frente a él y le bajé el bañador. Álex no se lo esperaba. Hizo un comentario que no recuerdo, pero no me impidió seguir. Su rabo colgaba flácido resultando tan apetecible como el bizcocho que suflaba en el horno. La polla se endurecía dentro de mi boca estimulada por la lengua y mis labios. Degusté cada milímetro del glande y todo el contorno de su tronco. Álex se dejó llevar por fin y me acarició el pelo como muestra de que le agradaba. Gozaba de un buen tamaño por lo largo, lo cual me daba mucho juego para trastearla con la mano y la boca al mismo tiempo. Le masturbaba manteniendo la punta en mis labios o la lengüeteaba provocándole un cosquilleo que le hacía jadear con más intensidad. Hubo un momento que me agarró de la cabeza y llegó a empujar la pelvis, pero noté que se contuvo. Fui yo entonces quién apretó sus nalgas para pegarle más a mí hasta que me faltó el aire.

-¿Qué quieres hacer? -pregunté cuando me incorporé, poco acostumbrado a ser yo quien llevase la iniciativa y pese a que me molaba comerme una polla como aquella.

-Métemela.

Se giró para apoyarse sobre la encimera abriendo las piernas para exponer su culo. Volví a arrodillarme para ensalivarlo, y al notar el olor neutro a gel de baño se lo lamí. Al principio se lo rocé con la lengua, pero luego quise introducirla abriéndole bien el ojete apartando las nalgas con mis manos. Ahora Álex sollozaba con mayor entusiasmo, si bien amortiguaba los gemidos por temor a asustar a los vecinos. Me levanté, dirigí mi polla a su esfínter y allí mismo se la clavé. Él comenzó a pajearse desde el principio al ritmo de mis embestidas. Ninguno habló y nos limitamos a disfrutar. Al rato le vi que abría un cajón sin moverse para sacar un trapo. Poco después su respiración se aceleró al compás de las sacudidas que se hacía sobre su polla. Entre espasmos se corrió sobre el paño de cocina que yo mismo usé para limpiarle la espalda cuando descargué sobre ella.

Al terminar no nos besamos ni dijimos nada. Miré el reloj para comprobar el tiempo del horno y aún le faltaban unos minutos. Álex se puso el bañador anunciando que iba en busca de las copas de vino. Me ofreció pero lo rechacé porque tenía que conducir. Puede que esperase una invitación a quedarme a dormir o simplemente alentarme de que aún quedaba tiempo hasta que me fuera porque cenaríamos o algo así. La verdad es que no tardé en marcharme de todos modos con la excusa del tráfico el domingo por la tarde.

Al día siguiente le deseé los buenos días. Me respondió con un emoticono de esos que sonríen y ahí acabó nuestra historia. No me arrepentí de nada, así que en el fondo fue algo positivo porque conseguí lo que me había apetecido sin quedarme con ganas de nada más. Descubrí que cada tío es completamente diferente y obviamente despiertan en mí cosas distintas, así que debía actuar en consecuencia dependiendo del «quién» y del momento. Puede que en el fondo fuese una falsa y efímera sensación de seguridad en mí mismo, así que tendría que aprovecharla mientras durase. Y vaya si estaba dispuesto a aprovecharlo, porque en la siguiente tarde de domingo tenía dos citas. No lo busqué, pero surgió así. Los dos chicos tenían en común la edad (36) y su origen: ambos eran colombianos. Con Mauro quedé para tomar un café. Al principio me pareció un poco paradete por teléfono, y eso fue lo que me llevó a quedar con Andrés para la hora de cenar, pues el primero no apuntaba maneras. No obstante, quise intentarlo. Corroboré su carácter retraído cuando se montó en mi coche y le costó encontrar el cinturón de seguridad. ¿En serio? ¡Si siempre están en el mismo sitio! Fueron los nervios, porque en cuanto nos bajamos y comenzamos a dar un paseo mi impresión sobre él cambió.

Tras contarme un poco sobre su vida y su situación de ilegal en España me preguntó directamente sobre mis anteriores parejas. Hay una opinión generalizada de no hablar de ex en la primera cita, pero me gustó su interés porque así nos conocíamos mejor. Y entonces ocurrió eso que pasa pocas veces y que tanta importancia le doy: la conversación fluyó como si fuésemos amigos de toda la vida. Intercambiamos temas serios con bromas metiéndonos el uno con el otro. El tiempo pasó deprisa y, aunque no me olvidé de mi segunda cita, dejaría al pobre Andrés plantado sin dar señales de vida. Ya me inventaría algo. Mauro y yo cenamos en una terraza donde me halagó con un par de piropos un poco cursis, pero que a uno le suben la moral: «qué ojos más bonitos y qué labios tan perfectos». El tiempo corría en nuestra contra porque él se tenía que volver en tren y para el último apenas faltaban quince minutos. Estábamos en el coche para acercarle a la estación cuando le propuse llevarle hasta la puerta de su casa. Busqué en el GPS del móvil y se acercó al teléfono para verlo porque no estaba seguro de la dirección exacta. Nuestras caras estaban muy cerca, y aunque no aparté la vista de la pantalla, percibí que él me miraba a los ojos. Creo que si se hubiesen cruzado nos habríamos besado.

Pero no ocurrió. Nos despedimos de manera precipitada porque me detuve en una parada de autobús. Nos dimos dos besos y me pidió que le escribiera cuando llegara a casa. Lo hice y nuestra conversación se alargó hasta bien entrada la madrugada. Al día siguiente vino a buscarme al trabajo. Le llevé a que conociera la Casa de Campo y algún que otro sitio de Madrid. Mauro me estaba encandilando más de lo que podría haber imaginado. Y eso que sin tener un físico espectacular me parecía bastante atractivo: muy moreno de piel, pelo oscuro y corto, así como un cuidado cuerpo fruto del deporte que decía practicar. Su rostro era más redondo que con facciones muy marcadas y tenía unos bonitos ojos oscuros que necesitaban unas poco favorecedoras gafas de ver. La tarde pasó rápido, volví a invitarle a cenar y nos despedimos en las mismas circunstancias. El ansiado beso se hacía de rogar. Él aparentemente también lo esperaba, pues por WhatsApp me dijo algo así como que le estaba pasando conmigo lo que no le había ocurrido con nadie. Era buena señal porque mis sentimientos hacia él se intensificaban también. Era mi último pensamiento antes de ceder al sueño y el primero al abrir los ojos.

Para nuestra desdicha el día siguiente no pudimos quedar porque iba de público a un programa de televisión. Era lo único que podía hacer para ganarse la vida sin papeles. Pero a la jornada siguiente a mí me habían dado el día libre porque tenía cita en el neurólogo, así que podrimos recuperar el tiempo perdido y quedar en cuanto saliera del médico. Me cabreé que fuese con retraso porque eso suponía posponer nuestro encuentro. Al montarse en el coche los dos besos dieron pie a uno solo en los labios. ¡Por fin! No fue un morreo fogoso, pero sí un comienzo. Con eso de que le gustaba el deporte y el ejercicio al aire libre fuimos al campo. Pensé en el sitio discreto donde había estado con el Señor X, pero sería incapaz de encontrarlo. Acabamos cerca de un pantano donde por fin nos besamos de manera más pasional entrando nuestras lenguas en juego. Aunque era un día laboral normal, nos topábamos con gente en bici o caminando, por lo que no era un sitio tan discreto como para saciar mis instintos más primarios, que era lo que los besos con Mauro habían despertado.

Un hotel iba a ser demasiado evidente, y además tendría que pagarlo yo porque Mauro no había sacado la cartera desde que nos conocimos. Se nos ocurrió ir en busca de unos bocadillos a una bar y comer por ahí en el campo. Me seguía rondando la idea de encontrar un sitio discreto. Encargamos en la barra un par de bocatas. Aproveché para ir al aseo y Mauro me siguió. Se metió conmigo en el cubículo del váter y sin avisarme de sus intenciones introdujo su mano por debajo de mi pantalón y me agarró la polla. Yo le imité y descubrí un rabo bastante gordo en un primer contacto. Nos masajeamos un poco conscientes de que no podíamos demorarnos mucho para no levantar sospechas. Al menos eso creí yo. Me aparté, le besé y salimos de nuevo. El cabrón me puso tan cachondo que la idea del hotel me rondó de nuevo por la cabeza. No supe qué hacer ni siquiera cuando estábamos ya en el coche. Un cartel junto al restaurante indicaba una ruta 4×4. Creí que por allí no habría runners ni bikers, por lo que se me antojó una buena opción salvo por el detalle de que mi deportivo no era lo más apropiado para transitar por un abrupto sendero. Conduje hasta donde creí que era el límite aprovechando una especie de claro con vistas a un barranco.

Me abalancé sobre él para besarle y mi mano se dirigió instintivamente a su paquete. Quería descubrir si su polla era tan gorda como se intuía. Le ayudé a bajarse el pantalón y la vi asomarse oscura y morcillona; tremendamente apetecible. La lamí con ansias disfrutando de su grosor. Ni Ángel, ni el Señor X, ni Álex la tenían así.

-Me gustaría follarte -me dijo.

-Eso no me va a entrar. Y menos aquí en el coche.

Aun así lo intentamos. El pequeño hueco de los asientos traseros era inservible, así que la única solución recaía en echar el asiento para atrás y reclinar el respaldo. Aun así, el espacio no era muy grande.

-Vamos fuera -propuso él.

-¿Y si nos ve alguien?

Finalmente yo me arrodillé en el asiento poniendo el culo hacia la puerta abierta. Él se colocó de pie e intentó clavármela. He de reconocer que me dolió y estuve a punto de pedirle que se detuviera. Apenas la había metido unos centímetros y ya casi no podía más.

-No entra -apreció.

Lo intentó un poco, me folló lo que pudo y lo dejamos. Al sacarla sentí un estremecedor vacío en mi cuerpo, pero no tardé en llenarlo metiéndome su rabo en la boca. Me giré y él permaneció donde estaba. Allí se la mamé hasta que se corrió dentro de mí. Llevado por la excitación del momento ni lo pensé y me fui tragando su rica leche hasta que Mauro se apartó porque no pudo más. Me olvidé de mi propia verga y nos pusimos a comer el bocadillo.

Pasamos la tarde visitando más sitios de un lado a otro. Al anochecer propuso que fuésemos a cenar. Yo estaba feliz. Cuando Mauro se tomó la primera Coca Cola me pidió permiso para tomarse otra.

-¿Por qué me preguntas? -comenté entre risas-. Ni que fueses un niño pequeño.

-A ver -contestó serio-, como no voy a pagar nada de esto lo menos que puedo hacer es preguntarte, ¿no?

Y ahí, justo en ese instante, me cambió el chip y se me cruzó el cable. ¿Se estaba aprovechando de mí? No quise creerlo, pero sí quise decir muchas cosas, como que cuando alguien propone ir a cenar es porque va a pagar. Hasta ese momento a mí no me importó costear nuestras salidas, pero es que había sido suya la idea de ir a un restaurante italiano. Creo que Mauro notó que algo me inquietaba. Salimos de cenar y propuso dar un paseo para bajar la pasta. Le dije que nos acercásemos a la parada de Metro para ver si le venía bien esa línea hacia su casa. Hasta entonces le había llevado yo, pero esa noche no me apetecía. No quise que se pensara que había encontrado en mí un tío que le pagaba todo, le hacía mamadas, se dejaba follar y le llevaba a casa. Sin acompañarme de vuelta al coche dijo que sí le venía bien esa parada y se marchó dándome dos besos. Algo se había quebrado, pero yo quería asegurarme de estar o no equivocado. Le escribí al llegar a casa y me contestó en seguida. Todo iba bien. Al segundo mensaje ya tardó más, lo cual no había ocurrido antes. Le pregunté qué hacía y me dijo que nada, que tenía el móvil cargando. Le di entonces las buenas noches.

Al día siguiente no fue él quien me saludó. Yo sí. Tenía que hacerlo. Contestó al rato, pero nada más. No hubo proposición de quedar. Ya por la tarde volví a enviarle un mensaje. Sólo me dijo que esa noche cenaba con su compañero de piso. Y esa noche insistí. «Voy a hablar con mi madre y luego te escribo». Esas fueron sus últimas palabras. Nunca supe nada más de él. ¿Qué conclusión sacar? Por un lado creí que en el fondo buscaba lo mismo que el Señor X: una mamada y poco más. Los dos tenían en común los rodeos que habían dado hasta conseguirla. Sin embargo, Mauro había jugado con sentimientos de por medio. Me había besado en los labios, me había dicho cosas bonitas… Y yo, yo me las creí. La otra opción es que de algún modo fuesen verdad, pero que querría sacar algo más a cambio. Y al notar que yo había cambiado desde la conversación del dinero vio que no podría exprimirme más. Se acabarían las cenas fuera y el servicio de taxi a la puerta de casa. Siempre me quedaré con la duda de cuál fue al final.

Casualidades de la vida o que el destino estaba de mi lado aquellos días, Andrés, el otro colombiano al que dejé plantado, volvió a escribirme. No desvelaré aquí qué excusa le puse para no quedar peor de lo que ya lo estoy haciendo, pero fue lo suficientemente convincente para que quisiera que nos viésemos. Sin embargo, comenzamos con mal pie, y no sólo por mí. Al verle descubrí que las fotos que tenía en Badoo no eran recientes. Había engordado o es que eran demasiado favorecedoras o retocadas. El físico en sí me da igual siempre y cuando la cara me atraiga, pero que haya gente que a estas alturas siga engañando… Nos sentamos en una terraza a tomar algo convencido de que de allí me iría para mi casa. Al sugerirlo, él no estaba dispuesto a dejarme ir, e insistió que subiésemos a su casa. Andrés vive con un anciano al que cuida y que el pobre no se entera de nada, pues se pasa el día en la cama. Por las tardes contrata a otro colombiano para que él pueda salir o descansar. Eso lo supe de camino al apartamento, pues finalmente accedí. Allí conocí al otro enfermero: un chaval de unos veinticinco años con gestos afeminados y tremendamente atractivo salvo por el pelo teñido de rubio que no le favorecía absolutamente nada. Está feo decirlo, pero le hubiese cambiado por Andrés. Su turno acababa de terminar, pero se sentó en el salón con nosotros. Me ilusioné de cierta manera: ¿propondrían algo así como un trío? No, sólo estaba haciendo tiempo porque había quedado. Yo tampoco tardé mucho en marcharme.

Al día siguiente volví a quedar con Andrés no sé muy bien por qué. Por la hora, subí directamente a su casa. Hablamos, cenamos y decidí irme sin que ocurriese nada.

-No te vayas -me pidió.

-Necesito un cigarro -dije sabedor ya de que era antitabaco.

-Pues baja y luego subes otra vez.

-No sé, me lo pensaré.

Llamé a mi amiga Marta desde el portal y me animó a subir y dejarme llevar. Le hice caso. Andrés me besó, me metió mano y comenzó a desnudarme. En aquel sofá me hizo una mamada difícil de olvidar porque además no se apartó hasta que me corrí en su boca. Me pareció demasiado porque apenas nos conocíamos, lo cual no resulta ser una incongruencia porque yo mismo lo había hecho, y además muy recientemente. Me adelanté porque Andrés no se lo tragó: se levantó para ir al baño y le escuché escupir. Yo rememoré ese momento en el que mi leche se escapaba en su boca haciéndome estremecer. Muy pocas veces me han hecho eso y lo disfruté sobremanera. No hicimos nada más y me marché. Quedamos para el fin de semana. Comimos en un restaurante con su hermano, que acababa de venir de Colombia, dimos un paseo y nos despedimos. Un día fui a su casa a cenar pero no ocurrió nada por la falta de intimidad. Planeamos un viaje a Zaragoza para el fin de semana siguiente con su hermano y una amiga suya. Andrés y yo nos alojamos en la misma habitación y allí echamos cuatro increíbles polvos. Disfruté de la fogosidad que dicen tener los latinos. Me la chupó, se la chupé, hicimos sesenta y nueves, nos corrimos con el simple roce de nuestras pollas mientras nos besábamos y me folló. Que la tuviera menos gorda que su compatriota facilitó el asunto. Sin darme cuenta estaba metido en una relación con Andrés.

Sin embargo él parecía querer algo más. Tardó apenas un par de semanas en decirme las palabras mágicas que tanto asustan. A mí simplemente me gustaba lo que teníamos: quedábamos en su casa pese a su hermano, nos íbamos al dormitorio, follábamos, dormíamos y al día siguiente madrugaba para irme a trabajar. Planeamos otro viaje los dos solos y reconozco que lo que más me apetecía no era estar visitando iglesias y museos sino estar en la habitación del hotel. Con Andrés el sexo era muy fácil: me complacía, me hacía sentir cómodo, yo le trataba como mejor sabía y experimentábamos.

-Me gustaría que me mearas encima -me propuso desde la cama.

-Joder, Andrés, vaya guarrada -le dije con la boca pequeña, pues una parte de mí se excitaba al pensarlo-. Además no sé si podría, si me saldría la meada.

-Vamos a la bañera y lo intentamos.

Volví a equivocarme, puesto que no fue difícil. Le recuerdo esparciéndose la orina mientras giraba la cabeza de un lado al otro. Igual me hubiese puesto a mil que se tragara algo. Le empapé la cara y el pecho y cuando acabé me incliné para que la chupara. De nuevo no paró pese a la incómoda postura de ambos hasta que me corrí. Y esta vez no escupió. Aquella escena se me antoja como una de las más tórridas de mi vida, y eso que el tío no era de los más atractivos con los que me he topado. Es más, me hubiese encantado hacerles lo mismo al Señor X y al otro colombiano.

Pero aquello tenía otra contrapartida. Y es que a partir de ese momento yo querría más. Esa misma tarde en un bar de la plaza de aquella ciudad pudo surgir la oportunidad.

-El camarero te ha puesto ojitos -me dijo cuando nos trajeron la primera caña.

-Anda ya -dije con falsa humildad, porque aunque en realidad no me había percatado porque soy muy mojigato, algo dentro de mí se encendió ante la idea de gustarle a un tío de esa manera.

Me fijé pues en el susodicho: un chaval de treinta y pocos, no muy alto, algo rellenito, con tatuajes en los brazos y una cara que tenía su punto. Andrés siguió con el tema y yo aproveché para sacar algo de información entre bromas:

-¿Te imaginas que quiere un trío?

-¿Serías capaz de hacerlo? -preguntó serio.

-Si tú estuvieses de acuerdo…

-Es que a mí ni se me ocurre -se estaba enfadando.

-Sería sexo sin más -dije sonriendo-. Y además, es hablar por hablar. Yo creo que te lo has inventado para ver cómo reaccionaría yo.

-Pide otra caña y lo vemos -me retó-. Yo iré al baño.

Parecía que lo decía en serio, pero es que en realidad yo no sabía mandar señales para descubrir si era cierto. Levanté la mano y el muchacho se acercó.

-Dígame, joven. ¿Otras dos? -al menos quiso hacerse el simpático con eso de joven…

-No, sólo una, que mi amigo es muy lento bebiendo.

-¿Algún aperitivo en particular?

-Lo que tú veas.

Y se marchó sin que pudiese sacar alguna conclusión.

-¿Y bien? -preguntó Andrés al volver.

-Imaginaciones tuyas -quise zanjar.

-Eso es porque se habrá pensado que somos pareja. Pero te ha puesto ojitos y punto.

-No sigas, Andrés, que ya te he dicho que no. No entiendo a qué viene ponerte celoso.

-Me has dicho que te gustaría hacer un trío.

-Has empezado tú con el temita.

-Y mira lo que he descubierto. ¿O sea que me serías infiel?

-Ay Andrés, de verdad, no sigas por ahí.

-No, es que ahora sí que quiero saberlo. ¿Me lo dirías o lo ocultarías?

-Pues te lo diría.

-O sea que sí lo harías -se estaba poniendo muy pesado.

-Pues mira, no lo sé. Si surge y el tío me gusta igual sí. Buscarlo desde luego no, pero…

Me detuve porque me traían la cerveza.

-Bueno, si fuese sólo sexo y luego volvieras a mi lado -dijo ya más relajado, pero yo no daba crédito a sus palabras.

-¿Hablas en serio? ¿Aceptarías eso y no quieres un trío?

-Al tío le gustas tú, no yo.

-Si tan seguro estás dile algo -le provoqué.

-Con la siguiente caña lo haces tú. Yo me iré a llamar por teléfono.

El alcohol y la provocación de Andrés prácticamente me habían convencido y estaba dispuesto a ligar con el camarero. Volví a llamarle y le pedí las dos cañas y una carta para picar algo. La cogió de otra mesa y me la entregó rápido.

-Os puedo recomendar yo algo cuando vuelva tu amigo.

-Está hablando con el novio -me inventé sin pensar-, así que irá para largo.

Él me sonrió y se marchó sin decir nada más. Pese a que mi mentira me pareció genial y súper apropiada, no funcionó. Sin embargo, el camarero no tardó en venir con una sola cerveza:

-A esta invita la casa. Luego cuando vuelva tu amigo te traigo las otras dos que has pedido.

-Oh, muchas gracias.

-¿De dónde sois?

¡Comenzó a darme conversación!

-De Madrid.

-Allí voy yo la semana que viene a un concierto.

-Qué bien, ¿de quién?

-Uno de OT, que a mi chica le gustan esas cosas.

¡Ohhhh! «Su chica», el radar de Andrés había fallado.

-Vosotros sois gais, ¿no? -continuó-. Yo es que soy bi, así que si quieres cuando salga me paso por tu hotel. ¿En cuál estáis?

-Comparto habitación con él -señalé hacia la plaza donde Andrés hablaba por teléfono.

-Que se quede tomando una copa -insistió.

-O podemos montárnoslo los tres -sugerí con intención de acabar con todo aquello.

-Es que tu amigo no me pone nada.

-Pues tendremos que dejarlo para otra ocasión -quise zanjar el tema.

El camarero se fue, Andrés se sentó y yo sonreí interiormente. No había trío, pero mi moral estaba por las nubes. Me preguntó por lo ocurrido y me limité a decirle que el tío no era gay. Al final decidimos no cenar allí, así que aproveché que iba al aseo para pedir la cuenta. Al pagar en la barra el camarero me apuntó su número por detrás del ticket.

-Escríbeme si cambias de opinión.

Cenamos con vino, me tomé un gin-tonic en el restaurante, luego dos en un pub porque Andrés insistió ya que yo quería irme al hotel. Entonces, y como cabía esperar, se me calentó el pico y escribí al camarero: «No le voy a pedir a mi colega que se vaya, pero si quieres con los dos por nosotros no hay problema». Sí, estaba haciendo planes a espaldas de Andrés. Si el otro accedía no sabía cómo iba a acabar todo aquello.

-Te he mentido -confesé-. El camarero sí que quería hacer un trío.

No le pilló muy por sorpresa.

-¿Qué le has dicho?

-Le he dado mi número de teléfono -mentí-. Si al final puede me escribirá.

-Bueno, Ángel, si eso es lo que quieres -le dio un sorbo al ron con resignación.

Me sentí un poco mal. El camarero no contestó, aunque sí que había leído el WhatsApp. Me acabé la copa y propuse que nos fuéramos. No sé si por venganza o qué, Andrés se pidió otra.

-Vete tú si quieres. A mí me apetece quedarme.

-Vale, veo que te has enfadado. ¿No crees que lo mejor es hablarlo?

-No es cabreo. Simplemente es que quiero quedarme un rato más.

-Me salgo a fumar.

Visiblemente achispado al salir tan rápido sentí un poco de mareo. Me senté en unas escaleras que había frente al pub y me encendí un cigarro con la esperanza de que se me pasara rápido. Miré el móvil y Andrés estaba «en línea». Le escribí: «Me he mareado un poco, así que igual tardo en entrar». Lo leyó pero no respondió. Creí que saldría en mi busca. Mi teléfono sonó. El camarero estaba ya preparado para reunirse con nosotros en el hotel. Hice tiempo para que Andrés saliera, pero no lo hacía. «Dime algo, que estoy solo en el bar esperando», escribió el camarero. Me levanté y me asomé a la plaza. Al otro lado estaba su bar. Me tentó la idea de ir y desaparecer. Iba my borracho y sin darme cuenta ya estaba caminando como podía hacia allí. Se extrañó al verme al otro lado de la verja.

-¿Qué haces aquí?

-Estábamos tomando una copa por ahí -señalé con el brazo.

-Vaya, cómo vas. ¿Quieres un café o algo?

-No, gracias. Estoy bien.

-¿Seguro?

-Sí. ¿Qué quieres hacer? Mi amigo se ha cabreado y no me contesta.

-Bueno, estamos aquí los dos solos. ¿Qué te gusta?

-Todo; soy versátil. Dime tú.

-¿Cómo andas de polla? -llevó su mano a mi paquete-. Dejaría que me follaras.

-La tengo pequeña.

-Una lástima, pero no me importa. ¿Crees que podrás?

-¡Claro! No voy tan borracho.

Me cogió de la mano y me llevó a un cuarto que les debía servir de vestuario. Me dejó caer sobre una silla con brazos y me bajó los pantalones. Se agachó y me la chupó un poco para activarla.

-Me va a entrar bien.

Se desvistió, se puso de espaldas a mí y me enseñó el culo.

-¿Te gusta mi culito? ¿Quieres fallártelo?

Sin esperar mi respuesta se dejó caer dirigiéndome el rabo con la mano hasta acercarlo a su agujero. Le escuché gemir mientras le iba taladrando el ojete. Mi cabeza daba vueltas, pero era capaz de sentir un atisbo de placer. Él estaba bastante más estimulado. Había llevado una de mis manos para que le pellizcara un pezón y la otra para que le hiciera una paja. Cabalgaba sobre mí jadeando de puro placer. Yo me recuerdo gemir como pocas veces, puede que porque nunca había tenido sexo estando tan borracho. Quizá sentí un poco de vergüenza, pero al tipo ni le importaba. Bastante tenía con preocuparse de que mi follada le gustara y que la fuerza de mi brazo no decayera mientras le pajeaba. Sólo me apartaba la mano para llevársela a la boca y ensalivarla. Después, él mismo volvía a dirigirla a su polla. La siguiente vez que la quitó fue para masturbarse él. Lo hizo con energía anunciando que iba a correrse. Un agudo gemido fue la única señal que percibí. Poco después se levantó dejándome a medias excusándose en que no quería que su culo se resintiera. Era mentira, pero me dio igual.

Al salir del bar escuché una oleada de sonidos de mensajes. Imaginé que allí dentro no tenía cobertura. Los leí mientras caminaba por la plaza tras haberme despedido del tabernero. Recibí también los mensajes de seis llamadas perdidas de Andrés. Escribí anunciándole que ya iba para el hotel. Su rostro era una mezcla de enfado y preocupación.

-Te dije que estaba mareado -tuve que ir improvisando-. Creo que estaba muy borracho. Necesito una ducha.

-¿Pero dónde has estado?

-Me fui a vomitar por ahí, que en la puerta del pub me daba vergüenza. Creí que saldrías.

-No porque no quería que te salieses con la tuya. Te dije que quería otra copa y me la tomé.

-Pues muy bien.

Me desvestí y tuve la suficiente lucidez como para ir rápido al baño para que Andrés no me oliese o algo por el estilo. Abrí el grifo y me metí en la misma bañera donde horas antes había tenido una experiencia sexual de lo más morbosa. No sé cuánto tiempo estuve en el agua, pero al volver a la habitación él seguía despierto. Me tumbé, se me acercó a besarme y le correspondí poco. No tuve que decirle nada y desistió. Sí que follamos a la mañana siguiente. Sentí que iba a ser el último polvo, el de despedida. Conduje hasta Madrid, comimos en un restaurante cercano a su casa y tras ello me invitó a subir. Saludamos al hermano y nos metimos en su cuarto. Pensé que iba a haber bronca, pero sólo me decía cosas bonitas. Nos besamos y me metió mano, pero le dije que no me apetecía tener que desnudarme, ducharme e irme para casa. Quería salir antes de pillar atasco. Él no desistió: me ordenó que me quedara quieto sentado como estaba en una de las dos camas. Me puso una pila de almohadas en la espalda, colocó mis brazos para que me apoyara en ellos y se agachó. Me desabrochó la bragueta y me hizo una mamada hasta que me corrí dentro de él. Volvió a besarme y percibí un fuerte olor en su aliento. El de mi propia leche.

Nos despedimos y hablamos esa noche, pero el lunes mi visión sobre nuestra relación cambió. Fui un auténtico cabrón y Andrés no se lo merecía. Vale que fue demasiado rápido, que su escena de celos estuvo al principio fuera de lugar demostrando un carácter un tanto posesivo que acabaría agobiándome. Por eso era mejor cortar de raíz. Tardé dos días en llamarle. Me pidió que lo que le tuviese que decir fuese cara a cara. Fui entonces a su casa y rompí con él de la mejor manera que supe. Me despedí dándole un abrazo. Me sentí fatal.

Aquello me sirvió para calmarme un poco. Llegó el frío otoñal y con él las ganas de quedarse en casa y no salir. Hubo algún encuentro entre los que destacaría el del vasco pollón que conté en mi anterior relato hace sólo unos días. No he llamado a Marta ni he confirmado cita con el psicólogo para la semana que viene. He preferido escribir mi historia más reciente, lo cual quizá sea mi mejor terapia y poder así leerla de vez en cuando para darme cuenta de lo desequilibrado que estoy y con el tipo de tíos con los que merecidamente me toca toparme.