Estaba entregada por completo, se mostraba tan sucia como una puta para que le rompan el culo de una forma salvaje

¡Qué pena!

¡Qué pena!

Esas cosas solo se piensan.

Porque esas cosas, tan humillantes, Ana tan solo podía pensarlas.

Y nada más.

Mientras lo hacía, ojos clausurados, boca tenuemente abierta, hipócrita y aislada, Ana se replegada sobre si misma, mientras Pedro se esforzaba por sonsacarle un atisbo de placer a su, escasamente humedecida entrepierna.

¡Qué pena!

¡Con lo que se querían!

No es que a Ana le racaneara el nervio cuando el rechoncho cuerpo de su marido se le acoplaba.

No era mármol bajo la escarcha.

Sus manos aun acogían cariñosamente sus torpes embestidas.

Sus caderas sentían un cosquilleo, una migaja que, sin embargo, en su corazón se transformaba en un ente gigantesco, pues era Pedro, su compañero, su amor, su “lago azul” que, tan malamente, se la estaba follando.

Pedro por contraste, desbordaba fogosidad de recién estrenado, perennemente tentado por catarla en cuanto la veía desprenderse del vestido para ponerse el pijama.

El la aguardaba sobre la cama, contemplándole con cara impaciente de quien dese arrancarle la ropa a bocados.

Ana sintió su semen, escaso y desangelado, derramándose sin mucha profundidad en su interior, al tiempo que Pedro endulzaba sus tímpanos, costumbre romántica que el pobre conservaba, de susurrarle un “te quiero” mientras eyaculaba.

Ella no se corrió.

Necesita cuarto de hora más de previos y una copita larga de orujo si quería hacerlo.

Lo mejor venía cuando se desacoplaban.

Pedro nunca giraba espuelas para dormir.

Pedro la abrazaba, besando dulcemente la parte del rostro que tuviera más a mano…un moflete, una oreja, una ceja, recuperando el resuello mientras deslizaba palabras plagadas de cariño que, esta vez sí, la dejaban segura y satisfecha.

¡Qué pena!

Pedro era un casi todo.

Por la mañana, cuando ella entrara en la cocina, descalza, tosca y en bata, bostezando desgreñada y poco amigable, se lo encontraría sonriente, con su taza de café caliente humeando y las tostadas sobre la mesa; mermelada de mora, mantequilla templada, tal y como a Ana le gustaba.

Ella comenzaría la jornada con un beso en la mejilla, un “buenos días” y una palmadita leve en el trasero a modo de “anoche estuviste fantástica”.

La ropa de los niños estaría ya metódicamente preparada y su toalla de ducha, la grande y violeta, la encontraría sobre el radiador, para que al salir la tuviera calentita y no se resfriara.

Mientras se secaba, Pedro le contaría que en el despacho tendría mañana movidita pero que sacaría tiempo de donde fuera para llevar al pequeño a clases de karate.

Por la noche había planeado comprar unas pizzas, calzarse los cuatro unos calcetines bien gordos y escoger una película de pago con la que rematar la noche del viernes.

Discutirían por elegirla si, pero al rato los críos estarían cabeceando y terminarían solos, abrazados, viendo sin ver algún programa de cotilleo barato.

A Ana el plan no le hacía cosquillas.

Pero a Pedro, casa, calor y familia eran el oxígeno que alimentaba su vida.

Pedro era así; ese casi todo.

Y ese “casi” era lo que roía dentro de la sesera de Ana mientras, paseando por una acera perdida, se acercaba a un barrio que, hasta hacía cuatro meses, no frecuentaba ni perdiéndose en el callejero.

Pedro le hacía sentirse comprendida, escuchada, arropada, protegida y segura de sí misma.

Pedro era la certeza.

Pero ese “casi todo”, esa carencia, le hacía sentirse sorda, aletargada, incapacitada para comprender y valorar lo que ahora disfrutaba y lo que estaba poniendo en serio riesgo.

“Eso” que olvidaba justo al tocar aquel timbre tres veces consecutivas, al tiempo que, mientras escuchaba pasos al otro lado, con habilidad magistral, se liberaba de las bragas.

Cuando Lorenzo abrió, ella las sostenía pícaramente, balanceándose, izquierda-derecha, izquierda-derecha, en un dedo.

Él sonrió, las cogió, las olisqueó y, mirándola con aquellos ojos de tormenta que tanto ayudaban a humedecerla, la hizo entrar sin saludos, exquisiteces ni protocolos, utilizando un estirón seco que le hizo esbozar un leve grito sorpresivo.

Ya dentro, puerta cerrada, le dio la vuelta y allí, de pie, besó lúbricamente su cuello, descendiendo su mano justo donde ya no paraba la braga.

Lentamente la inclinó contra la madera, procurando que sus ojos, conincidieran justo enfrente de la mirilla.

Con habilidad demoniaca, colocó una mano en su cadera y con la otra, jugueteó con la polla acariciando superficialmente los labios gruesos, lascivos, acuosos que hacían escolta de su coñito, notoriamente empapado.

Y ella allí, entregada y sucia, exhalando sobre la puerta, echando hacia atrás el trasero en su desesperada busca.

Y el, pícaro y cabronazo, dando un pasito hacia detrás para luego compensar con otros dos que parecían querer atravesarla.

Hasta que sucedió.

Lo tenía todo milimétricamente calculado.

En cuando escuchó a su septuagenaria y renqueante vecina, una de esas que de la compra a misa y de misa a la compra, abriendo su propia puerta, Lorenzo propinó una penetración directa y jugosa, hasta topar su ombligo con las nalgas de Ana, originando un sonoro acoplamiento carnal.

– ¡Aggggggg!

Ana gritó abriendo los ojos de par en par, contemplando ruborizada como la vecina alzaba la vista, moviendo el cuello de izquierda a derecha en busca del origen de aquel desafuero.

Por supuesto que en el perverso carácter de Lorenzo, se parapetaba la idea de incordiar, con sus jugueteos, la santidad del vecindario.

¡Plas!

Un manotazo abierto hizo que las nalgas se columpiaran de lado a lado.

Ana volvió a gritar.

– ¡Pídeme más puta! – alzó la mano ante la mirada, entremezclada de miedo y deseo que ella, con el cuello girado, le lanzaba.

– ¡Mas, mas, clávamela hijo puta! – grito comprendiendo el objetivo de aquel juego que la iba a llevar a gozar de una corrida tan rápida como aguda.

Volvió a la mirilla.

La vieja parecía disgustada.

Casi se santiguaba.

Pero la muy carcomida, la muy hipócrita, no se movía.

Incluso hizo ademán de acercar la oreja.

Y a Ana, aquello de saberse mala, de saberse pecadora y objeto de envidia, le hizo eyacular un espectacular chorro de sí misma, muslos abajo, hasta la tarima, mientras la manicura se le quebraba apretando las uñas contra la madera, lamiendo el cristalito de la mirilla, babeando de pura delicia, ensartada por aquella polla reina, a dos metros de una “reza padre nuestros de mierda”.

Media hora más tarde, Ana y Lorenzo fumaban desnudos sobre la cama, tratando de recuperar líquidos, de cara a encarar la siguiente acometida.

– Venías con ganas.

– Me esperabas con ellas – respondió ella, enrollando sus dedos entre los pelos de sus pectorales – Me gusta estar aquí.

– Y a mí que estés.

– No me gustaría marcharme…otra vez.

– Te lo dije una y te lo digo ciento. Eres tú la que está casada, tiene hijos, responsabilidades, ya sabes, esos rollos.

– ¿Tú querrías que me quedara?

Lorenzo se limitó a responder con un encogimiento de hombros y esa sonrisa entre dulce y macarilla.

En lugar de hablar, colocó una mano sobre el pubis, demostrando, una vez más, que sus habilidosos dedos, carecían de callosidades, rugosidades o uñas mal cortadas.

Ana, abrió instintivamente sus piernas y se dejó hacer, cerrando los ojos sin aguardar ya una respuesta.

A las dos de la tarde salió, apurada por llegar a la salida de sus hijos del comedor escolar, con los nervios más templados y la vagina enrojecida tras aquel cunnilingus salvaje, regalo de despedida, practicado con las manos aferradas al cabecero y la espalda curvada, boca abierta, conteniendo un grito que, finalmente, cuando llegó, pudieron escuchar desde ático hasta el rellano.

Normalmente, mientras Pedro trapicheaba la cena, larga ducha, pestillo echado, no tardaba mucho en olvidarse de Lorenzo y de su prodigioso y contumaz miembro.

El agua hirviendo y el gel de lavanda eran su interruptor automático, capaz de oscurecer la vida oculta e iluminar aquella que públicamente exhibía.

Sin embargo, llevaba ya dos semanas enteras, con sus minutos y horas, incapaz de desprenderse de sus secretos.

Pensaba en la juventud de Lorenzo, para ella pasado cercano, en su inagotable imaginación y en el sabor de su piel; sabor a vida fresca.

Pensaba en Pedro, en su equilibrada felicidad, en su enorme defecto, en ese “casi nada” que a él podía parecerle invisible, pero a ella se le alzaba como un muro de lamentaciones, capaz de hacerle sentir que, a pesar de su café y su mantequilla templada, no avanzaba nada.

La rutina frente al imprevisto.

– ¿Qué te ocurre mi amor? – preguntaba dándole un beso en la frente, mirándole con esos ojos tan derrochadoramente confiados.

– Nada cielo – respondía – Que me duele- …la cabeza, la garganta, las piernas – tenía anatomía de sobras para inventarse una excusa.

“Deja de engañarte a ti misma” – se reprochaba.

Pero no conseguía dominarse, encarrilarse, adoptar una actitud más real y sensata.

“Fóllatelo Ana – se repetía – fóllatelo hasta romperte la cadera. Pero no reniegues de esto”.

Pero no había forma.

Al principio se prometía para sí misma que aquello nunca más iba a volver a ocurrir.

Un propósito que se diluyó en apenas dos días, por culpa de aquel prodigioso orgasmo, culmen de los dos previos, encadenados tras media hora con sus piernas sobre los hombros de Lorenzo, cabalgándole como un cosaco a la carga, tan brutal, sudado y pecaminoso.

Las antípodas de lo que hasta ese instante había conocido.

Incalculable, temible, ardiente, sobrecogedoramente imprevisto.

Tan pronto lo felaba hasta comerse lo que surgiera dentro de la terraza acristalada, como apretaba sus pechos contra la mampara mientras masajeaba sin conmiseración sus pechos, haciéndola sentir que siempre había un “más profundo”.

Pedro era un tesoro, un cielo, un apoyo; pero un absoluto negado a la hora de hacerle supurar oleadas de erotismo piel abajo, de hacerle sentir que era hembra negada de respeto en una cama.

Quería que, en plena follada, dejara de pedirle las cosas con un por favor y gracias, que las agarrara, que las usara y, sobre todo, ante todo, que la tratara como la puta más puta de toda la provincia.

Y se sentía con cuarenta y cinco, acompañada pero incomprendida, madura pero con el minutero contado.

Solo poseía dos niños, un trabajo monotemático y su marido.

– No seas gilipollas Ana.

Pilar siempre la había escuchado.

Fuera por tonterías, fuera por asuntos gruesos, Pilar era el desahogo, el cambio de giro, el consejo amigo y, en más de una ocasión, la respuesta entre trago y trago.

Pero en estas, el vino, aun de los caros, se le estaba caducando.

La conversación subía inconscientemente de tono, acalorándose por culpa de Ana, niña mental para soportar que alguien objetara razones a la verdad que ella deseaba…aunque no fuera verdad, por mucho que insistiera.

– ¿Qué hombre mira a su mujer como Pedro te mira después de veinte años de matrimonio?

– Tú no sabes lo que es estar casada lista. ¿Repasamos tu historial? Ninguno te pasó del año. Es lo más que toleras al aburrimiento.

– Vale tía te diste un capricho – Pilar intentó esquivar el dardo – ¿Conoces alguna que no se lo haya dado? Del grupo casi todas bajaron bragueta que no era de marido. Pero es eso, un capricho. Hombres como Pedro no se encuentran. Pedro lleva dos décadas defendiéndote.

– ¡Claro como la señora es soltera vocacional!

Pilar respiró hondo.

No era ella la que había llamado.

Pero si la que había sonsacado media hora al trabajo que luego tendría que recuperar para escuchar a una amiga que parecía necesitar de su consejo.

– Ana – volvió a respirar. No quería estallar, no quería abrir una brecha para la cual, luego no hubiera cemento – Yo escogí porque no encontré. Te recuerdo las veces, dos en concreto, que nos sentamos la una frente a la otra solo que con una diferencia; era yo quien te pedía consuelo. Cuando encontré a Manuel de la mano de otra. Cuando Roberto me miró a la cara para decirme que ya no estaba enamorado de mí. Me voy a levantar. Me voy a ir. De ti espero solo que me llames para pedir disculpas por lo que me has dicho. También esperaría que recuperaras el sentido común y aprendieras a ver lo que los demás vemos en Pedro. Pero mucho me temo que eso será un imposible. Y que vas camino de cometer un error irremediable. ¡Qué pena!

El vaso se rompió definitivamente un lunes, veintitrés de abril de mil novecientos noventa y nueve.

La jornada, casi finiquitada y ella, encamada, aguardando nerviosa a que el regresara del cuarto de los niños.

– ¿Estás bien mi amor?

El la contemplaba desde el borde de la cama, quitándose la chaqueta para acostarse y darle ese último beso sin el cual, así lo aseguraba, era incapaz de conciliar el sueño.

– Quiero la separación Pedro – ella prefirió vomitarlo antes de recibirlo. No hubiera podido confesárselo luego de aquel sincero gesto de cariño.

Cuando tres días más tarde Pedro cerró la puerta, sin teatros ni aspavientos, lo hizo tratando de guardar la compostura y tragar lágrima. Ana se quedó a solas, con sus dos hijos y esa araña del techo que no había forma de encontrarla para darle pasaporte eterno.

Ana escuchó los pasos de su ya exmarido, alejándose entre el eco vacío del pasillo.

Tras suspirar, agarró el móvil, llamó a su canguro de confianza, le ofreció el doble, aguardó una hora eterna, dio instrucciones, cogió el metro circular y, tras caminar veinte minutos de acera nocturna, con un pedigüeño borracho y el olor a basura sin reciclar como única molestia, se encontró, nuevamente, entre los brazos cementeros de Lorenzo.

Aquella noche ausente de todo, caprichosa, victoriosa, lo sintió como nunca; enérgico, dominante, mandón, expeditivo, novedoso, travieso, incalculable, inadvertido, sorprendente, insaciable.

Ella trataba de seguirle el ritmo.

Pero la diferencia de edad y la elasticidad del músculo, podían llegar a ser un insalvable obstáculo.

Un ritmo felino, donde al tercero, dejó de contar los orgasmos, cada uno más intenso y lubricante que el anterior.

– Hoy vamos a celebrarlo como nunca lo hicimos – anunció, dejando un bote de mantequilla a la vista, sobre la mesita.

Ella lo vio.

Ella comprendió.

Y por un segundo estuvo a punto de esgrimir una excusa, como un millón de veces hizo antes del veintitrés de abril de mil novecientos noventa y nueve.

Pero esta vez lo miró, directamente, atisbando el brillo de su iris negro.

Atemorizada pero curiosa, le dio la espalda disponiéndose directamente en pompa, tratando de hundir la cabeza en la almohada tan profundamente como alzaba sus glúteos.

– Zorra.

No respondió nada.

En su lugar se limitó a no limitarse, a cerrar los ojos y ahogar la respiración mientras, durante dos minutos tensísimos, aguardaba a ver qué cojones pasaba.

Y lo que pasó fue que primeramente, sintió una puntita húmeda y fina a la altura del ano, rodeándolo, atravesándolo, penetrándolo muy ligeramente, apenas dos o tres milímetros.

Enseguida reconoció la lengua de Lorenzo.

Era imposible no hacerlo, tan habilidosa, pícara y juguetona.

Ella, excitada, acercó sus glúteos hasta hundirlos en la cara de su amante, ahora pareja.

Estuvo así largo rato.

Con el rabillo vio desaparecer el tarro, hundirse la mano de el en su contenido y sacar una generosa ración.

La mantequilla se desparramó por toda la abertura de manera harta y untuosa.

Ahora comprendió la razón de utilizar previamente la lengua….la impresión, que hubiera podido sentir al sentir pringadas sus nalgas habría sido algo desagradable, de no ser por la inmensa excitación previa que Lorenzo le había provocado.

– ¿No te desvirgó tu marido la noche de bodas?

Ana asintió sin abrir la boca.

– Pues ahora – colocó su miembro en la abertura – Te desvirgaré yo el lado prohibido.

Y empujó lenta pero muy firmemente, generando en Ana una sensación asfixiada al morder sábanas. Sabanas con sabor a dolor deseado, a anhelo por lo ilícito, a atracción por lo profundo y pecaminoso.

Lorenzo llegó al tope, insistiendo tres o cuatro veces más con un ritmo meticulosamente calculado.

Pero a la quinta, tras un cachete severo, arreció con mayor fuerza, con nula desconsideración.

Para entonces, Ana suplicaba más, más, con gritos humillados.

Y entonces, el muy canalla, sintiendo que ella se venía otra vez, puso su mano derecha justo encima del clítoris, sin tocarlo, solo presionándolo, dando sutiles caricias en círculos.

– ¡!Lorenzo, Lorenzoooooo siii, siiii!!

Fue la primera vez que Ana tuvo un orgasmo anal y vaginal perfectamente acompasados.

Y la primera que, al hacerlo, puso los ojos en blanco, como si de un martirio se tratara, y ella fuera la santa beata de las divorciadas bien fornicadas.

Dos meses después, lo mínimo que exigía el protocolo, Lorenzo hizo mudanza.

Aguardaron un fin de semana de niños paternos, para sacar buen provecho de todos los rincones del unifamiliar que la bisoñez sexual de Pedro, había dejado demasiado oxidados.

El mármol de la mesa central donde de normales se cortaban pimientos para el sofrito, significaba acoplarse sobre ella, con el trasero frío y el coñito haciendo burbujitas. Lorenzo apretaba su cuerpo contra el de Ana, penetrándola con deliciosa lentitud, con método, con pausada firmeza, sin dejar de besarla, llegando al fondo para moverse luego en círculos.

Ana se corrió entrelazando su lengua con la de su ahora pareja, aferrada a sus omoplatos, sin recordar que el jueves por la noche había domado la masa de una pizza casera justo donde en ese instante, su coñito goteaba de puro orgasmo.

El sofá de cuero artesano milanés…bueno imitación, donde la sodomizaba con el volumen del televisor puesto al máximo, emitiendo aquel programa de cotilleo rosa, hiriente y hortera. Dentro de su culo, Lorenzo dilataba intencionadamente la polla, acariciando con ella las paredes internas del útero, generando aquel cosquilleo que llevaba a Ana, a dejar de controlar el movimiento de sus piernas al tiempo que se corría.

Ante el gigantesco espejo del pasillo central, vertical y de cuerpo entero, donde, de pie, la penetraba con violentas sacudidas mientras el reflejo de ambos sostenían un duelo de miradas lascivas, el clavando las uñas en su cintura, ella chapoteando su excitación con aquellos salvajes empentones y el enloquecido vaivén de sus tetas.

Nunca imaginó que sus pequeños pechos, fueran capaces de hacer semejantes piruetas.

Y, por supuesto, el lecho.

Para celebrarlo, había puesto unas sábanas nuevas, de raso negro, que compró el jueves a precio de hígado.

El lunes tuvo que tirarlas, atestadas de semen y fluidos, rotas por el aferramiento de sus eyaculaciones.

Porque con Lorenzo, Ana eyaculaba.

Cuando el lunes los niños regresaron del colegio, hizo las presentaciones oficiales.

Ellos, educados, aleccionados por su padre para que trataran diplomáticamente al nuevo compañero materno, obedecieron sumisa pero fríamente.

El, pasivo, ni tan siquiera se molestó en levantarse de la silla donde disfrutaba del cálido sol del aterrazado.

– ¿Qué pasa chavales? – extendió la mano, la juntaron y cada uno regresó a su diario.

Ana los envió luego a la cocina para prepararles la merienda.

– ¿Qué os ha parecido? – preguntó por puro protocolo, convencida de que amarían lo que ella estaba amando.

– No me apretó la mano mama – señaló el mayor.

– Bueno…¿y qué?

– El abuelo decía que las personas que no aprietan la mano al saludar, ocultan algo.

Ana volvió a cometer su error innato de mentirse a sí misma.

Una trampa en la cual caía cada vez que, en la cama, volvía a sentir las manos febriles de Lorenzo, amasando de forma grosera sus pechos, mientras ella lo cabalgaba locamente, dejándose llevar por el violento y húmedo instinto de su entrepierna.

– ¡!Aaaaa si si si siiiiiiiiiiiiiiiii!!

Gritaba.

Gritaba como nunca lo hizo junto a Pedro.

Con él, siempre sofocaba sus gritos, temiendo que niños, familia o vecindario se enteraran de que copulaban.

Pero con Lorenzo, un comino le importaba la opinión del ajeno.

“Ya querrían vecinas y amigas dejarse empotrar por un macho como Lorenzo” – solía pensar si, alguna vez, le asomaba algo de comedimiento.

Con su exmarido sostenía una relación funcional, sin detalles pero también sin traspiés ni dificultades.

Los lunes recogía a los niños, comentaban de pie, en la calle o la puerta del colegio cualquier inconveniencia estrictamente filial y continuaban su respectivo camino.

Él conversaba lentamente, tratando de entrar en detalle para que Ana comprendiera bien que al pequeño se le metió una brizna de madera en el ojo y por eso lo tenía irritado o que el mayor había sido castigado por el profesorado al pelearse con un compañero en el patio de recreo.

Ana, por su parte, finiquitaba el expediente apresuradamente…”Si, si ya veremos”…siempre atenazada por las prisas de meter a los críos en clases extra, marchar a casa de tres en tres pasos, y aferrarse a su Lorenzo, de oficio chulo mantenido, siempre con la polla divinamente erecta y dispuesta.

– Tenemos hora y media – anunciaba apresurada antes de que los críos acabaran de nadar, correr, jugar al futbol, aprender inglés, ballet, chino, política mercantil o lo que cojones fuera.

Hora y media con la que permanecer con su polla bien adentro, bien exprimida, sintiendo los cálidos grumos de su semen, escurriéndose de dentro hacia fuera.

Porque Lorenzo era capaz de eyacular dos o tres veces diariamente y hacerlo, en todas, con torrentes generosos, disparos vigorosos capaces de fertilizar uno, dos, mil coños.

Y Ana se complacía recibiéndolos, acogiendo en su matriz el derroche del hombre que estaba amando.

– Te quiero Lorenzo – le dijo apretando sus nalgas contra su miembro, justo cuando ambos culminaban.

El no respondió nada.

– Ha estado de puta madre – bueno solo eso.

Y Ana volvía a mentirse, a convencerse de que su decisión había sido la correcta.

Y, como todas las mentiras, la realidad, como un ariete, como un huracán jamaicano, termina retornando para imponerse viva fuerza.

Celebraban un año de convivencia.

Había comprado lubricante, había decidido dejarse fornicar sobre el césped con los aspersores puestos, había decidido escaparse del trabajo con una gabardina detectivesca como única prenda y aquella pieza de lencería debajo que compró a precio de oro, aun sabiendo que Lorenzo se la destrozaría a bocados antes de clavársela hasta el fondo.

Los gritos de la otra se escuchaban desde el garaje.

Era un chillido creciente, prueba de que en el mismo instante en que desconectaba el motor, la muy hija de puta tenía el suyo totalmente revolucionado.

– ¡Lorenzo, Lorenzo así, así fóllame asíiiii!

No quiso entrar.

No encontró ni el valor ni el orgullo.

En su lugar marchó en busca de un café, marchó en busca de aire fresco, marchó para ver si debajo de algún pedrusco, había dejado abandonada su autoestima.

– ¿Quién era? – le espetó cara a cara cuando, justo después de la cena, los niños buscaron la excusa de la lectura para dejarlos a solas.

– Carlota. Una amiga del instituto.

Ana la conocía.

Era una culona fea, con acné inserto en la barbilla y buenas tetas.

Era su única cualidad erótica.

Unas tetas de vértigo, talla exótica y bien enhiestas.

Como septiembre y la recolecta de peras.

– Eres un hijo de la gran puta Lorenzo. Pensé que…

– ¿Qué eres exclusiva? Noooo cielo no. No tengo la culpa de que tus gritos cuando te corres se escuchen de lado a lado del barrio y tenga por ello a las tías pegaditas a mis pies, toditas rabiando de celo.

– Búscate un trabajo. Búscate algo aparte de tener que esperarme aquí todo el día.

– No es mi estilo Ana.

– Pero, pero, pero….

Sí.

Lorenzo era un impresentable, un ser egoísta, vago, asqueroso, hedonista, incapaz de hacer algo que no fuera en su propio beneficio, calculador, frío, improductivo, avasallador.

Pensaba en ello allí, en el sofá, digiriendo aquella respuesta mientras el muy cabrón, con su habilidosa mano izquierda, introducía sus dedos bajo el pantalón vaquero, justo para llegar hasta donde el…y ella querían.

– Pues algo en todo este cuento no te molesta – meció ágilmente un dedito, describiendo circulitos en torno al caperuchón que protegía su botón mágico – porque estas pero que muy húmeda – incorporó otro dedito al juego – lo cual me lleva a pensar – cuando añadió el tercero, el primero se introdujo en la vagina – que te gusta oler en mi polla el aroma a otra.

Ana escapó, salió en busca de sus hijos, entrando en su habitación para abrazarlos, sin darles respuesta sobre porque estaba despeinada, descamisada, ausente, autómata, derrotada.

Aquella noche durmió a dos palmos de Lorenzo.

Dos palmos que, el terror, terminó por convertir en dos kilómetros.

Sentía terror a su edad, sentía terror a su mentira y consecuencia y, sobre todo, sentía verdadero terror a perderlo.

Por eso comenzó a denigrarse, a masticarse su capacidad de decir no.

Todo, con tal de que Lorenzo no la abandonara por una más joven, más pechugona, más multiorgásmica que ella.

Conservarlo se transformó en su objetivo y dogma.

Y para ello, para ello, todo para ello, accedía a cada capricho que él le ordenara.

– Vístete como una zorra y exhíbete en la cafetería de la esquina. Pasea por la avenida principal sin braguitas y agáchate a buscar algo delante de algún baboso, échate leche condensada en los pezones para que tenga buena merienda, cómemela viendo el futbol, pon tu culo en pompa y olvídate de vaselina, trágatelo todo y luego dale un dos besos a la próxima visita, mastúrbate viendo porno lésbico, deja que te lo coma mientras hablas con tus padres, de rodillas y chupa mientras como un par de huevo fritos, liga con un extraño, morréate con él, márchate luego dejándolo con la polla bien tiesa…

Cosas a las que su moral dirían no, pero su miedo y su dichosa inclinación a mentirse a sí misma, terminaban descorriendo el cerrojo.

Para que no se vaya, para que continúe al lado, haciéndome sentir viva y que todo este embrollo mereció la pena.

Hasta que le ordenó hacer aquello.

Lorenzo se masturbaba pausadamente, despanzurrado sobre el sillón esquinado, entre ropa tirada y la persiana a medias, dejando entrar alineados haces de luz que apenas iluminaba la escena.

Luces apagadas, aroma a los doce cigarros que el llevaba entre pulmón izquierdo y derecho.

Ana lo contemplaba larga sobre la cama, sin dejar de mirarlo, con una expresión a medias entre la lástima y el reproche, sin dejar de preguntarse por qué razón había caído en esto.

“¿En qué me he equivocado?”

¡Qué pena! ¡Dios mío qué pena!

Su cuerpo se mecía irregularmente, entregado, lánguido ante los torpes envites del amigo friki de Lorenzo.

Ese amigo que por gordo, sudoroso, maloliente y plantígrado, ninguna, en su sano juicio, hubiera dejado que le metiera mano.

Cuando lo vio entrar, desnuda y atada al cabecero, quiso quejarse.

Bajito, seboso, tripón cervecero, papada, calvo a trazos y esos ojos.

Ojos de salido estereotipado.

Salido que nunca, sin pago de por medio, había palpado la piel de una hembra.

Pero calló.

Lorenzo le había jurado que la abandonaría en ese mismo instante, sin dudarlo, sin desatarla, si se negaba a ello.

– Este es mi amigo Alex. Verás, el pobre, como puedes comprobar, nunca ha tenido una oportunidad como esta.

Ninguno de ellos fue agradecido.

Mientras el sobrepeso de Alex la aplastaba, mientras su pene sin sustancia la penetraba, carente de toda delicadeza, gritándole las peores groserías, Lorenzo se la cascaba con creciente ritmo, devolviendo a Ana aquella mirada retadora, digna de un duelo; a ver quién de los dos podía llegar a más; el en sus depravaciones, ella en su capacidad de soportarlas.

– Córrete dentro Alex – lo invitó – Es tan puta que le encantaría quedarse preñada de un tipejo como tú.

El gordo gimió, avisando que la cosa se finiquitaba.

En el momento culminante, cuando Ana notó dos ligeras y acuosas sacudidas en su vagina, la baba del muy cerdo cayó desde la comisura hasta dar en su barbilla, deslizándose luego cuello abajo.

Ana permaneció dos horas en la ducha, mientras a sus oídos llegaban las carcajadas de ambos, compartiendo cerveza antes de que, escuchando el ruido de la puerta, supiera que se había quedado a solas.

Ana regresó a la misma cafetería, junto a la misma amiga que, dos años antes, le recomendó que no cometiera la equivocación de la cual, ahora, tanto se arrepentía.

– No deberías haberte molestado – dijo Pilar, apreciando que los vaqueros rosas que Ana le acababa de regalar como petición de perdón y reconciliación, eran de los que cuestan bien caro.

– Hace tanto que no nos vemos así, de cerca, mano a mano.

– Pues desde que te divorciaste querida – lo espetó con actitud seria, dando a entender que, en el grupo de amigos, seguían sin justificar lo que Ana hizo y sus injustas consecuencias.

Ana tragó el dardo sin asperezas.

Al fin y al cabo, había tocado fondo y, sin duda, se lo merecía.

Retomarse, recomenzar, suponía asumir errores y reproches.

Sin discutirlos.

No debía olvidar que cuando renunció al mundo a cambio de una polla, su círculo más íntimo escogió hueco. Y el hueco, por justicia, fue Pedro.

– Oye Pilar….¿sabes cómo está Pedro?

– Bueno eso deberías saberlo tú dado que, por mandato judicial, puedes verlo cada diez días ¿no?

Otro dardo.

Y también directo.

Su mirada se desvió, rumbo a los fogonazos que la memoria había sido capaz de retener sobre la imagen que su ex durante los años que se mantuvieron separados.

Recordaba a Pedro adelgazando de semana en semana, encaneciéndose a cada segundo, crecientemente achacoso, con gestos doloridos cuando se incorporaba tras dar un beso a su hijo pequeño.

Lo recordaba en los intercambios, aguardando hasta el último segundo, contemplando a sus dos vástagos alejándose de la mano materna.

Recordaba sus ojos vidriosos, contenidos y la manera, siempre dulce y educada, con la que, ignorando humillaciones y desprecios, la había tratado.

– Mira Ana, lo que tengas que hablar, lo hablas con él. Reconozco que lo que hiciste nos dolió a todos. En todo caso, nunca te hubiera negado un cortado, ni entonces, cuando eras una soberana hija de la gran puta, ni ahora, que parece estas dándote cuenta de lo que has hecho y pretendes rectificarlo. En todo caso, solo te aconsejo una cosa; el tiempo pasa, las personas pasan y tú, no tienes derecho a que Pedro camine dos veces por la misma senda asquerosa donde tú lo arrastraste.

Ana pasó la noche insomne, con Lorenzo despatarrado, copando el noventa por ciento del colchón, durmiendo con la despreocupación de quien tiene techo, pan y asegurada jodienda.

Un ser primario, de instinto, sin esa profundidad tan real como prioritaria.

Cuando se acostaron, por primera vez desde que se conocieron, se había negado a consentir sus pretensiones de sexo.

Y el, encogiendo los hombros, se limitó a un “Tu mismo chata”, dándose la vuelta para quedarse rápidamente dormido.

Seguramente, ya había planeado tirar de agenda y llamar a alguna amiguita que le satisficiera las ganas en cuanto ella desayunara y tirara rumbo al trabajo.

Ana decidió perder un jornal.

Por la mañana permaneció oculta tras un seto hasta verlo salir, a eso de las once, seguramente para gastar los veinte euros que le había dado en hacer ronda de tasca entre amigos.

En cuanto su sombra se perdió de vista, llamó a Pedro y al cerrajero.

Lorenzo regresó ya anocheciendo, encontrándose la ropa afuera.

Ana, observando a través de la mirilla, ya no se sorprendió ante de la ausencia de dramas.

Lorenzo sacó el móvil, hizo una llamada y a los quince minutos apareció coche caro con cincuentona de anillo en dedo, que se lo llevó a otro techo donde, por dinero, le agenciaría cunnilingus y orgasmos.

Respiró aliviada, sacó la agenda y marcó su número.

Al principio Pedro ofreció una tímida resistencia…”No sé si debo”.

Ana decidió dejar la propuesta sembrada y aguardar a que su ex cogiera fuerzas.

Tardó una semana.

– Debemos llevarnos bien por los niños Ana – fue la excusa.

Una excusa de lunes, once de junio del dos mil uno, frente a un par de cervezas que, de tanto mirarse, de tanto silencio, se habían quedado templadas.

Ana se acongojo, dolida y rencorosa contra sí misma.

¿Cómo había podido hacerle algo así a un ser tan generoso?

Pedro flaco, Pedro chupado, con la mandíbula marcada, los ojos hundidos y el rostro que tienen los que de dormir, saben poco.

Pedro abochornado, postergado, aislado, ninguneado, tirado como un perro.

Y sin embargo Pedro, allí presente, con la mirada esquiva de quienes temen lo que deben afrontar y la actitud honesta de saber que lo va a hacer porque es su obligación ante él y ante todos.

– Pedro – apretó los puños intentado no descubrirse temblando – Pedro lo siento. Perdóname. Lo perdí todo, lo perdí por un gigantesco error.

– Ana….

– Os hice sufrir mucho. Os hago sufrir mucho y todo por este egoísmo que me ha cegado, que me…

– Ana….

– Y no sé cómo puedo hacer para volver atrás, para decirte esa noche que no me pasaba nada, que me dolía algo que…

– Ana – Pedro aferró entre sus manos las suyas.

– Que – susurró casi sin dejarse oír.

– Los niños.

Fue lo único que Pedro dijo.

Lo demás….lo hizo.

Pedro hundió la cabeza entre sus pechos, dejando escapar en sus pezones jadeos plagados de deseo…como a ella tanto le gustaba.

Pedro acopló pausado su ritmo al ritmo de Ana….como a ella tanto le gustaba.

Pedro descendió su mano izquierda con enorme ternura, acariciando cada vértebra justo hasta la rabadilla…como a ella tanto le gustaba.

Y con la diestra, magistralmente coordinadas, aferró el glúteo que tuvo más a mano, dejando caer los dedos entre nalga y nalga para rozar sutilmente la entrada del ano…como a ella tanto le gustaba.

Y mientras lo hacía no paró, ni por un solo segundo, de alabar las delicias de su cuerpo, sobre todo allí (papadilla, flacidez, pistoleras) donde ella más se creía desafortunada.

Ana se vino lenta, larga y entregadamente, acompasada por un inusual, poderoso y bien regado orgasmo de Pedro.

Su eyaculación atravesó el útero, las tripas, hasta llegar al corazón y de allí, a destrozar el espejo que durante tantos años había creado falso reflejo de las mentiras que solo ella se creía.

Ana, agotada, a horcajadas, todavía acoplada, se dejaba acariciar, exhausta y somnolienta, con su oído izquierdo apoyado sobre el corazón de Pedro.

Podía escuchar cada uno de sus latidos…bom, bom, bom.

Podía escucharlos si, pero no sentirlos.

Pedro deshizo el abrazo sin dejar por ello de dar un beso en el moflete que Ana percibió como protocolario al tiempo que lo contemplaba asustada, sentado en el reborde de la cama, hundiendo la cabeza entre las manos, dejándose envolver por sus propios arrepentimientos.

Ana sintió lo que nunca había sentido desde que, con dieciocho fue por primera vez penetrada.

Sintió que en aquella cama, desnuda, sudada y follada, era ella la que estaba de sobras.

Pedro no se giró.

Pero podía describirse en su silencio, el profundo dilema que lo atenazaba.

Pedro no sabía cómo comenzar a confesarlo.

Y Ana, que podía mentir mucho pero seguía siendo fémina intuitiva, apretó las muelas sospechando lo que ocurría.

Solo necesitó girar la vista y descubrir, sobre la silla, meticulosamente doblados, unos costosos vaqueros rosas.

Y cerró los ojos.

Lo hizo con tanta fuerza, con tanta rabia, que solo pudo escapar una única y espesa lágrima.

Las demás se las tuvo que tragar.

Sí.

Desde luego era una pena.