Gracias a su padre, tuve la oportunidad de follarme a su esposa y su hija. Que flor de putitas que son las dos

La ausencia de papeles amontonados sobre la mesa de mi despacho, engaña. Un observador poco avispado, podría suponer falta de trabajo, todo lo contrario, significa que 14 de horas de jornada han conseguido su objetivo, y que no tengo nada pendiente.

Contento, cierro la puerta de mi despacho y me dirijo hacia el ascensor. Son la 9 de la noche de un viernes, por lo que tengo todo el fin de semana por delante.

El edificio está vacío. Hace muchas horas que la actividad frenética había desaparecido, solo quedaban los guardias de seguridad y algún ejecutivo despistado. Como de costumbre, no me crucé con nadie y mi coche resaltaba en el aparcamiento. En todo el sótano, no había otro.

El sonido de la alarma al desconectarse, me dió la bienvenida. Siguiendo el ritual de siempre, abrí el maletero para guardar mi maletín, me quité la chaqueta del traje, para que no se arrugara y me metí en el coche.

El sonido del motor, la radio encendida, el aire acondicionado puesto, ya estaba listo para comerme la noche. Durante los últimos diez años, como si de un rito se tratara, se repetía todos los viernes: ducha, cenar con un amigo y cacería. Iríamos a una discoteca, nos emborracharíamos y si había suerte terminaría compartiendo mis sabanas con alguna solitaria, como yo.

Las luces de la calle, iluminan la noche. Los vehículos, con los que me cruzo, están repletos de jóvenes con ganas de juerga. Al parar en un semáforo, un golf antiguo totalmente tuneado quiso picarse conmigo. Sus ocupantes, que no pasaban los veinte, al ver a un encorbatado en un deportivo, debieron pensar en el desperdicio de caballos; una piltrafa conduciendo una bestia. No les hice caso, su juventud me hacía sentir viejo. Quizás en otro momento hubiere acelerado, pero no tenías ganas. Necesitaba urgentemente un whisky.

Las terrazas de la castellana, por la hora, seguían vacías. Compañía era lo que me hacía falta, por lo que decidí no parar y seguir hacia mi casa.

Mi apartamento, lejos de representar para mí, el descanso del guerrero, me resultaba una jaula de oro, de la que debía de huir lo más rápidamente posible, además había quedado con Fernando y con dos amigas suyas, por lo que tras un regaderazo rápido, salí con dirección al restaurante.

El portero de la entrada sonrió al verme. Me conocía, o mejor dicho conocía mis propinas y solícito, me abrió la puerta. Mi colega ya estaba esperándome en la mesa.

―Pedro, te presento a Lucía y a Patricia

Todo era perfecto. Las dos mujeres, si es que se les podía llamar así ya que hace poco tiempo que habían dejado atrás la adolescencia, eran preciosas, su charla animada, y Fer, como siempre, era el típico ser que aún en calzoncillos seguía siendo elegante y divertido.

No habíamos pedido el postre, cuando sin mediar palabra, apareció por la puerta, una mujer y me soltó un bofetón:

― ¡Cerdo! No te bastó con lo que me hiciste a mí, que ahora quieres hacerlo con mi hija.

Estaba paralizado. Aunque la mujer me resultaba familiar, no la reconocía. Fernando se levantó a sujetar a la señora y Lucía, que resultó ser la hija, salió en su defensa.

― Disculpe pero no tengo ni idea de quién eres―, fue lo único que salió de mi garganta.

―Soy Flavia Gil, ¿no tendrás la desvergüenza de no reconocer lo que me hiciste?― contestó.

Flavia Gil, el nombre no me decía nada:

―Señora, durante mi vida he hecho muchas cosas y siento decirle que no la recuerdo.

La sangre me empezó a hervir, estaba seguro que estaba loca, si hubiera hecho algo tan malo me acordaría.

―¡Me destrozaste la vida!― respondió saliendo del brazo de su hija y de su amiga.

Fernando se echó a reír como un poseso. Lo ridículo de la situación y su risa, me contagiaron.

― ¿Quién coño, es esa bruja? ― preguntó: ― Ya ni te acuerdas de quien te has tirado.

―Te juro, que no sé quién es.

―Pues ella sí y te tiene ganas―, replicó descojonado, ― y no de las que te gustaría. ¿Te has fijado en sus piernas?

―No te rías, cabrón. Esa tía está loca― respondí más relajado pero a la vez intrigado por su identidad.

Decidimos pagar la cuenta. Nos habían truncado nuestros planes pero no íbamos a permitir que nos jodieran la noche, por lo que nos fuimos a un tugurio a seguir bebiendo…

Estaba sonando un timbre. En mi letargo alcoholizado, conseguí levantarme de la cama. Demasiadas copas para ser digeridas. Mi cabeza me estallaba. Mareado y con ganas de vomitar, abrí la puerta. Cuál no sería mi sorpresa, al encontrarme con Lucía:

―¿Qué es lo que quieres?― atiné a decir.

―Quiero disculparme por mi madre― en sus ojos se veía que había llorado―nunca te ha perdonado. Ayer me contó lo que ocurrió.

No la dejé terminar, salí corriendo al baño. Llegué a duras penas, demasiados Ballentines para mi cuerpo. Me lavé la cara. El espejo me devolvía una imagen detestable con mis ojos enrojecidos por el esfuerzo. Tenía que dejar de beber tanto, decidí sabiendo de antemano la falsedad de esa determinación.

Lucía estaba sentada en el salón. Ilógicamente había abrigado la esperanza que, al salir, ya no estuviera. Resignado le ofrecí un café. Ella aceptó. Esta maniobra me daba tiempo para pensar. Mecánicamente puse la cafetera, mientras intentaba recordar cuando había conocido a su madre pero sobretodo que le había hecho. No lo conseguí.

―Toma― dije acercándole una taza: ― Perdona pero por mucho que intento acordarme, realmente no sé qué hice o si hice algo.

―Hermenegildo Gil― fue toda su contestación.

Me quedé paralizado, eso había sido hace más de 15 años. Yo era un economista recién egresado de la universidad, que acababa de entrar a trabajar para la empresa de auditoria americana de la que ahora soy socio, cuando descubrí un desfalco. Al hacérselo saber a mis superiores, estos abrieron una investigación, a resultas de la cual, todos los indicios señalaban al director financiero pero no se pudo probar. El directivo fue despedido y nada más. Su nombre era Hermenegildo Gil.

―Yo no tuve nada que ver―, le expliqué cuál había sido mi actuación en ese caso, cómo me separaron de la averiguación y que solo me informaron del resultado.

―Fue mi madre, quien te puso bajo la pista, ella era la secretaría de mi padre. No te lo perdona, pero sobretodo no se lo perdona.

―¿Su secretaria?― por eso me sonaba su cara ― ¡Es verdad! Ahora caigo que todo empezó por un papel traspapelado que me entregaron. Pero no se pudo demostrar nada.

―Mi padre era inocente. Nunca pudo soportar la vergüenza del despido y se suicidó un año después― contestó llorando.

Jamás he podido soportar ver a una mujer llorando, como acto reflejo la abracé, tratando de consolarla. E hice una de las mayores tonterías de mi vida, le prometí que investigaría lo sucedido y que intentaría descubrir al culpable.

Mientras la abrazaba, pude sentir sus pechos sobre mi torso desnudo. Su dureza juvenil, así como la suavidad de su piel, empezaron a hacer mella en mi ánimo, mi mano se deslizó por su cuerpo, recreándose en su cintura. Sentí la humedad de sus lágrimas, al pegar su rostro a mi cara, sus labios se fundieron con los míos mientras la recostaba en el sofá. Ahí descubrí que bajo el disfraz de niña, había una mujer apasionada. Sus pezones respondieron rápidamente a mis caricias, su cuerpo se restregaba al mío buscando la complicidad de los amantes. La despojé de su camisa, mis labios se apoderaron de su aureola y mis dedos acariciaban sus piernas. Éramos dos amantes sin control.

―¡No!― se levantó de un salto― ¡Mi madre me mataría!.

―Lo siento, no quise aprovecharme― contesté avergonzado, sabiendo en mi interior que era exactamente lo que había intentado. Me había dejado llevar por mi excitación, aun sabiendo que no era lo correcto.

Se estaba vistiendo, cuando cometí la segunda tontería:

―Lucía, lo que te dije antes, sobre averiguar la verdad, es cierto. Fue hace mucho pero en nuestros almacenes, debe de seguir estando toda la documentación.

―Gracias, quizás, mi madre esté equivocada respecto a ti― respondió, dejándome solo en el apartamento.

Solo, con resaca y sobreexcitado. Por segunda vez desde que estaba despierto entré en el servicio, solo que esta vez para darme un baño.

El agua de la bañera estaba hirviendo, tuve que entrar con cuidado para no quemarme. No podía dejar de pensar en Lucía. En la casualidad de nuestro encuentro, en la reacción de su madre y en esta mañana.

Cerré los ojos dejando, como en la canción, volar mi imaginación. Me vi amándola, acariciándola, onanismo y ensoñación mezcladas. Sentí que el agua era su piel imaginaria, liquida y templada que recorría mi cuerpo, mi mano era su sexo, besé sus labios mordiéndome los míos, nuestros éxtasis explotaron a la vez, dejando sus rastros flotando con forma de nata.

Al llegar a la oficina, solo me crucé con el vigilante, el cual extrañado me saludó mientras se abrochaba la chaqueta. No estaba acostumbrado a que nadie trabajara un sábado:

«Algo urgente», debió de pensar.

Lo primero que debía de hacer era localizar el expediente y leer el resumen de la auditoría. Fue fácil, la compañía, una multinacional, seguía siendo cliente nuestro por lo que todos los expedientes estaban a mano. Consistía en dos cajas, repletas de papeles. Por mi experiencia, rechacé lo accesorio, concentrándome en lo esencial. Al cabo de media hora, ya me había hecho una idea: la cantidad desfalcada era enorme y el proceso de por el cual habían sustraído ese dinero había sido un elaborado método de robo hormiga. Cada transacción realizada, no iba directamente al destinatario, sino que era transferida a una cuenta donde permanecía tres días, los intereses generados que operación a operación eran mínimos; sumados eran más de veinte millones de dólares. Luego, esa cantidad desaparecía a través de cuentas bancarias en paraísos fiscales.

La investigación, en ese punto, se topó con el secreto bancario imperante a finales del siglo xx, pero hoy en día, debido a las nuevas legislaciones y sobre todo gracias a internet, había posibilidad de seguir husmeando.

El volumen y la complejidad de la operación, me interesó. Ya no pensaba en las dos mujeres, sino en la posibilidad de hacerme con el pastel. Por ello me enfrasqué en el tema. Las horas pasaban y cada vez que resolvía un problema aparecía otro de mayor dificultad.

Quien lo hubiera diseñado y realizado, debía de ser un genio. Me faltaban claves de acceso y por primera vez en mi vida, hice algo ilegal: utilicé las de mis clientes para romper las barreras que me iba encontrando. Cada vez me era más claro el proceso. Todo terminaba en una cuenta en las islas Cayman y ¡sorpresa! El titular era Lucía.

¡Su padre era el culpable! Lo había demostrado pero tras pensármelo durante unos minutos decidí que no iba a comunicar mi hallazgo a nadie y menos a ella, hasta tener la ventaja en mi mano.

Reuní toda la información en un pendrive y usé la destructora de documentos de la oficina para que no quedara rastro. Las cajas de los expedientes las rellené con informes de otras auditorias de la compañía. Satisfecho y con la posibilidad de ser rico, salí de la oficina.

Eran ya las ocho de la tarde y mientras comía el primer alimento sólido del día, rumié los pasos a seguir: al menos el 50% de ese dinero debía de ser mío y sabía cómo hacerlo.

Cogí mi teléfono y llamé a Lucía. Le informé que tenía información pero que debía dársela primero a su madre, por lo que la esperaba a las nueve en mi casa. Ella, por su parte, no debía llegar antes de las diez.

Preparé los últimos papeles mientras esperaba a Flavia, la cual llegó puntual a la cita. En su cara, se notaba el desprecio que sentía por mí. Venía vestida con un traje de chaqueta que resaltaban sus formas.

No la dejé, ni sentarse:

―Su marido era un ladrón y usted lo sabe.

Por segunda vez, en menos de 24 horas, me abofeteó pero en esta ocasión de un empujón la tiré al sofá donde había estado retozando con su hija. Me senté encima de ella, de forma que la tenía dominada.

―¿Qué va a hacer?― preguntó asustada.

―Depende de ti. Si te tranquilizas, te suelto.

Con la cabeza asintió, por lo que la liberé:

― He descubierto todo y lo que es más importante, donde escondió su dinero. Si llegamos a un acuerdo, se lo digo.

―¿Qué es lo que quiere?― replicó con la mosca detrás de la oreja.

Su actitud había cambiado, ya no era la hembra indignada, sino un ave de rapiña ansiosa hacerse con la presa. Eso me enfadó .Esperaba de ella que negara el saberlo pero por su actitud supe que había acertado.

―Antes de nada, me voy a vengar de ti. No me gusta que me peguen las mujeres― y desabrochándome la bragueta, saqué mi miembro que ya estaba sintiendo lo que le venía: ― Tiene trabajo― dije señalándolo.

Sorprendida, se quedó con la boca abierta. Cuando se dirigía hacia aquí, en lo último que podía pensar era en que iba a hacerme una mamada pero, vencí sus reparos, obligándola a arrodillarse ante mí. Su boca se abrió, engullendo toda mi extensión.

Ni corto ni perezoso, me terminé de quitar el pantalón, facilitando sus maniobras. Me excitaba la situación, una mujer arrodillada cumpliendo a regañadientes. Ella aceleró sus movimientos cuando notó que me venía el orgasmo, e intentó zafarse para no tener que tragarse mi semen. Con las dos manos sobre su cabeza, lo evité. Una arcada surgió de su garganta pero no tuvo más remedio que bebérselo todo. Una lágrima revelaba su humillación pero eso no la salvó que prosiguiera con mi venganza:

―Vamos a mi habitación.

Como una autómata me siguió. Sabía que habían sido dos veces las que me había abofeteado y dos veces las que yo iba a hacer uso de ella:

― Desnúdate― exigí mientras yo hacía lo mismo.

Tumbado en la cama, disfruté viendo su vergüenza. Luego, la muy puta, me reconocería que no había estado con un hombre desde que murió su marido. La hice tumbarse a mi lado y mientras la acariciaba, le expliqué mi acuerdo.

―Son 20 millones, quiero la mitad. Como están a nombre de Lucía, me voy a casar con ella y tú vas a ser mi puta sin que ella lo sepa: tengo todos los papeles preparados para que ella los firme en cuanto llegue.

―No tengo nada que decir, pero tendrás que convencer a mi hija― contestó.

Mis maniobras la habían acelerado. De su sexo brotaba la humedad característica de la excitación. Sus pechos ligeramente caídos todavía eran apetecibles. Sin delicadeza, los pellizqué, consiguiendo hacerla gemir por el dolor y el placer. Era una hembra en celo. Sus manos asieron mi pene en busca de ser penetrada. La rechacé, quería probar su cueva pero primero debía saborearla. Mi lengua se apoderó de su clítoris mientras seguía torturando sus pezones. Su sabor era penetrante, lo cual me agradó y usándola como ariete, me introduje en ella con movimientos rápidos. Para entonces esa madura estaba fuera de sí. Con sus manos sujetaba mi cabeza, de la misma forma que yo le había enseñado minutos antes, buscando que profundizara en mis caricias. Un río de flujo cayó sobre mi boca demostrándome que estaba lista. Con mi mano, recogí parte de él para usarlo. Le di la vuelta. Abriendo sus nalgas observé mi destino y con dos dedos relajé su oposición.

―¿Qué vas a hacer? ― preguntó preocupada.

―¿Desvirgarte? Preciosa.

Y de una sola empujón, vencí toda oposición. Ella sintió que un hierro le partía en dos y me pidió que parara pero yo no le hice caso. Con mis manos abiertas, empecé a golpearle sus nalgas, exigiéndole que continuara. Nunca la habían usado de esa manera, tras un primer momento de dolor y de sorpresa se dejó llevar. Sorprendida, se dio cuenta que le gustaba por lo que acomodándose a mi ritmo, me pidió que eternizara ese momento, que no frenara. Cuando no pude más, me derramé en su interior.

― Déjalo ahí― me pidió: ―Quiero seguir notándolo mientras se relaja.

No le había gustado, ¡le había encantado!

―No, tenemos que preparar todo para que cuando llegué tu hija, no note nada― dije satisfecho y riendo mientras acariciaba su cuerpo: ―¿Estás de acuerdo? Suegrita.

―Claro que sí, Yernito.

Capítulo 2

Llegó la hora de la verdad. Estaba en juego no solo una enorme cantidad de dinero sino la posibilidad de tener una preciosidad como mujer. Al abrir la puerta, no dejaba de pensar cómo iba a plantearle a Lucía, el acuerdo que había llegado con su madre:

¡Me quedaba con el 50% del dinero y con ella!

Tenía que hacerlo a solas, no quería enfrentarme a dos mujeres histéricas. Lucía entró con inseguridad al piso quizás esperando que mi reunión con su madre hubiera terminado violentamente. Razón no le faltaba, había habido violencia pero al final se había solucionado.

―Flavia, quiero hablar con tu hija a solas, puedes volver en media hora.

Ella vio mi sugerencia como una salida, no en vano estaba aterrada de la reacción que pudiera tener la muchacha, por lo que cogiendo su bolso, salió hacia la calle.

― Siéntate, bonita, tengo que explicarte lo que he descubierto― comenté a su precioso retoño.

Me obedeció sentándose en el sofá, lo que me permitió ver su magnífica silueta y contemplar esas esculturales piernas que la falda minúscula no podía tapar. Si a eso le añadimos la rotundidad de sus nalgas, la perfección de sus formas y pensar que podía ser mía, elevó mi adrenalina.

―¿Quieres tomar algo? ¿Un café? O mejor como lo que te voy a contar es fuerte ¿prefieres un whisky?

Al mirarla decidí elegir por ella, sirviéndonos dos Ballentines con coca cola, bien cargados.

―¿Qué has descubierto? ¿Es algo malo?

Comprendí que estaba compungida y que tenía idealizado a su padre.

―Vamos por partes. Es malo y es bueno a la vez. Cuando me pediste que investigara el asunto, me dijiste que tu padre era inocente, que era un buen hombre y que la vergüenza lo mató.

―Así es. Mi madre siempre me ha comentado que él no fue y que la desesperación de ver su nombre manchado, provocó que se suicidara. Es más: nuestra mala situación económica, no se explicaría si tuviéramos ese dinero.

La fuerza con la que defendía a su padre, me afectó. Tenía que ir con mucho cuidado, no fuera a ser que la desilusión de ver su figura derrumbada del altar al que le había elevado diera por traste todos mis planes.

―Déjame explicarte. Por favor no me interrumpas.

La chavala asintió con la cabeza. Todo en ella era tensión, pero pude adivinar que me iba a dejar terminar:

― Al salir esta mañana de la casa, me fui directamente hacia mi oficina a tratar de averiguar cómo y quién había desfalcado todo ese dinero. Una vez allí, empecé a investigar el tema. Te juro que no fue fácil. Quien lo había realizado era un genio, la cantidad conseguida rondan los 20 millones de euros de hace quince años, por lo que al día de hoy debe de haber por los intereses unos 40 millones.

Por su cara de sorpresa, deduje que no se imaginaba que hubiera sido un robo tan enorme, ella debía pensar en menos de un millón. Estaba cumpliendo su palabra, aunque notaba que quería intervenir, haciendo una acopio de coraje me dejó terminar.

― Mientras investigaba el destino de los fondos sustraídos, nada me demostraba quien lo había ideado, hasta que encontré el nombre del titular de la cuenta en la que está ese dinero.

Hice una pausa, en mi explicación, ella no pudo contenerse y me dijo llorando:

―Está a nombre de mi padre.

―No― contesté ―la titular eres tú. Tu padre era un ladrón, lo siento. Para lo que no tengo contestación es lo del suicidio ya que era inmensamente rico y no había forma de demostrarlo.

La desesperación de sus llantos, me estremeció. Lucía lloraba hecha un ovillo con su cabeza entre las rodillas y las manos sujetando sus piernas. Permaneció así durante 10 minutos, mientras tanto lo único que podía hacer era acariciarle su cabeza tratando de consolarla.

Poco a poco se fue calmando, el dolor seguía allí pero su cabeza debió estar asimilando mis noticias y decidiendo que iba a hacer. Levantando la cabeza y mirándome a los ojos me soltó:

―Yo, en cambio, si tengo explicación a su muerte. Mi padre era bueno. Fue mi madre la que le empujó a ello pero cuando todo se descubrió, no pudo soportarlo. Todo es culpa de ella.

En su cara veía odio pero también determinación.

―Puede ser, yo a tu madre no la conozco― no me gustaba por donde iban los derroteros de la conversación, ¡podía quedarme sin negocio!: ― Lo que tenemos que ver, es que vamos a hacer.

Una sonrisa amarga se dibujó en su rostro:

― Estamos en un brete, yo soy dueña de 40 millones y no sé dónde están y tú sabes dónde se encuentran pero no están a tu nombre, por lo que no puedes hacer uso de ellos.

―Así es― empezaba lo difícil, si no andaba con cuidado podía estropearlo todo ― pero podemos llegar a un acuerdo.

―Déjame pensar―, dijo pero siguió hablando en voz alta: ― Mi madre te odia. Para ella eres la persona que representa el fracaso de su plan y la mierda en que se convirtió su vida durante los últimos años, lo que odiara es tenerte en su vida y yo mandando.

En ese momento, se calló y cogiéndome de la mano, me expetó:

―Pedro, te propongo un trato. Si me ayudas, el 50% es tuyo. Vivamos juntos durante un año, un año que va a ser una pesadilla para esa mujer, al cabo de ese tiempo nos repartimos el dinero.

No pude más que aceptar. Era mi plan en boca de ella y encima creía que yo le hacía un favor.

No cabía de gozo. Por el sonido del timbre, supimos que Flavia había llegado, así que la hice pasar al salón― Lucía tenía otros planes, nada más entrar la cogió del brazo y la llevó a la habitación, encerrándose con ella. Por los gritos, supe que estaban discutiendo, lo menos que le estaba llamando era zorra. La madre callaba, no tenía defensa por lo que tuvo que soportar los reproches de su hija hasta que un sonoro bofetón terminó con la pelea.

Lucía abrió la puerta y me pidió que pasara. Entré al dormitorio sin saber con seguridad que era lo que me iba a encontrar. Para mi sorpresa: ¡las dos mujeres estaban desnudas!

―Mama, ya sabes lo que tienes que hacer.

La señora empezó a desnudarme mientras la hija miraba sus maniobras. Reconozco que la excitación se apoderó de mi cuerpo pero era un convidado de piedra. Obedeciendo ese papel, la dejé hacer mientras mis ropas iban cayendo una a una.

Desnudo me tumbé en la cama. Flavia había terminado su labor y retirándose al píe de la cama, se arrodilló en posición servil. Entonces y solo entonces, su hija se acercó.

―Bien hecho perra― dijo mientras se apoderaba de mi pene con sus manos: –Ahora Pedro, demuéstrale a esa zorra como me amas.

Tras lo cual, su boca engulló toda mi extensión mientras ponía su sexo en mi boca.

Estaba afeitado como a mí me gusta y separándole los labios me hice con su clítoris. Con suaves mordiscos fui estimulándolo mientras con mis manos acariciaba sus pechos. Lucía estaba mojadísima. De su gruta salía un torrente de flujo que yo absorbía con fruición. Lo recortada de su respiración, así como sus gritos, anticipaban la cercanía de su climax.

Mi lengua se introdujo en su vagina coincidiendo con su explosión, ella olvidándose de mí, se incorporó para facilitar su goce y con sus manos apretó mi cabeza contra su sexo. Estaba poseída, mientras corría no paraba de insultar a su madre y de decirla que ese era el futuro.

― ¡Házmelo por detrás!― me pidió ―¡Dame por culo para que vea esa hija de puta como disfruto!

Poniéndola a cuatros patas, mi mano se introdujo en su cueva para recoger una parte del fluido. Con la mano empapada, empecé a estimularle el ano, introduciéndole un dedo.

―¡Quiero que me hagas daño!― y con su mano acercó la punta de mi pene a su meta.

Se lo encajé de un golpe mientras gritaba que no parara. De sus ojos salían lágrimas de odio, todas dirigidas a la mujer que la había engendrado. Mis embestidas eran sin piedad, cada vez que entraba en ella lo hacía hasta que chocaba con su nalgas y mis testículos rebotaban con su sexo. Era tal mi excitación que no duré demasiado. El estarme tirando a esa preciosidad en presencia de su madre era demasiado para aguantarlo, por lo que mi eyaculación explotó dentro de ella mientras con mis dientes mordía su cuello.

Exhausto me tumbé en su cama. Lucía no quería parar, bajándose se dirigió hacia Flavia y cogiéndola de los pelos la llevo hacia mí, y con verdadera ira, le escupió:

―Ahora limpia mi sangre y mi mierda, que quiero que me haga el amor.

Flavia con lágrimas en los ojos, cogió mi pene dispuesta a limpiarlo.

―¡No le toques! ¡Es mío! Utiliza tu boca, ¡puta!

Sentí como su boca se abrió para acogerlo en su interior. Lucía no satisfecha, presionó la cabeza de su progenitora, introduciéndole de golpe todo. Una arcada surgió de su garganta pero no se quejó. Era su castigo y lo aceptaba. No dejó rastro de nuestra primera sesión. Con la lengua repasó todos los pliegues limpiando hasta el último resto de sangre y excremento.

Estas maniobras consiguieron excitarme otra vez. Cuando la muchacha vio el resultado, de una patada retiró a su madre y tumbándose a mi lado, me dijo al oído:

―Ahora hazme el amor despacio que tenemos un año.