Éramos los únicos en la hacienda, entre bromas y bromas terminamos teniendo una noche de intimidad y le mame la polla a mi mejor amigo

Fuimos de los últimos en abandonar la hacienda, Ervivo  y Ramón casi acaban con las reservas de ron del local, tras despedirnos de los pocos compañeros que aun aguantaban la juerga, salimos del local.

—Mariano, yo no me voy contigo.  Me voy con Mamen —Dijo Ervivo, adoptando una pose que parecía que se iba a comer el mundo.

—¿Qué Mamen? —Pregunté yo, poniendo mi mejor cara de imbécil.

—¡Mamen aquí! —Respondió palpándose el paquete de un modo, cuanto menos, soez.

Oír las risas a coros de mis amigos, me retrotrajo veinte años atrás, cuando, de un modo cariñoso, me hacían caer en todas sus trampas verbales.

Entre bromas nos encaminamos al coche. Al comprobar que el personal iba más “cargado” de alcohol de la cuenta, solté una de las mías y con mi mejor voz de sabiondo repelente:

—Si alguien tiene que vomitar que lo haga antes de llegar al coche.

—¡Yoo   no vooy  boorrasshoo! —Respondió Jaime de un modo casi ininteligible y andando en zigzag.

—Tú, al igual que los otros tres, llevas una papa la mar de curiosa —Contesté sonriendo, a la vez que lo agarraba para que no se cayera.

—Tú no ve lo buena que es la papa que llevo…. —dijo Manuel poniendo cara de que iba a contar un chiste de los suyos —¿ Po tú sabe lo que va a ser mi mujer cuando me vea?

—No sé, compadre —contestó Ervivo haciéndose cómplice del chiste.

—Ponerle faltas… ¡Si es que yo sé que no le va a gustar!

 A pesar de que el chiste estaba más visto que la alcayata del almanaque, nos sentíamos tan felices que rompimos a reír a carcajadas.

Pepe, Jaime y Ervivo se montaron en la parte de detrás y Ramón se sentó en el asiento del copiloto. A pesar de lo animados que venían, fue posar el culo en el vehículo y las pilas parecieron acabárseles y donde ante había alboroto y jarana, entró de lleno la tranquilidad.

Pepe contó un par de tonterías, pero como vio que nadie tenía los cojones para farolillos, guardó silencio y para mí que se empezó a quedar grogui.

No habían transcurrido ni diez minutos de trayecto cuando el espíritu de Ron Barceló pareció apoderarse de Ramón, quien, como si no hubiera bebido aún suficiente, propuso ir a tomarse una copa.

—Ramón como me tome un buche de cubata más, puedo echar hasta la primera papilla que me tome de chico —Respondió tajantemente Ervivo.

—¡Cuando Sevilla no quiere trigo, así tendrá los graneros! —Intervine para dejar finiquitada la posibilidad de que la juerga prosiguiera en cualquier garito de mala muerte.

Acerqué primero a Pepe, después a Ervivo y tras dejar a Jaime en el sofá de su casa (pues el pobre estaba que no se mantenía en pie), me dispuse a llevar a Ramón a la suya. No obstante,  mi amigo parecía no darse por rendido y volvió a insistir en lo de ir a tomarnos una copa, aunque en aquella ocasión el lugar que propuso para hacerlo fue un puticlub.

—Mariano —dijo agarrándose el bulto de su entrepierna con la palma de la mano —, ¡los tengo hasta arriba de leche! Como no eché un casquete hoy, mañana me van a doler los huevos…

Lo miré en silencio, guardándome muy adentro lo que pensaba. Observé su mirada y pude ver cómo la alegría se había marchado de sus ojos, solo encontré en ellos una furiosa lujuria. Nunca antes había visto a Ramón comportarse así y eso que más de una borrachera la había dormido en mi casa.

A la condición inhabitual de Ramón había que sumarle que estaba pesadísimo y, aunque le hice el mismo caso que el que oye llover, él siguió insistiendo con lo de irse de putas. Entre lo incómodo que era escuchar una y otra vez la misma cantinela y lo cansado que me encontraba, mi paciencia llegó a su límite y estallé llamándole al orden:

 —¡Ramoncito, sabes que si hay algo en esta vida que soporte poco, es a un pesado y a un borracho! ¡Y tú ahora mismo estás siendo las dos cosas!

—¡A sus órdenes, mi general!  —Dijo llevándose cómicamente una mano a la frente como los militares, dando a entender que le sudaba la polla lo que yo dijera y que él seguiría en sus treces. Cómo así hizo —pero sepa usted mi general, que estoy muy caliente y como no eche un polvo esta noche me van a doler los cojones durante una semana.

Lo miré de reojo, frunciendo el gesto y dándole a entender que no me hacía ni chispa de gracia ninguna de las patochadas que estaba diciendo. Como no estaba dispuesto a ceder en intentar que accediera a sus caprichos, poniendo las manos juntas bajo la barbilla, tal como si estuviera rezando, me dijo:

—¡Anda, enróllate tío!… Vamos, nos tiramos a las dos mejores putas y es lo que le falta a la noche para ser perfecta… ¡Venga, hombre, enróllate! Si tú como estás más solo que la una, no tienes que dar explicaciones a nadie.

 Aquella afirmación última me terminó tocando los huevos, sin embargo, por el cariño que le tengo me callé. Mas su obstinación parecía no tener límites y siguió erre que erre.

—¡Joer, tío!, que tengo muchas ganas de echar un polvo… ¡Anda, anímate, que nos lo vamos a pasar de lujo!  ¿Pero por qué no te quieres venir?

—¡Porque me gustan los tíos, coño! —Dije parando el coche en seco en doble fila.

 La furia de mis palabras sonó como una apisonadora, por lo que el mundo pareció detenerse por segundos en el interior de mi coche. No sé quién estaba más sorprendido por lo que acababa de decir, si Ramón o yo. No obstante, seguramente debido a las copas que llevaba de más y que lo llevaban a trivializarlo todo, quien primero reaccionó fue mi dicharachero acompañante. Con una entereza impropia de su más que patente estado de embriaguez, me dijo:

—¿Te… gustan… los tíos? —Sus palabras me sonaron tal como si se deslizaran a través de un túnel en forma de espiral.

Me sentí como el gato al que pillan con el pájaro en la boca, así que no tuve más remedio que decir un rotundo: “Sí”.

—¿Yo te gusto?

Su pregunta me dejó completamente descolocado, pues no intuía para nada que pretendía con ella.

—Sí, un poco —¡Mentira cochina! ¡Me gustaba y muchísimo!

Si su pregunta me sorprendió, lo que me propuso a continuación rompió completamente cualquier planteamiento que pudiera tener sobre lo que sucedería aquella noche.

—Pues si no te importa, me alivias y todos tan contentos —Al mismo tiempo que hablaba, se tocaba el paquete de un modo indecoroso, evidenciando con ello que la idea le excitaba casi tanto como a mí.

Cientos de posibles finales para lo que estaba ocurriendo se fraguaron en mi imaginación y ninguno me parecía acertado. Mi nerviosismo tendió por contar un chiste, de esos que solo yo entiendo y a los que nadie le ve la gracia:

—Bueno, qué se le va a hacer, “From lost to the river”…

Sin meditar mucho el resultado de nuestros actos, acabamos en un escampado a las afueras del pueblo, el cual hacía las veces de picadero baratito para algunas parejas. El momento no podía ser más surrealista: dos colegas de toda la vida en el interior de un coche y lanzándose al abismo del sexo sin analizar las consecuencias.

Intenté disimularlo como podía, pero los nervios me apretaban la boca del estómago. Junto a mí, tenía a mi mejor amigo con una empalmadera del quince y desabotonándose los pantalones. Me veía incapaz de decir o hacer algo que no me pareciera inapropiado. Estaba tan excitado que el corazón se me iba a salir por la boca.

 —¿Cómo va esto? ¿Me pajeas, me la mamas o prefieres que te dé por culo? —Estaba claro que era el alcohol quien hablaba por él, nunca antes lo había visto comportarse de un modo tan borde ni tan desconsiderado.

Sobrepasado por el devenir de los acontecimientos, no dije palabra alguna y tiré impetuosamente del slip para abajo, ante mis ojos se mostraba una de las pollas más hermosas y de mayores dimensiones que había visto jamás. Aunque mi sorpresa era a medias pues ya conocía de sobras la anormalidad que mi amigo tenía entre medios las piernas, no era lo mismo verlo en estado de reposo, que en todo su esplendor (Más tarde, corroboraría que el alcohol había hecho merma en su virilidad y tampoco estaba aquella noche, lo que se dice al cien por cien).

Dejé que la racionalidad de los hechos se esfumara y me hice esclavo de mis emociones. Todo lo que había soñado durante tan largo tiempo se estaba haciendo realidad y no   iba a dejar que los fantasmas de la culpa me lo arrebataran.

Observé fijamente aquel miembro viril, como si estuviera hipnotizado: un capullo perfecto, un amplio tronco sobre el cual se marcaban unas amplias venas moradas y colgando de ellas dos enormes bolas. Pese a que era bastante largo, lo que más me asustaba de aquel hermoso vergajo era su anchura. Calibré cuáles serían las posibilidades de que pudiera horadar mi esfínter y me dije: “¡Ni de coña!”.

Acerqué mi boca a aquel enorme capullo. Sin reflexionar demasiado, lo envolví entre mis labios y comencé a succionarlo.

—¡Joder, tío! —Dijo sobresaltado mi acompañante ante mi efusiva reacción — Veo que no te cortas un pelo, ¿ein?  ¡Aggg, Dios mío, qué bueno!

Corroborar una vez más que, por muy heterosexual que  se crea una persona,  una boca siempre es una boca, me llevó a sacar lo mejor de mí y proseguí mamando como si estuviera poseído, con la única intención de que Ramón disfrutara cuanto más mejor.

He de reconocer que opté por chupar aquel trozo de carne muy despacio, no deseaba que se corriera y, bebido como estaba, si le ponía mucha pasión a mis lametones, su leche terminaría brotando más pronto que tarde.

Paseé mi lengua de forma circular por el capullo.  Él, como si me diera su beneplácito,  apretó mi cabeza entre sus manos y silenciosamente me pidió que siguiera. Ensalivé copiosamente aquel vergajo desde la cabeza hasta el tronco, dejando que mis babas se deslizaran hasta sus huevos. La certeza de que estaba haciéndolo bien la tenía en su cipote, que cuanto más lo succionaba, más duro se ponía.

De vez en cuando, sin dejar de chupar aquel caliente carajo, alzaba la vista para comprobar las reacciones de Ramón y, aunque tenía los ojos cerrados como si no quisiera admitir que se la estaba mamando un hombre, su semblante era de una incuestionable complacencia.

Dejé que mis labios resbalaran por aquel cipote, dejando que mi campanilla fuera la que pusiera el tope a cuanta porción de polla pudiera tragar. De vez en cuando y, con la única intención de evitar que Ramón llegará al orgasmo, me detenía para darme golpecitos con su glande en mi lengua o chupeteaba su capullo, del mismo modo que un niño lame una piruleta.

Él agradecía mis mimos con unos profundos suspiros que, inflaban y desinflaban su pecho de un modo desmedido. Corroborar que mi amigo disfrutaba tanto el momento, me dio una razón más para seguir envolviendo aquel inmenso falo con mi cavidad bucal.

A pesar de mis desvelos por evitar que aquello terminara, inevitablemente debía llegar a su fin. Sin previo aviso, de los labios de Ramón salió un casi ininteligible: “¡Me corro!” y mi paladar se vio envuelto en un espeso y abundante líquido blanquecino, sin poder hacer nada por remediarlo. Sin pesar en las consecuencias, me lo tragué, dejando que mi garganta  se empapara de un sabor mitad amargo, mitad salado.

Mi amigo, tras recuperarse del momento de éxtasis, me miró con el ceño fruncido. Sin decir palabra alguna, se subió los slips y se pasó a la parte delantera del coche.

Yo ocupé el sitio del conductor e, ignorando que palabras eran las apropiadas para aquella situación tan tensa, arranqué el vehículo y salimos del escampado.

Unos minutos después, sin intercambiar palabra alguna, llegamos a su casa, donde intercambiamos un escueto “Adiós”.

Al regresar a mi casa, mi desazón se convirtió en aplastante culpabilidad, me encontraba cansado a más no poder y los huevos, al no haber llevado a su fin el excitante momento, me dolían un montón. No obstante, aunque fisiológicamente necesitaba un desahogo, no encontraba suficiente ánimos para ello. La reacción de Ramón me había dejado bastante hecho polvo.

Intenté dar sentido y asimilar lo que había ocurrido del mejor modo que pude, pero me sobrepasaba. Dejándome llevar, había cruzado un puente sin retorno. De todos los posibles desenlaces que se me ocurrían, ninguno era nada halagüeño.  Por más vueltas que le daba, nada de lo sucedido parecía tener sentido. Le había pegado una mamada a mi colega de toda la vida, quien estaba felizmente casado y con dos niñas. El sabor que perduraba en mis labios me hizo creer que se lo había pasado bien pero, su silencio tras terminar de correrse, fue un golpe para él que no estaba preparado. Aquello podía ser el principio del fin de nuestra amistad.

Me sacó de mis cavilaciones un pitido del móvil, el cual me avisó de que tenía un mensaje.

Ramón:

M ha gstado mucho

habra q repetir

tu AMIGO

Leer aquello en la pantalla de mi teléfono fue de lo más sorprendente. No sabía qué había empujado a mi amigo a enviar aquel mensaje, lo que sí tenía claro es que no iba a dejar de formar parte de mi vida. Una extraña sensación de felicidad me embriagó, me llevé la mano al paquete y pensé: “Creo que me haré una más que merecida paja”.

FIN