Lulú ogro despertar mi sexualidad, encender una llama en mi

Lulú era una muchacha delgada, muy morena y bonita que vivía con nosotros y nos ayudaba en la casa. A mi mamá le gustaba porque casi no hablaba, y sabía que ni en la tienda ni en la carnicería podrían sacarle una palabra de mi papá y de la noche que nos dejó.

A mí me encantaba porque platicaba conmigo. Después de la tarea iba a buscarla a la cocina. Algunas veces Lulú ya me estaba esperando; otras entraba del patio con una calabacita o dos en la mano, las lavaba, las dejaba escurriendo mientas me ordenaba que me sentara en una silla para cepillarme. Yo me preguntaba de dónde podría traer esas verduras si en el patio no había refri ni un frutero ni nada.

Lulú me deshacía la trenza, me cepillaba el cabello y me contaba de sus cosas, los muebles que iban a comprar ella y Beto, su novio; de los meses que faltaban para que él volviera de Estados Unidos; y alguna vez, cuando ya me tenía mucha confianza, me contó de la vez en que él vino a la casa a despedirse de ella.

Yo le pregunté de golpe si habían tenido relaciones sexuales. Lulú abrió sus ojos negros, sorpendida, y me dijo que no; que claro que no. Aunque se quedó pensando y con una sonrisa que no pudo ocultar me confesó que más o menos; que un poco, pero no tanto. Entonces quise saber, y ella se hizo la sorda. Nada más me contó de palabras; lo que Beto le dijo, lo que le prometió; que ella le juró guardarse para él. Y como vio que me había quedado en las mismas, me explicó que guardarse era justamente no tener relaciones con nadie hasta que él volviera.

Ya cayendo la noche, desde la ventana de mi cuarto vi que Lulú cruzaba el patio hasta la cocina, y luego la vi de regreso con el par de calabacitas que había lavado en la mano. Podrían no haber sido, estaba oscuro; pero ésa era una escena que ya era común para mí y no lo dudé. Mi mamá no había regresado de la oficina. Salvo nosotras, la casa estaba sola y yo aburrida. Bajé a ver qué podría estar haciendo Lulú.

Salí al patio a hurtadillas, sin encender una luz; y sin acercarme mucho, me asomé por la ventanita de su puerta de fierro. Adentro había una lámpara encendida y se veía a Lulú sentada sobre su cama, con la falda levantada, las piernas abiertas y sobándose con una calabacita encima de los calzones. Tenía los ojos cerrados, si no de seguro que me habría visto. Echó su cuerpo hacia atrás, cayendo acostada; y siguió sobándose haciendo círculos, como dibujando gatitos de caligrafía con ese lápiz gordo que empuñaba con fiereza.

Desde chica supe las sensaciones que podía sentir en mi vulva, y aunque me habían gustado siempre procuré reprimirlas. Nadie me dijo nunca, yo sola pensé que no podría estar bien; y hasta que ví a Lulú, volví a considerar tocarme. En realidad no me esperé ni un minuto. Sentía un calor que me recorría por dentro, un cosquilleo en toda la zona que hasta la misma ropa me provocaba sensaciones.

Me subí al lavadero que daba justamente a la puerta del cuarto. Me senté, metí mi mano en el short que traía puesto y empecé a frotarme con dos dedos sobre mi ropa interior. Lulú se bajó los calzones y se introdujo la punta de la calabacita. No podía creer lo que ella hacía. Quise acercarme más, su vagina parecía una flor de pétalos largos y oscuros. Tenía muy poco vello, igual que yo, que era cinco o seis años más chica; mi vagina era rosada y la de ella café, pero sus labios eran enormes y elásticos, como las alas de una mariposa. De repente sacaba la calabacita de su interior y volvía a frotarse con ella, restregaba los labios que se estiraban y luego volvían a su forma original.

Lulú manipulaba la calabacita con tanta intensidad que de repente estiraba las piernas tensando los músculos y luego las volvía a flexionar. En esos movimientos su cabeza se incorporaba un poco y preferí irme antes de que fuera a descubrirme.

Pero no atinaba a qué hacer. Quería seguirme tocando, pero necesitaba algo, mis dedos no bastaban; no después de ver a Lulú que con tal de guardarse para Beto se cogía sola con las verduras de la cocina mientras yo menseaba en mi cuarto, viendo la tele o haciendo la tarea.

No podía dejar de tocarme. Con una mano abrí el refri y revisé en el cajón de la verdura, pero no había nada interesante. Lo cerré y me asomé a un frutero donde sólo había naranjas y peras.

Repentinamente escuché que la puerta de la cocina se abrió y se encendió la luz. Era Lulú que todavía alcanzó a verme sacándome la mano del short. Sorpendidas, las dos, apenas cruzamos un saludo. Ella se dio la vuelta hacia el fregadero, abrió el grifo y se puso a lavar las calabacitas, como siempre.

Yo me quedé parada sin saber qué hacer. Quise pedirle una para terminar. Pensé preguntarle si eso le había hecho Beto cuando vino a despedirse. No hice nada. Me devolví a mi cuarto. Ya no pude seguir frotándome, había perdido el momento. Aunque en mi interior me sentía llena, colmada.

Me cambié los calzones. Ahora necesitaba sentirme seca, calientita, como esas veces que necesitas suspirar, aunque no sepas por qué o por quién. Por primera vez, desde que papá se fue, sentí vida dentro de las paredes de la casa. Y por primera vez, desde que nací, necesité sentir vida entre las paredes de mi cuerpo, contra mis labios rosados que no dejaron de pedirme las calabacitas que lavaba Lulú.