La mejor cura contra el insomnio, definitivamente

El sol comenzaba a salir cuando Oscar abría la puerta del garaje de su casa. Aquella semana volvía a tener turno de noche. Y en la parcela de al lado continuaban las malditas obras ¿Cuánto iban a durar?

Paró el motor y cerró la puerta. Tenía que llevar el coche al túnel de lavado, estaba hecho un asco. Cogió la chaqueta del asiento trasero y cerró el coche con el mando.

Lánguido, se encaminó hacia el piso de arriba por las escaleras, hasta llegar a la cocina. Su mujer preparaba el desayuno de las niñas.

— Buenos días.

— Buenos días, cariño — le contestó Elena, dándole un beso — ¿quieres comer algo antes de echarte a dormir?

— No, de verdad. Me voy directo a la cama, ya comeré algo cuando me levante.

A Oscar le hubiese gustado permanecer despierto hasta que sus hijas se levantasen, pero estaba rendido, no iba a ser capaz de aguantar. Le dio otro beso a Elena y se fue directo a la habitación. Se desnudó, se colocó el pijama y echó las cortinas y las persianas, para asegurarse de que no entraba ni un hilillo de luz. Luego se colocó los tapones de goma en los oídos y se durmió profundamente.

A eso de las nueve las excavadoras, los martillos neumáticos y la hormigonera se colaron en su habitación exigiendo que se despertara. Los trabajadores de la obra de la parcela de al lado habían comenzado a trabajar.

Pese a los tapones, Oscar era incapaz de seguir durmiendo, así que se fue a la cocina para prepararse algo.

Se sentó junto a un tazón de cereales y puso la tele, para tener un ruido de fondo más entretenido que el runrún de las máquinas. Se dijo a si mismo que sólo le quedaban unos días de turno de noche, que el domingo podría descansar y luego volvería a dormir como una persona normal. Pero sus pensamientos fueron interrumpidos por el timbre de la puerta.

Oscar, que no esperaba a nadie, fue a abrir y se encontró con que venía a visitarle uno de los trabajadores de la obra que no le dejaba dormir. Era un hombre de unos treinta años, medio calvo y en buena forma. Llevaba un mono sucio y una camiseta blanca, de manga corta, barba de unos días, guantes y un casco en la testa.

— Buenos días — dijo con una voz grave y profunda — lamento molestarle, pero se nos ha estropeado el lavabo de la obra y no soy capaz de aguantarme ¿sabe usted?

Lo que me faltaba, pensó Oscar. No sólo no me dejan dormir, sino que quieren venir a cagar a mi casa. A punto estuvo de mandarlo al cuerno cuando el hombre se quitó el casco y lo sujetó con las dos manos, como en las películas, cuando el pobre trabajador le quiere pedir algo al patrón y se quita la gorra y las estruja entre las manos, nervioso, porque sabe que su destino se encuentra en las manos del cabrón de su jefe.

— ¡Qué demonios! Pase usted, buen hombre, le indicaré donde está el cuarto de baño.

Aquel paleta tampoco tenía la culpa de que él hiciera turno de noche. Sólo era un currante, como él mismo, que tenía ganas de cagar y no tenía donde.

El trabajador entró entonces en casa, con el casco en la mano, dando las gracias a Oscar y apresurándose a entrar.

Aquel hombre estaba muy en forma, pensó Oscar. La ropa le quedaba ajustada y tenía unas formas musculosas desde la punta de las botas hasta la cabeza: hombros anchos, brazos de mármol y un culo prieto y pequeño ¿Por qué le había mirado el culo?

Oscar regresó con sus cereales y su televisión. Al rato, el hombre de la obra salió del lavabo y llegó hasta la cocina para darle las gracias a su anfitrión.

— Muchas gracias, amigo, me ha hecho usted un gran favor… — dijo ofreciéndole la mano —

— No se merecen — dijo Oscar estrechándosela y confiando en que se hubiese lavado las manos —

— Si puedo hacer algo por usted…

— Me gustaría que me dejaran dormir — dijo sin pensar — pero me imagino que eso no está en su mano…

El trabajador puso cara de circunstancias, a lo que Oscar se apresuró a explicar que tenía turno de noche esa semana. El rostro de aquel hombre se contorsionó en una mueca de pesar.

— No sabe cuánto lo siento…

— No pasa nada…

Compungido, el trabajador buscó mentalmente una forma de compensar al hombre que le había prestado auxilio en un momento de “necesidad”.

— He visto que el grifo de la bañera gotea, si quiere, puedo arreglárselo…

— No, no es necesario…

Oscar encontraba la situación un poco incomoda, así que, sin darse cuenta, evitaba mirar a los ojos a su invitado. Y fue sin darse cuenta que se fijó en el bulto de entre las piernas de aquel hombre ¿era posible que tuviese algo tan enorme ahí metido? Él paleta continuaba hablando y Oscar no le escuchaba. Su mente se dedicaba a repasar el aspecto general del musculoso individuo. Tenía unos pectorales exagerados y unos brazos de culturista ¿era extraño que tuviese el miembro en proporción al resto de su cuerpo?

— ¿Tiene usted herramientas? Seguramente es cosa de la zapatilla…

— ¿Por qué no se toma un café conmigo? Hágame compañía, eso es todo lo que puede hacer usted por mí…

— Muy bien, de acuerdo — dijo el paleta tomando asiento — me llamo Roberto ¿y usted?

— Oscar. No tardo nada en prepararle una taza.

Oscar se levantó de la silla y se colocó de espaladas para alcanzar la lata de café. Llenó el filtro y el depósito de agua de la cafetera exprés y la conectó.

— ¿Lo quiere solo o con leche?

Oscar se dio la vuelta. Roberto se encontraba en su silla, con las piernas muy separadas. Lo que ahora se notaba oculto bajo la ropa indicaba que, o bien tenía una erección, o una serpiente constrictora se había colado pernera arriba. El obrero se acariciaba por encima del mono de trabajo y miraba a Oscar con una sonrisa siniestra.

Oscar dejó la taza en el mármol de la cocina y se aproximó a su invitado. Acercó la mano hasta aquello que se revelaba inmenso en sus pantalones y lo sujetó, como quien agarra una longaniza de pueblo.

Oscar tuvo una breve conversación consigo mismo. “estás casado” se dijo “y te gustan las mujeres” “¿Qué crees que estás haciendo?” pero sólo fue capaz de contestarse “no tengo ni idea”.

Roberto se bajó la cremallera del mono del todo. Bajo la prenda llevaba unos vaqueros que se abrieron en cuanto el botón fue desabrochado. Los calzoncillos azules parecían más bien una tienda de campaña. Oscar quiso saber lo que había debajo y se encontró, al retirar la tela, con un miembro viril que, aun sin estar completamente erecto, hacía dos veces el suyo propio.

Roberto le sujetó la cabeza para empujársela hasta aquel monstruo. Oscar abrió la boca y engulló lo que se le ofrecía. El sabor a leche con cereales desapareció de su paladar. Ya no había otra cosa que el sabor a polla.

¿Qué estaba haciendo? Se volvió a decir. Allí, de rodillas en la cocina de su casa, donde desayunaban sus hijas y su mujer cocinaba, comiéndole la polla a un desconocido, como si ese tipo de cosas le gustaran. Su propio miembro, tieso como un poste, le discutía los principales argumentos de su disertación. De cualquier forma, con esos brazos, era irrelevante si le gustaba o no mamar aquel cilindro de carne ¿Qué podía hacer para evitarlo? Era una opción más sensata disfrutar de aquella suculenta polla, aunque tuviese que hacer algunas pausas para respirar. Era tan grande que apenas le cabía en la boca, de modo que tenía que dedicarse a lamer el glande rosadito y los testículos como pelotas de tenis.

En cierto momento, Roberto hizo que Oscar recuperase la verticalidad. Oscar sólo llevaba un pijama, era muy fácil de desnudar. En unos segundos el pijama estuvo a sus pies y, con él, sus calzoncillos. Aunque su miembro no era tan largo ni tan grueso como el de Roberto, tampoco era pequeño y, además, tras las atenciones orales que le había profesado Oscar a su nuevo amigo se encontraba duro como una roca y listo para ser mimado a conciencia.

Roberto quiso devolverle el favor y lo engulló por completo. A Oscar su esposa le hacía lo mismo algunas veces, pero esto era completamente diferente: el lugar, la persona, la hora de la mañana… todo era completamente diferente a los coitos en el dormitorio con su esposa.

Roberto le sujetaba el culo mientras daba cuenta de su polla como hambriento (buen desayuno aquel). Luego también se incorporó. Le besó en la boca (no fue un beso cariñoso ni casto, sino algo guarro y libidinoso, con mucha lengua y saliva) y le sujetó la polla (no iba a dejársela suelta). Entonces lo empujó contra el mármol de la cocina. No tuvo tampoco que empujarle mucho, Oscar colaboraba en todo. Él mismo se apoyó y bajó la cabeza, ofreciendo su culo al obrero de la construcción.

Roberto, meticuloso, ensalivó el ano de Oscar a conciencia. Éste tenía la cara entre el microondas y la tostadora, rodeado de miguitas de pan. Se le había quitado el sueño de golpe, ya casi ni oía el sonido de las máquinas de la obra y pensaba “tendría que darme una ducha” y luego se sorprendía a si mismo diciéndose “a lo mejor Roberto quiere dársela conmigo”.

Pero sus ensoñaciones se detuvieron al notar algo al rojo vivo invadiendo sus entrañas. Pero fue solo un momento. Todos los comienzos son difíciles pero, una vez se empieza, hay gente que parece haber nacido para ciertas cosas y Oscar parecía muy cómodo en aquella tesitura.

La polla de Roberto llenaba por completo su recto. No había espacio para nada más (bueno, si, para el goce de ambos). La sensación era muy placentera, aunque completamente nueva para él. ¡Se lo estaban follando! ¡A él! ¡Dándole por el culo!

Su cuerpo se bamboleaba con el ir y venir del miembro, entrando y saliendo de su culo. Su cabeza se acercaba peligrosamente al microondas a cada golpe de falo ¿y su polla? Su polla estaba caliente y tiesa como un poste. Ya se ocuparía de ella más tarde, pero desde luego, si fuese ella la que se pusiera a hablar, su discurso no desentonaría mucho con la sensación general, es decir, que todo era sensacional. Como queriendo asentir, colgaba oscilando de un lado a otro a cada empujón ¿Y su culo? Su culo nunca volvería ser el mismo, eso por descontado.

Roberto llegó al límite. La sacó del interior de su anfitrión como quien se convierte en rey al extraer una espada mágica de una roca, y luego le dio la vuelta y le indicó que se agachara (sin perder un segundo). En cuclillas, Oscar tenía la cara a la altura de aquel heroico miembro. El mismo que Roberto tenía entre sus manos y agitaba furiosamente.

Esto lo había visto Oscar en películas porno muchas veces: el numerito llega a su fin, la chica pone su cara en posición, y el actor porno eyacula en el rostro maquillado de una forma horrible de la joven estrella del cine para adultos. Esta vez, sin embargo, no se trataba de una película ni de una actriz mal maquillada, sino de su propia cara, que acabó mancillada de esperma como si fuese la de una puta cualquiera.

Oscar supuso que el tamaño inusual del miembro y las bolas de su amigo tenían que estar acompañados de una cantidad inusual de semen. Estaba en lo cierto. Parecía que una manguera le hubiese regado el rostro de leche caliente. No sabía muy bien qué hacer, la polución duró bastantes segundos. Abría la boca y se le inundaba, se le tapaban los ojos y los orificios de la nariz, se le quedaba el pelo enganchoso…

Roberto podía parecer un cavernícola, pero era un amante sensible y considerado. Después de eyacular (con abundantes consecuencias) se acordó que su amigo, al que acababa de sodomizar tan ricamente, todavía no había tenido un orgasmo, de modo que le permitió incorporarse a la vez que él se agachaba y le devolvió el favor, tragándose su polla de la misma forma que él se había tragado la suya (y otras cosas).

La polución de Oscar fue algo más modesta (¿Cuál no lo hubiese sido?) y Roberto no quiso tomarla en su cara. Por el contrario, la recibió en su boca. Y se la tragó toda.

Como si el semen hubiese aclarado su garganta, Roberto habló de nuevo.

— ¡Qué bueno ha sido!

— Si. — contestó Oscar mientras buscaba una servilleta para limpiarse la cara — Tengo que reconocerlo…

— No habías estado antes con un tío ¿verdad?

— Pues no… ¿Cómo lo sabes?

— Se te nota… también se te notaba que tenias muchas ganas.

Roberto se comenzó a vestir. Tenía que volver al trabajo de todas formas.

— Voy a trabajar aquí al lado por lo menos un mes — comenzó — si quieres, puedo venir algún día…

— Estoy casado — contestó Oscar, algo apenado — esto no debería volver a pasar…

— Yo no me quiero casar contigo — contestó el paleta recuperando su casco — si quieres vengo, sino no…

— Puedes venir — contestó Oscar — pero solo esta semana, que voy de noche… si vienes otro día no me encontrarás…

Roberto se despidió con un beso. Esta vez sí fue un beso casto y cariñoso. Oscar se quedó solo en la cocina, que ahora parecía extrañamente vacía. Aquel obrero de la construcción se había llevado consigo una parte de él. Una parte secreta que no sabía ni que existía y que no tenía nada que ver con aquella casa o con la vida que tenía allí con su mujer y sus dos hijas.

Demasiado cansado para reflexionar, se metió inmediatamente en la ducha, se relajó y regresó a la cama. Afuera, las máquinas hacían un ruido ensordecedor, nadie podría haber dormido con aquel horrible ruido. Sin embargo, Oscar cayó completamente rendido en un sueño profundo y reparador.