Fue a buscar a sus hijas que le pedían ayuda, pero todo era una trampa. Fue cuando este hombre y sus hijas descubrieron su verdadera naturaleza

A SOMBRA DE LA BESTIA

Primera Parte

1

“Papi, ven a buscarnos, nos van a hacer daño.”

El WhatsApp sacudió todo rastro de modorra. Ernesto se irguió en el sofá donde había estado dormitando.

Su corazón iba a mil.

En línea, anunciaba el WhatsApp bajo el nombre de su hija mayor, Inés.

De repente: escribiendo.

Tuvo la esperanza de que le revelase que era una broma de muy mal gusto.

Pero no tuvo esa suerte. En vez de eso, apareció una ubicación compartida por Google Maps.

Ernesto frunció el ceño. Abrió la aplicación. No conocía la zona. Estaba a 33 kilómetros.

Volvió a mirar el estado de su hija. No estaba en línea. Pero había un mensaje nuevo que había dejado mientras miraba la ubicación del mapa.

“NO LLAMES A LA POLICÍA!!!”

Fue al chat de su otra hija, Ruth. Tampoco estaba en línea. Inés tenía quitada la opción de ver la última conexión, pero en el caso de Ruth indicaba que la última vez había sido hacía 2 horas.

Era casi medianoche. Viernes. Lo normal habría sido que no supiese nada de ellas hasta las tres de la madrugada. Con suerte.

Pensó en llamar a alguna de las dos. Al menos, en escribirles.

La cabeza le daba vueltas. Los latidos del corazón resonaban como un martillo neumático en su cráneo.

Decidió no escribir ni llamar. Si estaban en peligro, tal vez habían usado el móvil en un despiste de quien fuese que las tuviese asustadas. La petición tan desesperada de no llamar a la policía indicaba que tenían miedo de alertar a alguien. Pero, ¿qué esperaban que hiciese él solo?

No importaba. Sus hijas estaban en peligro y eso era cuanto necesitaba saber.

2

Condujo a toda velocidad. Un ojo puesto en las indicaciones del GPS, el otro en la carretera. Por suerte, apenas había tráfico. Lo cual no tenía nada de extraño, porque su destino parecía estar en un lugar muy aislado. El coche rebotaba a cada poco por aquellas carreteras mal asfaltadas. Los amortiguadores gemían.

Gritó de frustración cuando la cobertura del móvil se perdió por completo, pero tras unos momentos, se recuperó lo suficiente como para volver a las indicaciones.

“A doscientos metros, gire a la derecha.”

Ernesto ya estaba girando.

“Su destino está a cien metros.”

El tiempo estimado del GPS era menos de una hora.

Había tardado más de hora y media.

En un momento de lucidez, decidió apagar los faros antes de llegar a su destino.

Estaba en un pueblucho dejado de la mano de Dios, donde lo único que iluminaba la maltrecha carretera era la luna llena. Unos faros surcando aquella oscuridad llamarían la atención. Seguramente ya era demasiado tarde para ser discreto.

Detuvo el coche. Observó las tinieblas a través del parabrisas.

Podía distinguir la silueta de varias casas. La más cercana, a unos cincuenta metros, era grande. Había varias luces encendidas en su interior. Muchas persianas bajadas, salvo una, en la segunda planta. Esperó encontrarse con alguna figura ominosa observándole, pero no vio nada.

Inspiró hondo varias veces; exhaló con fuerza.

Miró de nuevo el móvil. No había ningún cambio en los estados de sus hijas.

Inés le miraba desde la foto de perfil con sus ojos almendrados azul cobalto. Su sonrisa era cálida. Sus labios brillaban.

Ruth solo tenía el dibujo de una calavera con la marca de unos labios en su pómulo, como si unos sensuales labios cubiertos de carmín la hubiesen besado. Algo relacionado con esos grupos góticos que escuchaba, probablemente.

Bajó del coche, procurando no hacer ruido con la puerta. Se metió las llaves en el bolsillo, sin cerrar. A pesar de estar en pleno agosto, corría una brisa fresca. Se estremeció.

El GPS indicaba que la ubicación compartida por Inés provenía de aquella casa de dos pisos que tenía delante. Cayó en la cuenta de que no había traído nada que sirviese como arma. Se rascó la cabeza, donde el pelo comenzaba a clarear. Solo era un administrativo que de cuando en cuando iba al gimnasio con la esperanza de conseguir atraer a alguna de aquellas mujeres de ceñidos leotardos. Pero jamás había tenido la voluntad necesaria para esculpir su cuerpo. Era alto, de hombros anchos, pero estaba fofo y los cuarenta y cuatro años a sus espaldas no le hacían ningún favor. En ocasiones, se sentía joven, casi como si tuviera diez años menos. Pero el espejo le devolvía a la realidad enseguida: aquellas patas de gallo, las arrugas remarcando sus facciones.

Apretó los dientes, a punto de sufrir un ataque de pánico. ¿Qué estaba haciendo allí? Sus hijas corrían peligro y era muy posible que yendo solo estuviese a punto de empeorar la situación.

Pero Inés había dicho que no llamase a la policía, resaltándolo con mayúsculas.

Se suponía que él era el adulto, el reflexivo. El padre, joder.

Pero se sentía totalmente superado. No tenía respuestas. Solo un problema del que no podía más que intuir su tamaño. Y su tamaño proyectaba una sombra muy larga.

INTERLUDIO: UN RECUERDO (I)

Halloween. El año anterior.

Ernesto está sentado en el sofá, viendo la tele. Su lugar habitual en el tiempo que no dedica al trabajo desde hace… Bueno, prefiere no pensar en eso.

El sol se ha puesto hace poco.

Escucha las risas y voces de sus hijas en el piso superior, por encima de la música rock/pop/heavy/dance que suena de fondo. Pronto se marcharán a alguna fiesta de disfraces. Probablemente, a beber alcohol y enrollarse con cualquier tipo de vientre definido y sonrisa altanera. Ruth solo tiene diecisiete años, así que tal vez debería preocuparle, pero siente vergüenza al darse cuenta de que está deseando que se marchen. Quiere estar solo. Regodearse en su soledad patética. Ver porno y masturbarse mientras observa a mujeres que jamás podría tener haciendo cosas que jamás le haría nadie.

Sus hijas bajan la escalera. Sus tacones provocan un estruendo que despierta ecos por toda la casa.

Entran en la sala entre risas.

—¡Mira, papá! —dice Inés—. ¿La reconoces?

Ruth, al contrario que su hermana mayor, no sonríe, siempre seria como mandan los cánones de lo gótico. La piel blanca, los labios negros. Mucha sombra de ojos resaltando sus iris azules, más claros que los de Inés. Lleva el pelo recogido en dos coletas que caen sobre sus pechos. El suéter negro, por cuyo cuello asoman las solapas de una blusa blanca, apenas disimula la forma de sus pechos. Una falda, también negra, que cubre hasta medio mulso, las medias a rayas blancas y negras, y unos zapatos de charol negros completan el atuendo.

Ruth era más baja que su hermana, pero también más voluptuosa. De anchas caderas, senos rellenos y piernas rollizas, pero bien torneadas. Justo como su madre.

—¿Y bien? —dice Inés, coge una mano de su hermana y la hace girar sobre sí misma como si estuviesen echando una sevillana. Ruth masculla una queja, frunce el ceño.

—Cuánto ha crecido Miércoles Addams últimamente, ¿eh? —contesta Ernesto, con una sonrisa algo desganada. Su repertorio de sonrisas era muy escaso.

—¡Ya lo creo que ha crecido! —De pronto, Inés hace que Ruth le dé la espalda a su padre y le levanta por completo la falda, exhibiendo dos sensuales y poderosas nalgas desnudas y lechosas, entre las cuales se perdía la tela de un tanga negro—. Esto no lo llevaba Christina en la película, ¿verdad? —Y estampa la mano en una de las nalgas. El azote no tiene nada de suave, restalla como el estallido de un globo y se convierte en el único sonido de la sala.

Ruth, que ha tardado en reaccionar, aparta a su hermana de un empujón, murmura un “estúpida zorra” y sale a grandes zancadas, los tacones sonando con furia. Solo fue un instante, pero Ernesto tiene grabada en la retina la imagen de la mano de Inés resaltando en la blanca piel de su hermana.

Inés se ríe como si todo aquello fuera de lo más normal. Probablemente fuera de lo más normal entre ellas. Pero era la primera vez que actuaban así delante de Ernesto. No sabe qué decir. Opta por salirse por la tangente. Otra de sus costumbres habituales.

—¿Y tú de qué vas? —pregunta, tratando de fingir normalidad.

—¿Cómo? —Inés es tan hiperactiva y teatral como taciturna es su hermana—. ¿No me reconoces?

Lleva un top gris de aspecto avejentado, corto, deshilachado por los bordes. Su vientre definido por el fitness queda al descubierto. Sobre el top, un abrigo marrón que parecía tener un mínimo de treinta años, polvoriento y con algunas zonas rasgadas. Unos vaqueros negros rajados por varias zonas, revelando porciones de piel bronceada, se ciñen a sus largas piernas. Calza unas botas militares negras, también polvorientas. Lleva algo sobre la cabeza, sujeto por un elástico a su barbilla, como si fuera un gorro, pero Ernesto deduce que es una careta.

—¿Y ahora? —pregunta Inés bajándose la careta. Es una máscara de hockey con manchas de sangre falsa (al menos, eso espera él). Los mechones de pelo rubio caen a los lados, desordenados.

—¿La versión transexual de Jason Voorhees? —aventura Ernesto.

—¡Premio para papi! —Inés se sube de nuevo la máscara—. Bueno, me voy a por mi machete y a calmar a mi hermanita. ¡Cómo si fuera la primera vez que la azoto!

Ernesto, una vez más, se queda sin saber qué decir.

El machete, por suerte, no es más que un juguete de plástico. Para cuando se marchan, Ruth luce un rostro digno de una película de Tim Burton. Es decir, su rostro habitual. Imposible saber si seguía enfadada o no.

¡Cómo si fuera la primera vez que la azoto!

¿Qué cojones acababa de pasar?

3

Ernesto se acerca a la casa con los ojos puestos en las ventanas de la fachada frontal. Especialmente en la única que no tiene la persiana bajada. Solo ve luces encendidas, pero nada más. Se le pasa por la cabeza tocar a la puerta y actuar como una persona normal.

“Hola, soy el padre de Inés y Ruth. ¿Va todo bien?”

Pero era una estupidez. Era obvio que no iba bien. Debía ser sigiloso.

Cuando se encontraba a pocos metros de la casa, le llegó el sonido de percusión de música puesta a volumen alto, que provenía de algún lado. Desde luego, no venía del garaje que había adosado a la casa, pues allí la música casi no se oía. Al lado del portón del garaje, había una puerta de metal, pero estaba perfectamente cerrada.

Continuó caminando con pasos titubeantes alrededor de la casa. Estaba cada vez más nervioso. Cogió el móvil con la intención de ver si había algo diferente en los estados de WhatsApp de sus hijas, pero lo guardó de nuevo en el bolsillo. Temía que la luz de la pantalla fuese visible desde alguna de las ventanas. Era una tontería, pues si alguien estaba observando, sin duda le vería. La luz de la luna no era su aliada en ese sentido.

Llegó a la parte trasera de la casa. Ventanas cerradas. Persianas bajadas. Luces interiores encendidas. Se atrevió a asomarse a una de las ventanas y echar un vistazo por las rendijas de la persiana. Solo vio parte de algún mobiliario.

Una puerta trasera que daba a un descuidado césped. Tras un momento de duda, inspiró hondo y giró la manija con extremo cuidado. Estaba cerrada.

Siguió caminando. Se asomó a otra ventana. Algo se movió al otro lado. El corazón le dio un vuelco. Casi se cayó de culo.

“Échale cojones, joder”, se increpó.

Se asomó de nuevo.

Vio lo que parecía un armario. Los pies de una cama. Un pie desnudo de alguien tumbado boca arriba.

¡Sangre!

Manchaba la sábana azul, alrededor del pie y en el propio pie.

“Oh, joder, oh, joder, oh, joder.”

Escuchó voces. Una voz agresiva.

—…lo que le están haciendo arriba? ¡Jorge, ven aquí! Esta puta quiere guerra.

Una voz femenina murmuró algo. No la entendió. El restallido de un bofetón fue mucho más nítido.

—¡Cierra la boca, puta enferma! Vais a tener la noche más larga de vuestras vidas de mierda.

De pronto, un golpe contra la persiana que hizo vibrar el cristal. Ernesto retrocedió. Se asomó de nuevo. Las rendijas de la persiana le permitieron ver una piel bronceada. Mechones rubios. Un ojo color cobalto. Era Inés. Alguien mantenía su cara pegada a la ventana.

Ernesto se puso tenso. Tenía que hacer algo. Y tenía que hacerlo ya, joder.

Miró a su alrededor, en busca de algo que le sirviera. ¡Algo, por el amor de Dios!

Dio con una piedra del tamaño de su puño. La cogió y, sin pararse a pensar, la estrelló contra la ventana. El cristal se hizo añicos.

—¡Me cago en la puta! —gritó la voz de antes.

Ernesto se apartó. Se pegó a la pared.

Parte de los cristales rotos habían caído al suelo. Se agachó rápidamente y cogió el que le pareció más adecuado. Estiró la manga del suéter para no cortarse los dedos.

—¡Pablo!, ¿qué ha pasado? —preguntó una voz diferente. Presumiblemente, el tal Jorge.

—¡Yo qué coño sé!

La persiana se elevó.

Ernesto se pegó a la pared, a centímetros de la ventana. Aferró con fuerza el cristal. La mano le temblaba violentamente.

Una cabeza se asomó. Un joven de pelo corto y moreno. Fue lo único que vio. No le importaba. Era el enemigo y sus hijas corrían peligro. No pensó, no planificó. El miedo era un torbellino en su interior, y lo único que estaba volando por todas partes era adrenalina.

Su mano se movió sola. El joven se volvió hacia él. Incluso llegó a abrir los ojos como platos al verle. Ernesto clavó el cristal en su garganta, lo más profundo que pudo. El joven abrió aún más los ojos. Retrocedió, desapareciendo de su campo de visión, llevándose consigo el trozo de cristal.

—¡Pablo! —gritó el supuesto Jorge.

Como respuesta, solo hubo un gorgoteo.

Ernesto pensó mil cosas: ahoralacogeránderehén, deboentrarporlaventana, noesdemasiadoestrecho, debotumbarlapuerta, nopodré, quéhagojoderquéhago.

Decidieron por él. El tal Jorge hizo exactamente lo mismo que su amigo, hermano o lo que fuese. Se asomó por la ventana. Ernesto no tenía ningún trozo de cristal para usar. En lugar de eso, sujetó aquella cabeza con sus dos manos y tiró de ella. El joven comenzó a resistirse, sacó una mano por el hueco del cristal roto y buscó la cara de Ernesto, logró arañarle la mejilla. Ernesto le apresó el cuello y apretó y apretó y apretó cada vez más fuerte. El joven llegó a sacar los dos brazos por el hueco, rompiendo parte del cristal astillado, cortándose en el proceso. Golpeaba a Ernesto con fuerza, pero este no dejó de apretar y apretar y apretar a la desesperada. Los puñetazos eran cada vez más débiles. Una eternidad después, dejó de sentirlos. Una eternidad después, el joven dejó de resistirse.

Estaba muerto.

Respirando agitadamente, Ernesto liberó el cadáver. Miró a través de la ventana. Vio a su hija al otro lado, boquiabierta, la mano alzada como si hubiera tenido la intención de taparse la boca y se le hubiese olvidado. Tenía el pelo alborotado. Un pómulo algo hinchado y rojo. Una blusa negra rasgada de manera que el escote se había hecho aún más profundo. No llevaba sujetador, de modo que sus senos, pequeños y esbeltos, amenazaban con quedar al descubierto. Por debajo, solo un tanga, unas medias negras que le llegaban por encima de la rodilla. Una de las medias tenía una larga carrera. Por lo demás, salvo algunos arañazos en el cuello, parecía estar bien.

—¡Hostia puta! —dijo. Y sonrió como si acabase de presenciar algún tipo de truco de magia especialmente impactante.

Tras ella, había una cama. El pie desnudo que Ernesto había visto antes no pertenecía a Ruth, como había llegado a temer. Parecía un crío de no más de doce años. Yacía desnudo y muerto. Era indudable que estaba muerto. Todo su torso estaba cubierto de sangre. La sangre lo empapaba todo. El mango de un cuchillo asomaba de su pecho.

Ernesto fue consciente de unos gorgoteos. El primer joven, Pablo, aún vivía.

Inés hizo una mueca como si algo la hubiera tocado. Miró hacia abajo. Ernesto no vio miedo en su expresión, solo desprecio y algo más. Inés se agachó, desapareciendo de su vista.

—Muérete de una vez, gilipollas —masculló. Los gorgoteos se hicieron más intensos durante un momento. Y luego, nada.

Inés reapareció. Sostenía el trozo de cristal.

—Vamos —dijo—. Te abriré la puerta. Todavía quedan tres y tienen a Ruth.

Ernesto asintió. No se sentía dueño de su cuerpo en absoluto. ¿Qué había visto en la expresión de Inés? Parecía… satisfacción.

INTERLUDIO: UN VÍDEO

Ahí estaban Ernesto y la que había sido su esposa, Alba.

El vídeo databa de hacía once años. Años antes de que ella desapareciese un buen día. Habían empezado su relación siendo muy jóvenes. Él estaba encantado. Adoraba a su mujer, no había dejado de desearla ni un ápice en todo ese tiempo. Ella, por el contrario, estaba hastiada, frustrada por la juventud que se le escurría entre los dedos como arena.

Nada de esto se percibía en el vídeo.

Estaban en la cocina. Ella llevaba un vestido de verano entallado, corto y con mucho escote. Tal como heredaría su hija menor, poseía unas curvas voluptuosas. Los pechos pugnaban por salirse del vestido. El más mínimo movimiento dejaría el culo al descubierto. Ernesto solo llevaba unos bóxer. La besaba con deseo, con mucha lengua y mucha saliva. Se frotaba contra ella. Alba siempre despertaba una lujuria desaforada en él. Era incontrolable. Desde el primer beso que se habían dado en el instituto. Era casi un deseo caníbal. La besaba, la lamía, la mordisqueaba.

Y ella no se quedaba atrás. Respondía con la misma intensidad, le marcaba la espalda con las uñas, el cuello con los dientes.

¡Dios, cómo la necesitaba!

La lujuria solo crecía. Hizo que ella se diese la vuelta, la empujó contra el fregadero. Ella sonreía con lascivia, se dejaba hacer. Ernesto se dejó caer de rodillas. Le levantó el vestido. Amasó aquellas monumentales nalgas, gordas, redondas y lechosas. Las enrojeció de tanto sobarlas. Le bajó el tanga hasta las rodillas, abrió las nalgas y metió la cara entre ellas. Alba comenzó a gemir. Llevó una mano a la cabeza del que había sido su marido y agarró un puñado de pelo mientras murmuraba: “¡Cómeme el culo, cabrón, méteme la lengua hasta el fondo!”

Tras un buen rato saboreándola, Ernesto se puso en pie, se bajó el bóxer y hundió la polla en aquel deseado coño. Las embestidas eran brutales. Él gruñía como un animal. Ella gemía como una zorra desesperada. Sacó la polla del coño y comenzó a taladrarle el culo sin ninguna delicadeza. El sonido de carne contra carne llenaba la cocina. Mientras, sus lenguas se buscaban, se lamían, se escupían. Se metían los dedos en la boca, se babeaban, se mordían.

Ernesto terminaba corriéndose dentro de su culo. Saca la polla. El semen se derrama, resbala muslos abajo. Alba, agotada, se deja caer lánguidamente sobre sus rodillas, procede a lamer la polla de su marido, limpiando los restos de semen.

Luego, se besaban con una pasión más serena, saciados. Ernesto se acercaba a la cámara y la apagaba.

Había más vídeos similares a aquel. Momentos inmortalizados en las horas en que podían disfrutar de su intimidad, cuando las niñas iban al colegio.

Todos aquellos vídeos guardados en varios DVD en el fondo del armario. Bien escondido entre varias prendas de ropa. Pero no lo bastante como para evitar que unas adolescentes curiosas los encontrasen.

4

En cuanto le abrió la puerta, Inés se lanzó a él, colgándose de su cuello. Ernesto también la abrazó, apretándola aún más contra su cuerpo. Su mano derecha se hundió en una de las firmes nalgas, pero corrigió la posición instintivamente y la llevó a la cintura desnuda.

—Menos mal que llegaste a tiempo —le susurró ella al oído, llevándole una mano a la nuca y apretándosela. Ernesto estaba con los nervios tan a flor de piel que aquellos susurros le estremecieron de arriba abajo—. No sabía si el GPS serviría para llegar a este sitio tan perdido.

—¿Tu hermana está bien? —le preguntó él, también en voz baja, sin separarse de ella. Era tan agradable tenerla cerca, saber que la tenía ahí, sana y salva.

—La subieron arriba. No sé qué le estarán haciendo, pero debemos darnos prisa, antes de que noten algo raro.

Se separaron.

Ernesto trató de ser consciente de cuánto le rodeaba. La adrenalina se había apaciguado, pero no demasiado. Todavía se sentía alerta, todos los sentidos agudizados en busca de señales de peligro.

La música que desde fuera se escuchaba muy amortiguada, ahora se oía claramente. Un sonido estridente y machacón de discoteca. Justo delante, a la derecha, había una escalera. La luz del pasillo se perdía en el rellano. En el propio pasillo, por el suelo habían desparramadas varias prendas de ropa, entre las que reconoció la minifalda roja de su hija y sus botines. También había latas machacadas de cerveza y otros desperdicios a los que no dedicó su atención.

—Deberíamos cerrar la puerta —le dijo Inés.

Ernesto enfocó la mirada en ella. La blusa rasgada, una de las aureolas rosadas de su pecho asomando, el tanga negro, las medias rasgadas. Vio los arañazos en su cuello, un hematoma incipiente en su pómulo, el labio hinchado por un lado.

—Esos hijos de puta… —masculló, acariciando el labio de su hija con el pulgar. Le dejó un rastro de sangre. Se miró la mano. No tenía heridas, pero había quedado empapada de la sangre del primer joven, al que le había clavado el trozo de cristal. Se la limpió lo mejor que pudo contra el pantalón. Entonces fue consciente de otro detalle: estaba empalmado. No era una erección completa, pero sin duda estaría formando un bulto en su bragueta. No bajó la mirada para comprobarlo. No deseaba que su hija se fijase en ese detalle.

¿Había estado así cuando sus cuerpos estaban pegados? Era incapaz de recordarlo. No le dio importancia. Fue consciente de algo más importante. Se sentía más vivo que nunca en mucho tiempo. Era como si todos sus músculos hubiesen despertado de un largo letargo, desentumecidos por completo. Le recordó al pasado, cuando había empezado su relación con su exmujer, Alba, y compaginaba el ejercicio físico con sesiones de sexo intenso. Una cosa iba unida a la otra, la lujuria potenciada por la adrenalina. ¿Dónde había quedado todo eso?

No era momento de nostalgias. Se volvió para cerrar la puerta con sumo cuidado. Había una llave puesta. La giró haciendo el mínimo ruido posible. Lo hizo por inercia, sin pensar en nada.

Inés se estaba lamiendo el labio inferior, limpiando la mancha de sangre que le había dejado al tocarla. No parecía en absoluto asustada. Nerviosa, sí, sin duda, pero no más que cuando se acercaban los períodos de exámenes.

—Deberíamos coger algo como arma —susurró ella.

Ernesto asintió.

Inés le indicó con un gesto que la siguiese. Al volverse, Ernesto se fijó en que tenía una mancha de sangre en la nalga izquierda, con la forma difusa de una mano. Se la había dejado al abrazarla antes y ahora resaltaba en aquella piel bronceada como la letra escarlata. Se sintió incómodo, pero de un modo lejano. Sus ojos tardaron en apartarse de aquella mancha, del movimiento neumático de las nalgas de su hija. Cuando lo hizo, estaban dentro de la habitación donde yacían los dos jóvenes a los que había matado. Uno aún colgaba con la cabeza en la ventana. El otro estaba rodeado por un charco de sangre. No parecían tener más de veinticinco años.

En cambio, el cadáver en la cama era el de un niño. Doce años máximo, como había calculado antes. Quiso preguntar de quién se trataba, pero se mantuvo en silencio. No era momento de indagaciones.

Inés le guio a la habitación contigua. Una cocina. Los tubos fluorescentes zumbaban en el techo. Inés abrió un cajón. Sacó un cuchillo de cortar jamón. El filo medía al menos quince centímetros. Ernesto tragó saliva. Por un momento, se cuestionó cómo se había visto arrastrado a aquella locura. Hacía dos horas, estaba en su sofá, inmerso en su letargo habitual. Ahora era un asesino.

Cogió el cuchillo. Inés le sonrió casi de forma aprobatoria, como una maestra orgullosa de su mejor alumno.

—Quédate aquí —le dijo Ernesto.

—Ni lo sueñes. —Como si le hubiese pedido que no se subiese a una atracción peligrosa. Inés pasó a su lado, le miró por encima del hombro de un modo que solo se podía definir como coqueto—. Vamos, Ruth nos espera.

Ernesto podía ver que algo fallaba en todo aquello. Era obvio que sus hijas corrían peligro. No lamentaba la muerte de los dos bastardos que habían atacado a Inés. Pero también era obvio que le faltaba alguna pieza en aquel rompecabezas.

Siguió a su hija hacia la escalera.

INTERLUDIO: UN RECUERDO (II)

Cinco meses antes. Un domingo por la tarde.

Ernesto está en el sofá, prácticamente dormido. En la tele, un telefilme genérico. Sus hijas están arriba, haciendo sus cosas de adolescente en el cuarto de alguna de ellas. Cosas de adolescente, aunque ambas eran mayores de edad. Pero Ernesto nunca veía ninguna diferencia en sus comportamientos desde hacía cinco años, al menos.

Llega un mensaje de WhatsApp. Medio soñoliento, coge el móvil. Viene de Inés. Lo abre. Es un vídeo. Lo descarga. Lo reproduce.

Son Inés y Ruth. Están en lo que parece una fiesta, a juzgar por el tumulto que hay alrededor. El vídeo está siendo grabado desde el móvil. Inés es quien lo sostiene como si se fueran a hacer una selfie. Ambas actúan como si eso fuese lo que están haciendo: juntan sus mejillas exhibiendo sonrisas exageradas. Parecen un poco ebrias. Se ríen sin motivo aparente. La risa de Ruth es más comedida, pero sin duda está siendo más expresiva de lo que Ernesto la haya visto ser desde los catorce años.

“¿Tienes sed?”, le pregunta Inés a gritos, sobreponiéndose a la música que suena de fondo.

Ruth solo asiente. Inés alza la otra mano, en la que sostiene una cerveza, y le da un sorbo. Deja la botella en algún lado, lleva la mano a la cara de su hermana, le mete el pulgar en la boca para que la abra. Ruth se deja hacer. Inés se acerca a ella…

El móvil desaparece de sus manos. Ernesto se sobresalta.

—Perdona —le dice Inés a su lado—. Me equivoqué de destinatario.

Ernesto se queda patidifuso. Inés se ríe y actúa como si se tratara de un vídeo de lo más normal, sin asomo de culpa o incomodidad. En cambio, él sí se siente culpable e incómodo, como si le hubieran atrapado haciendo algo malo.

—Listo, borrado —le dijo Inés, devolviéndole el móvil con una sonrisa radiante. Lleva unos shorts de algodón muy cortos y una holgada camiseta que le cubre hasta el ombligo.

Ernesto coge el móvil. Inés sufre un tropiezo incomprensible y cae sobre él. Aquel sedoso cabello rubio cubre su campo de visión. El perfume fresco inunda su nariz. Uno de aquellos muslos bronceados y firmes se restriega contra su entrepierna. El calor que emana su hija le hace sudar al instante.

—¡Ay, perdona! —dice ella con una sonrisa de torpeza—. No sé ni con qué tropecé.

Antes de incorporarse, apoyando las manos en el pecho de su padre, presiona la rodilla contra su bragueta. Lo hace tan fuerte que resulta casi doloroso. Casi.

—Bueno, papi, me vuelvo para arriba, que hay que estudiar. —Inés le envía un beso con la mano, un guiño y se marcha con un gracioso contoneo de caderas.

Ernesto se queda estático un buen rato, sudando. Trata de mantenerse ajeno a la erección que sufre.

5

Ernesto no puede renegar de la erección que sufre. Opta por considerarlo un efecto secundario de la tensión que sufre. No es descabellado. Ya le pasaba de joven, solo que por entonces le ocurría porque no dejaba de pensar en Alba. El deseo que sentía hacia ella rozaba lo enfermizo.

Su hija va delante de él. No debería ser así. Él debería ir delante. Era su padre, era quien empuñaba un cuchillo. Pero no dijo nada. Su mirada descendía una y otra vez a aquel culo respingón, endurecido en el gimnasio. Concretamente, a la marca de su mano. La misma mano que empuñaba el cuchillo. Su mano de pecador.

Subieron la escalera muy despacio, separados por un peldaño. Inés era casi tan alta como él. Su culo quedaba a la altura de su pecho. Ella lo inclinaba hacia atrás al avanzar encorvada. La tela del tanga estaba empapada entre las nalgas, supuso que por el sudor. Se pasó la lengua por los resecos labios. Le entró una repentina y acuciante sed.

En el pasillo superior no había ninguna luz encendida, pero estaba parcialmente iluminado por la luz derramada desde varias habitaciones. La música allí se escuchaba con estruendo. Inés se detuvo. Ernesto se pegó a ella desde detrás. El bulto de su pantalón se aplastó contra su nalga manchada de sangre. Apoyó la mano izquierda en su cadera desnuda. La piel de ambos ardía. El corazón de Ernesto galopaba desbocado. La adrenalina fluía a toda velocidad. Estaba deseando entrar en acción. Joder, se sentía como veinte años más joven.

—Quédate detrás de mí —le dijo al oído.

Ella asintió. La rodeó para ponerse delante, separando poco a poco los dedos de aquella cadera suave y firme.

La música provenía de la habitación que estaba a la derecha, al fondo del pasillo. La puerta estaba entreabierta. Por debajo de la estridente música, podían percibirse voces y lo que podrían ser unos gemidos ahogados.

Ernesto avanzó poco a poco hacia allí, los ojos fijos en la franja de luz que pasaba entre la jamba y la puerta.

De pronto, otro ruido, a su espalda. Una cisterna.

—Papá —susurró Inés tirando de su suéter.

Ernesto se volvió. Al fondo, una puerta hasta entonces entreabierta se abrió de par en par. Un joven apareció en el pasillo, subiéndose la cremallera del pantalón. Llevaba un cigarro en la boca. Percibió el movimiento yendo hacia él.

—¿Pero qué…? —fue cuanto pudo decir antes de que Ernesto se abalanzase sobre él, estrellándole contra la pared. El cigarro salió volando. El chico trastabilló. Ernesto apuñaló en las costillas, hasta la empuñadura, repetidas veces. Con la otra mano, sujetaba al joven por la garganta, hundiendo los dedos con brutalidad. Apuñaló una y otra vez hasta que aquellos ojos quedaron sin vida.

Jadeando con fuerza, se puso en pie. Se había empapado de sangre por completo. Su polla no había estado tan dura y llena de vida desde la última vez que folló con Alba.

Se volvió, atento al otro lado del pasillo. No apareció nadie.

Su hija estaba ante él, los ojos abiertos como platos, la boca también entreabierta en una expresión entre la sonrisa y la fascinación.

—¡Joder! —exclamó entre susurros—. Eres una bestia, papá. —Se mordió el labio inferior por el lado que estaba hinchado, como si disfrutase haciéndose daño en él. Sus ojos descendieron con la lentitud de una caricia lasciva hasta la abultada entrepierna de su padre. Le volvió a mirar a los ojos. Sus pupilas brillaban como si tuviese fiebre—. Sabía que había hecho bien en avisarte.

Ernesto no se sentía él mismo en absoluto. Era como si su cerebro se mantuviese varios centímetros por encima del resto de su cuerpo. Todo vibraba en su interior.

—Vamos a por Ruth —fue cuanto atinó a decir, caminando hacia el otro extremo del pasillo.

Inés pasó junto a él a paso ligero, sin hacer ruido. Los ojos de Ernesto de nuevo se pegaron a su culo, a la mancha que su mano había dejado en la nalga. Apretó los dientes con fuerza, hasta que le dolieron. Se sentía a punto de estallar.

Inés llegó hasta la puerta de la habitación donde sonaba la música. Se asomó con cuidado, pegando parte del cuerpo a la pared. Un momento después, Ernesto se asomó tras ella.

Efectivamente, allí estaba Ruth.

Estaba sobre una cama con el culo en pompa, los brazos atados a las pantorrillas para que se mantuviese en aquella posición. Tenía el negro pelo alborotado, la cara contra el colchón. La habían amordazado con su propio tanga. Solo llevaba una de esas camisetas que dejan un hombro al descubierto; negra, por supuesto. El culo estaba totalmente desnudo. Aquel culo enorme, voluptuoso, que había heredado de su madre. Le habían introducido en el ano todo tipo de objetos: una botella de cerveza era lo que más destacaba, pero también había rotuladores, el mango de un peine, un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico y un móvil. Su propio móvil, Ernesto lo reconoció.

Un joven desnudo de cuerpo muy definido la estaba penetrando por el coño con fuerza, agarrando la carne de las opulentas nalgas brutalmente, dejando marcas rojas. Se notaba que la habían azotado bastante.

Había otro joven grabándolo todo con su móvil. También estaba desnudo, su polla a media asta, todavía pringosa de semen. Se la habían estado turnando. Los muy hijos de la gran puta.

Mientras observaba, Ernesto acumuló una cantidad de ira en su interior como jamás había sentido. Sin darse apenas cuenta, se estaba apretando contra el cuerpo de Inés. Su polla aprisionada se aplastaba contra el culo de su hija como un ariete.

Ernesto jadeaba como un toro embravecido. Hervía de furia. Hervía de lujuria. Sus ojos fijos en el culo atorado de objetos de su hija menor. En la polla que la penetraba una y otra vez. En las marcas rojas corrompiendo su piel de alabastro. En la hermosa masa cárnica que sobresalía de la camiseta con cada embestida. En la boca de labios carnosos con el carmín corrido; la tela del tanga asomando entre ellos, ensalivada. En los ojos azules apenas visibles entre los mechones de pelo. Los ponía en blanco. Parecía drogada.

Inés, aprisionada contra la pared, inició un forcejeo contra el paquete abultado de su padre, echando el culo hacia atrás, moviéndolo de manera circular. No buscaba liberarse, sino espolearle.

Ernesto llevó su mano izquierda a la cadera de su hija. Sintió la sangre que empapaba sus dedos extendiéndose por la piel bronceada. Su mano se deslizó entre la pared y la ingle de Inés. Sintió el sudor de ella, sintió cómo se mezclaba con la sangre.

Inés echó la cabeza hacia atrás, apoyando la nuca en su hombro. Sus lacios cabellos le hicieron cosquillas.

—Papi, sabía que eras una bestia —le dijo con voz melosa, la voz de una niña ofreciendo el pecado—. Os veía follar a mamá y a ti tantas veces, como animales. —La mano de Ernesto se aferró al coño de su hija, por encima del tanga, apretándolo con fuerza. Inés gimió de gozo, los fluidos traspasaban la tela, se derramaban entre los dedos de su padre—. Me mataban los… ufff… los celos. Era todo tan intenso entre vosotros, tan fuerte… No había lugar para tus niñas, ¿verdad, papá? Solo para esa puta.

Ernesto apenas la había oído hasta ese momento. La última frase activó algo. No exactamente raciocinio. Eso se había quedado muy atrás.

—No hacíais más que follar y salir por ahí, le dabais una paliza a cualquier imbécil y llegabais a casa como perros en celo, follando a lo largo de todo el puto pasillo. —Inés decía todo esto entre gemidos, sin dejar de restregar el culo contra la bragueta de su padre. Su coño estrujado sin piedad chorreaba de tal manera que parecía estar meándose.

Ernesto encontró la voluntad para apartarse de ella. La hizo girarse hacia él, apartándola unos centímetros de la puerta. Ella continuaba con sus movimientos de cadera sinuosos, frotando el culo contra la pared, se mordía el labio, los ojos brillaban febriles, el sudor perlaba su piel.

—¿Qué estás diciendo? —masculló Ernesto con voz bronca. Respiraba con tanta fuerza que le costaba articular las palabras. El corazón retumbaba entre sus costillas.

Inés le cogió la muñeca derecha, en cuya mano empuñaba el cuchillo empapado en sangre. Le llevó la mano a la altura de su cara y pasó la lengua por el filo, llenándose la boca de sangre, manchándose los labios, parte de la barbilla, tiñéndose los dientes de rojo. Luego le hizo bajar de nuevo la mano. Apoyó la parte roma del cuchillo entre sus labios vaginales, por encima del tanga. Emitió un resoplido de excitación al presionar su coño contra el acero. Le soltó la muñeca a su padre. Ernesto no solo no apartó el cuchillo, sino que lo deslizó entre las piernas de su hija, hasta que la punta dio contra la pared. Inés no dejaba de deslizar el coño a lo largo del lomo del cuchillo. Apoyó las manos en los hombros de su padre, curvó la espalda, se puso tensa. Su cara se deformó de puro placer, los ojos en blanco, le lengua fuera, goteando sangre y saliva. Se estaba corriendo.

Ernesto, a pesar de lo que sospechaba, no tenía ya ningún control sobre su cuerpo. Su hija le había llevado a una dimensión diferente, a años luz de la realidad que conocía. Una dimensión donde él era una bestia a punto de ser liberada. Pegó su boca a la de Inés, chupando aquella lengua que sabía a sangre y pecado. Hundió los dedos de la mano izquierda en aquellas mejillas suaves y tiernas, hizo que sus labios se frunciesen y los chupeteó con voracidad, mientras Inés terminaba de correrse, gimiendo dentro de la boca de su padre.

—Digo… —jadeó ella, cuando sus bocas se separaron—, que no deberías descuidar a tus niñas, porque nosotras podemos llenarte mucho más de lo que lo hacía mamá.

FIN DE LA PRIMERA PARTE