En la universidad conozco a Joe, un relato romántico transexual

Mi Joe

A veces era difícil, claro, pues pese a toda la supuesta apertura y modernidad que decían regían en el Campus, tampoco era tan raro toparme con algún mal comentario, burlas, desdenes, risitas a mi espalda, si bien, en general, sobre todo entre mis compañeros de clase, no solía hallar problemas.

Yo jamás dije nada ni ellos preguntaron pero es que se notaba, siempre fui amanerada, quizá muy delicada, aniñada, no sé, y todo mundo lo asumió.

Y era verdad.

O era verdad a medias, porque yo no me consideraba homosexual, o guéi, jamás había estado de hecho con un hombre, si bien quería y lo deseaba o soñaba de cuando en cuando. Más bien yo me sentía como hembra, y en cierta forma lo era, si bien mi nombre, vestimenta general y no digamos ya mi sexo entre las piernas dijeran lo contrario.

Por aquellos años aún no me atrevía a hacer gran cosa, y no llegaba a mucho más que ponerme lencería en el secreto de mi cuarto, y hasta en casa todo mundo pretendía que no se daban cuenta de nada. Tan sólo era otro más de tres hermanos, quizá un poco demasiado delicado, sí, y hasta un poco (quizás demasiado) bonito para ser hombre, pero no más.

Poco a poco, pues, con uno que otro de los inconvenientes ya mencionados, llevaba sin problemas la carrera, me llevaba bien con algunos y con los otros no tan mal, si bien los hombres siempre fueron más reacios, y más bien siempre andaba entre mujeres, lo que no estaba nada mal. Y de hecho, con el tiempo, no fue raro que bromeando (y quizás un poco en serio) estando todo el tiempo con mis amigas Vero, Karla y Tere, alguien llegara y nos dijera: “Hola chicas”, sin siquiera mala intención sino porque así les salía.

Y a mí no me importaba, e incluso me gustaba.

Y había asimismo unos cuantos chicos que no tenían mayor problema y me trataban como igual, o no igual tal vez pero al menos no como bicho raro, del que había que rehuir para que no los fueran a confundir también a ellos con maricas, pues, la verdad sea dicha, ése fue siempre el problema con la mayoría de ellos.

Estaban Jorge, David, Íñigo y Pedrito, quien a veces incluso me llevaba en su coche cuando era ya muy tarde, pero, sobre todo, claro, desde el primer día de la carrera, estuvo Joel, o ‘Joe’, como todos le decían.

Tal vez fuera porque también él era raro, aunque no raro como yo sino… no sé, un poco solitario, gruñón, medio inestable, a veces podía contar chistes en medio del salón que hacían desternillarse de risa a todos, y al momento siguiente, y por días, apenas y le dirigía la palabra a nadie, ensimismado, receloso, y luego vuelta a ser tratable de la nada. Raro, pues, y aunque era alto, muy alto y más bien recio, también tenía algunos problemas de autoestima por su cara tan marcada por el acné furioso que tuvo de más joven.

Siempre me hacía reír, como a todos, y a veces estudiábamos juntos en la biblioteca, entre clases, otras pocas veces comíamos en la cafetería solos o casi siempre con otra amiga, se sentaba junto a mí en algunas clases, me encaminaba a mi casa de cuando en cuando, y después, como hacía con todo mundo, dejaba de hablarme por días, se encerraba en su mundo muy privado y no hacía más que gruñir si alguien se le acercaba, retirándose en cuanto acababan las clases sin despedirse de ninguno.

Ya debíamos estar en tercer o cuarto semestre, no recuerdo muy bien, cuando un día, luego de uno de esos periodos de aislamiento, sencillamente se sentó junto a nosotras en la cafetería y, tras un rato charlando de lo que fuera, no sé por qué, mis amigas se levantaron y se fueron, quedándonos solos él y yo, lo que no era en realidad tan raro como ya dije, pero entonces, sintiéndose particularmente confidente, comenzó a hablarme de su madre, de la relación con su padre, de su hermano, y yo lo escuché atenta, mirando por vez primera al chico frágil que había en ese cuerpo enorme.

Su mamá los había abandonado, vivía en Estados Unidos desde hacía años, su papá era algo así como un ogro que los trataba a él y a su hermano como empleados, y su hermano mismo era una lata, nada que ver, pues, con la familia unida y amorosa que yo tenía.

Comencé a verlo como era, como era en realidad, y me gustó… me gustó mucho, si bien, claro está, me guardé muy bien mis sentimientos y ni entonces ni los días y semanas siguientes, en que más y más me hablaba y conmigo se expandía, me atreví a hacer más que escucharlo e intentar hablarle comprensiva.

Unos meses después dejó de hablarme, de nuevo, nada más porque sí, volvió a andar de malas con todos, desdeñando incluso un poco a uno que otro profesor y, entonces, una semana más tarde, como si nada, se sentó a hablarme de una película que había visto y me contó un chiste, y así más o menos nos la pasamos todo el resto del semestre.

Durante todas las vacaciones no me lo pude sacar de la cabeza, fantaseaba tonterías, y a pesar de que nos conocíamos desde hacía más de dos años, sólo entonces lo sentí tan… no sé, cercano, entrañable, pero era raro porque a pesar de todas sus confidencias y cercanía ni siquiera sabía dónde vivía, no sabía ni su teléfono, y durante todo el tiempo entre cursos no nos vimos ni nos hablamos ni una vez.

No sabía qué esperar cuando al fin se reanudaron las clases, no sabía a quién encontraría, si al ogro o al chancero, a mi amigo o al extraño, y peor aún, no sabía cómo iba a reaccionar yo misma al verlo de nuevo, después de todas las tonterías que imaginé y fantaseé sobre él en vacaciones.

Pero no hubo contratiempos, no hubo nada de nada, tan sólo nos saludamos, platicamos un poco y reanudamos más o menos la rutina, yo con mis amigas y él aparte, haciendo el bobo en algún lado y después enfurruñado, hasta que al fin, otra vez sin venir a cuento, volvió a sentarse junto a mí en la cafetería y, muy serio, me descargó poco a poco sus traumas con sus padres.

Acabadas ya las clases, muy tarde y yo muy lejos de mi casa, se ofreció como hacía a veces a adelantarme un poco el camino, antes de la desviación hacia su casa.

—Okey —le respondí y me subí a su camioneta vieja, que manejaba con enorme precaución.

—Tengo un chingo de hambre —mencionó, mirando cuidadoso la carretera.

—¿Sí?

—Sí, por aquí adelante venden unas hamburguesas gigantes, ¿quieres una?

—No sé, ¿qué tan gigantes?

—Mucho, como para no sentir hambre en cuatro días.

—No gracias, ¿dónde quieres que me quepa? —dije yo, mirando hacia abajo mi flacura.

—Ándale, acompáñame, están ricas, a ver si así se te quita un poco lo ‘flaca’ —dijo, sin siquiera darse cuenta, y yo no lo corregí, porque me gustó y además no habría sabido cómo, y porque en realidad no había nada que corregir

—Okey… vamos —le respondí—. Pero si no me la acabo me ayudas.

—Vale.

El lugar no era muy grande aunque sí acogedor, una especie de negocio familiar con no demasiadas mesas, y nos sentamos en una esquina.

No había en el menú gran cosa que escoger, pero al menos había hamburguesas de tamaño más pequeño, y eso fue lo que ordené.

—Muy bien señorita, ¿y usted, joven? —nos dijo la mesera, con la mayor naturalidad del mundo, así que yo me sonrojé, luego Joel me miró, quizá estuvo a punto de decir algo, pero en cambio sólo ordenó su plato gigante.

La verdad me pasaba bien seguido, y sólo había problema cuando estaba con alguien más, mamá por ejemplo, que de inmediato, casi ofendida, necesitaba corregir al impertinente.

Estuvimos en silencio largo rato, pues se tardaron bastante en servirnos, aunque, extrañamente, no me sentía nada incómoda. Lo vi comerse uno tras otro los totopos que servían de aperitivo, un refresco y hasta un dulce que alguien había dejado en la mesa de enfrente, hambriento de verdad.

No pude más que sonreírme al ver su cara cuando al fin nos sirvieron, y mientras de a poquito yo me iba comiendo la mía, lo vi zamparse en poco rato aquel pedazo enorme de carne con pan.

Acabamos casi al mismo tiempo, pese a la diferencia enorme de los platos, y satisfecho él eructó, recargado en el respaldo de la silla.

—¿No vas a querer más?

—No, gracias, ya me llené.

—¿Sí? A mí se me antojan unas papas.

—¿En serio?

—En serio en serio… Señorita —llamó a la chica, y le ordenó lo que quería.

—Qué bárbaro eres.

—Ventajas de no tener que cuidar la línea —replicó, mirándome de reojo.

—¿Crees que yo llevo dieta o algo así?

—¿No?

—No, sólo no como mucho.

—Mmhh…

—¿Qué?

—Nada, nada… —dijo él, acabándose en un santiamén las papas que entonces le llevaron.

Salimos del lugar bien satisfechos, él incluso contento, y se ofreció a llevarme hasta mi casa, lo que me extrañó, pues solía sólo dejarme en la parada del camión, pero con gusto le dije que sí.

Puso algo de música, sacó un dulce de menta que le dieran en el restaurant, y, sin mirarme, carraspeando, preguntó:

—¿No te molesta que… te confundan?

—¿Que me confundan?

—Sí, ya sabes… como la mesera.

—Ah… No, la verdad no.

Se volvió momentáneamente hacia mí, descuidando contra su costumbre el camino.

—¿Por qué no? —dijo luego, retomando bien las riendas del volante.

—No sé… no me ofende ni nada… al contrario…

—Mhh.

—¿Qué?

—Nada, nada, sólo es algo raro… digo… seguramente… no sé… igual y… vaya, no sé, no sé…

—¿De verdad te extraña tanto? —me atreví a preguntarle, mirándolo bien atenta.

—Bueno… no, es decir… ya sabía que eras… digo… bueno… no sabía… qué voy yo a saber… pero creí que más bien eras… o sea…

No pude evitar reírme.

—¿Qué?

—Pregunta lo que quieras, no me ofendo ni nada.

—Sí… bueno… vaya… o sea… o sea… ¿que a ti no… como que a ti no te gusta ser hombre…, es eso?

—Justo así merito.

—Ah… o sea, que… ¿te piensas… no sé… operar y esas cosas?

—No sé si operarme, pero ya empecé con hormonas.

—¿Sí? —dijo asombrado, desviando una vez más los ojos del camino.

—Llevo ya unos meses, aunque no le he dicho a nadie.

—Bueno, me estás diciendo a mí.

—Sí, supongo.

—Con razón te vi… no sé… como que te vi algo diferente al entrar este semestre.

—¿Sí?

—No mucho… bueno… es decir… igual siempre me pareciste muy… quiero decir… no… no sé… pero un poquito diferente, sí, un poquito. ¿Y tu familia qué dice?

—Pues… no dicen nada… como que a propósito o dicen nada, porque obviamente se dan cuenta, digo, se nota a leguas.

—Sí… bueno… no sé…

—Supongo que les tendré que decir pronto, pero no creo que haya mayor problema, se han ido acostumbrando poco a poco, y la verdad me quieren mucho.

—Menos mal.

Llegamos a mi colonia, le fui indicando por dónde virar, y aunque me habría gustado seguir hablando con él, ya al llegar a casa no supe qué más decir, ni quizás tampoco él.

—Bueno, nos vemos mañana.

—Sí, gracias, nos vemos —le dije al bajarme, y apenas cerrar la puerta él arrancó.

Vaya.

Siguieron días raros, semanas algo raras, en que él, de alguna u otra forma, parecía encontrarme en todas partes, comenzó a llevarme más seguido a mi casa, quizás hasta me esperaba a la salida, y hablamos mucho, de él, de mí, de su familia y de la mía, y luego preguntaba, casi siempre al estar ya cerca de mi casa, alguna cosa de mi tratamiento, de lo que me gustaba, o quizás me gustaría hacer, acercándose, intimando, pero al instante de llegar se desentendía, cortaba brusco la conversación y se largaba sin apenas despedirse, y aquello me destanteaba, me enojaba, me frustraba, porque yo evidentemente ya no podía dejar de pensar en él, y me imaginaba tantas cosas, que él parecía confirmar al día siguiente, pero sólo para luego echarlo todo por la borda con sus pésimas maneras, enfriando todo mi entusiasmo.

Y a mí además entonces me venían estos cambios bruscos de humor, pues mi cuerpo apenas se habituaba a las hormonas y me daban arranques de coraje, berrinches, o me ponía a llorar por cualquier cosa, y un día, como por otra parte él me había hecho tantas veces, decidí no hablarle, me enfadé, estuve varios días sin saludarlo, aguantándome las ganas, evitándolo sin despegarme de mis amigas, a pesar de que en la noche me la pasara chillando.

—Bueno, ya, ¿qué te traes? —me dijo al fin unos días más tarde, cortándome el paso en un pasillo.

—Nada, ¿qué te traes tú?

—¿Estás enojada o qué… digo… enojado… bueno… qué carajos tienes?

—Nada, no tengo nada, ¿qué voy a tener…?

—¿Te llevo a tu casa al rato?

—¿Para qué?

—¿Pues cómo que para…? ¡Ah, loca…! —exclamó y manoteó, dándose molesto media vuelta, y aunque tuve el impulso de pararlo y disculparme y hasta… no sé… no sé, lo dejé que se marchara y me puse a gimotear.

Un par de días más tarde, sin embargo, arrepentida, más calmada, con muchas muchas ganas de escucharlo o estar cerca de él, al verlo solito en la cafetería, me despegué de mis amigas un momento y fui a sentarme a su mesa.

—¿Qué, ya te calmaste? —me preguntó, sin siquiera levantar la mirada de su plato.

—¿Yo, calmarme de qué?

—No sé… te pones como… no sé, quién te entiende.

—¿Y quién te entiende a ti? —le repliqué, incapaz de refrenarme, contra todo lo que me había dicho a mí misma, echándole en cara sin querer todas esas veces que, después de acercarse tanto, sencillamente se largaba cortante y desdeñoso.

Él alzó la vista entonces y me miró… me miró con incluso algo de coraje…

—No sé qué demonios te habrás creído, pero yo no estoy para eso, ¿entiendes? —dijo, y enfurruñado siguió masticando sin mirarme.

—¿Ah sí…? Pues… pues… —intenté hablar yo, pero entonces, en vez de palabras, ahí en medio de la cafetería rodeados de gente, me puse a llorar y a llorar.

Ni qué decir tiene que de las otras mesas se voltearon a mirarnos, y él se quedó petrificado, atontado, azorado, mirándome y mirándolos.

—¿Pero qué carajo estás haciendo? —me gruñó en voz baja, sintiendo todos los ojos de la sala encima suyo.

Fue entonces que Vero se acercó y me levantó, yo sin poder decir palabra, incapaz de dejar de llorar aunque sabía lo ridícula que me veía, lo embarazoso que sería para él y hasta lo estúpido de todo aquel llanto.

—Eres un idiota —le dijo ella, y sin esperarse a recibir respuesta nos marchamos.

Se pasó otra semana, luego dos, y por más ganas que tenía de acercarme, e incluso disculparme, no hablamos ni nos vimos un minuto fuera de clase. Él estaba igual molesto, molestísimo tal vez, pues el incidente de la cafetería se había filtrado por doquier, atentando evidentemente contra su hombría.

Lloré mucho y largo tiempo, lloré todos los días y las noches que siguieron, apenas consiguiendo mis amigas serenarme y obligarme a sentarme cuando me entraban ganas de irme junto a él.

—Bueno, ya, tonta, ¿no ves que no te quiere? —me decía Karla, o Vero, o Tere, cada una por su lado, como poniéndose de acuerdo justo en ese momento para empezar a tratarme en femenino en todas partes.

Y no es que no las entendiera, por supuesto que las entendía, y les decía que sí a todo, y me dejaba arrastrar por ellas de aquí para allá, pero es que ni yo misma sabía muy bien por qué aquello me había puesto tan mal. Después de todo, no había en realidad pasado nada, no había ninguna real razón para que yo hubiera asumido que… bueno… no había nada, no hubo nada, fueron sólo bobadas mías exacerbadas por las hormonas.

Luego un día, pasado al parecer lo peor de la tormenta, mientras estaba leyendo en la biblioteca, llegó Vero acompañada de un chico de otra carrera y se sentaron, nos presentó, platicamos, nos reímos, era en verdad muy simpático, y así, luego de un rato, discreta, mi amiga se disculpó y se marchó a no sé dónde, dejándome con él.

—Así que… mmhh… dice Vero que te gusta pintar.

—Sí, a veces, no mucho…

—Órale, qué bien… y… ammhh… ¿tienes novio o algo?

—¿Cómo? No… no… yo no… ¿por qué habría yo de tener…? ¿Qué te dijo Vero?

—Nada… sólo pregunto… es que eres tan… tan… bueno…

—¿Qué?

—Tan linda que no creo que no tengas.

Yo me puse roja como grana, bajé la vista y respiré agitada, sintiendo que me faltaba el aire… Esa Verónica…

—¿Si sabes que soy…?

—¿Hermosa?

—No… ji, ji… noo… quiero decir…

—Sí, sí sé… y me encanta.

Por primera vez lo miré atenta y me dije, o pensé, o quizá sólo deseé que aquel chico tan amable me gustara.

—¿Quieres venir a una fiesta el viernes? —me preguntó, sonriente.

—¿Pues… no sé… fiesta de qué?

—Una fiesta fiesta, no sé de qué sean las fiestas.

—Bueno, yo decía si por un cumpleaños o algo así.

—No, nomás por hacer fiesta.

—Ahh… bueno… si… —empecé a decir, mirando cómo en ese instante entraba Joe a la biblioteca y nos miraba.

—¿Eso fue ‘sí’?

—Sí… sí, claro, claro… ¿pasas por mí o cómo? —le pregunté, sonriéndole abiertamente.

—Sí, sí quieres, dame tu dirección.

—Claro —le contesté alegre, tomé una hojita de mi cuaderno y le anoté mis datos.

Sabía que Joe estaba ahí, clavándonos atento su mirada, pero por eso mismo me fingí aun más contenta y se la entregué, sin dignarme voltear a dónde sabía que él estaba.

—Vale, gracias, ¿como a qué hora paso?

—No sé, llámame y nos ponemos de acuerdo.

—Sí, bueno… nos vemos —dijo el chico, y, acercándose a mí, me dio un beso de despedida.

Aquello no me había pasado nunca, que un chico me tratara tan abiertamente de esa forma quiero decir, en un lugar donde todo mundo sabía quién era, así que, incluso si Joe no hubiera estado ahí detrás, igual me habría sonreído de oreja a oreja al despedirlo.

Cuando el chico se marchó, fingiendo no darme cuenta de nada, volví a tomar mi libro y pretendí leer.

—Bueno, ¿y ése quién es? —lo escuché decir un momento después, parado frente a mí.

—¿Quién?

—Ese tipo que estaba contigo.

—Nadie —le dije cortante, alzándome de hombros, y seguí dizque leyendo.

—¿Te invitó a una fiesta?

—No sé… ¿a ti qué te importa? —le espeté, levantando de pronto la mirada.

—No me importa… sólo… ¡bah! —exclamó él y manoteó como hacía siempre, alejándose de mi mesa.

Lo vi alejarse y salir del edificio, y aunque me sentí mal, y volví a tener el impulso de pararme y alcanzarlo, me contuve, procuré pensar en el chico, en la fiesta, en lo que mis amigas me habían dicho de que Joe no me quería, y que yo misma había visto que era cierto…

Estaba enormemente emocionada, ni falta hace decirlo, y no sólo porque un chico iba a pasar a recogerme, que por supuesto que era lo principal, sino porque además, por vez primera, me animé a ponerme bra, que de cualquier forma ya me iba haciendo falta, pues el pecho me había crecido un poco y la ropa solía rozarme molesta en los pezones desde hacía unas semanas. Pantis usaba ya desde hacía tiempo, y había aprendido a ocultar tan bien aquéllo con una especie de faja que de verdad no se notaba nada, de modo que los jeans de chica que me puse entonces le dieron un toque femenino extra a mi atuendo siempre andrógino.

El obstáculo mayor era, ahora, apenas salir del cuarto, mostrarme ante mamá de esa forma, pues aunque poco a poco lo había ido asimilando con el paso de los años, nunca habíamos hablado claramente y, en el fondo, temía que en verdad se molestara o no me dejara salir.

Así pues, tomando aire, controlando el latir del corazón, bajé las escaleras y le dije, tal cual, que iba a una fiesta.

Ella alzó entonces la mirada y me contempló, arrugando un poco el cejo, algo molesta, medio asombrada, o preocupada, o las tres cosas.

—¿No crees que te ves un poco…? ¿Un poco más…? ¿Esos jeans no son de mujer?

—Sí —le respondí, desafiante, aunque muriéndome de nervios y de miedo.

—Ay hijo… —exclamó al fin, llevándose una mano a la frente, quizá intentando controlar su frustración o enojo o tal vez llanto.

—Va a pasar alguien por mí, ya no tarda.

—¿Van a pasar por ti? ¿Quién?

—Pues… un chico.

—¿Vas a salir con un chico?

—Voy a una fiesta.

—¿Con un chico?

—Sí, ma, con un chico —le respondí mirándola a los ojos, todavía retadora, aprovechándome del mucho amor que yo sabía que me tenía, pero las piernas ya me empezaban a temblar.

—Oomh… okey… okey… tampoco voy a decir que me sorprenda… ¿y qué le digo a tu padre?

—Pues… pues… lo mismo.

—¿Y por qué no le dices tú?

—Bueno… podrías… podrías decirle tú —le pedí entonces suplicante, apenada, sabiendo que sería mucho más complicado enfrentarme con papá.

—Sí… bueno… supongo que tendré que hacerlo… pero cuando llegues vas a tener que hablar con él.

—Sí, ma, está bien… gracias.

—¿Estás usando brasier?

—Pues… sí… —contesté enrojeciendo, ya no tan arrojada como estaba hace un momento.

—Ommh… okey… —suspiró ella de nueva cuenta, mirándome del todo resignada.

—¿Estás enojada?

—No, no… sólo estoy un poco… bueno… ay hijo… es que me apuras un poco… nada más… y… y… este chico… ¿es tu novio?

—No, ma, es la primera vez que voy a salir con él.

—¿Pero cómo sabes que te va a tratar bien, lo conoces… y si quiere… o se pone loco o…?

—Ay, ma, es alguien de la uni, no es ningún loco.

—Bueno, bueno, pero no llegues muy tarde…, y no quiero que tomes.

—-No ma.

Me dio un beso y un abrazo muy fuerte.

—Ay, creo que ya llegó —le dije, escuchando el claxon de un auto.

—Bueno, cuídate mucho… y no llegues tarde… y marca si pasa algo… y no dejes que…

—No pasa nada má, nos vemos —le dije de pasada, saliendo apresurada hacia la calle.

Vi el auto estacionado enfrente y a él sonriéndome, agitando la mano.

—Hola —lo saludé alegre, al abrirme él la puerta, y de la manera más natural que pude le di un beso.

—Vaya, te ves muy linda.

—Gracias —le contesté sonrojándome otra vez, en serio en serio contenta.

Llegamos a la fiesta en poco rato, platicamos no sé de qué, de esto y de aquello, y me reía, y le contaba, y en serio disfrutaba estar con él, así fuera sólo porque me había llevado ahí, donde todos me trataban como chica y me saludaban y como si nada me hablaban… Sin embargo, pese a todo, algo no marchaba bien, y era que el chico, que tan atento y tan amable era conmigo, no acababa de gustarme… no sé qué había de malo, o no era nada malo, pero tal vez… no sé, como que algo no tenía que yo buscaba y no atinaba a comprender.

En todo caso, procuré no preocuparme, intenté relajarme y divertirme como todos los demás, como nunca lo había hecho, bailando y cantando, tomando un poco pese a lo que le dijera a mi mamá.

Ya tarde me sentí algo mareada, achispada, cansada de tanto bailotear, por lo que dejando a los demás seguir brincando me fui a sentar un rato.

—¿Cansada? —preguntó el chico, acercándose con otra botella de cerveza.

—Algo… pero no, ya no quiero, gracias, ya me mareé un poco.

—Bueno, pues me la tomo yo.

Era una pequeña casa de renta para estudiantes, no muy lejos del campus, por lo que, aunque no hubiera realmente mucha gente, estaba casi a reventar.

—¿Quieres que ya te lleve a tu casa o…?

—Pues… no sé… realmente no estoy tan cansada.

—O si quieres… podríamos ir a la mía…

—Amm… ¿Sí? —pregunté nerviosa, evitando mirarlo, no muy segura en realidad sobre si aquello debía entusiasmarme.

—Sí, si quieres, es una casita como esta, no queda… no queda lejos… ¿qué? —se interrumpió, al mirar cómo clavaba yo los ojos tras de él, con cara de espanto.

Joe estaba ahí, parado en la puerta, despeinado, y me miraba ahí sentada de cualquier forma con el chico.

—Sí… ehh… entonces… ehh… ¿lo conoces? —me preguntó, aturullándose, mirándome ora a mí ora a Joel, que en ese momento, decidido, se acercaba.

—Sí… es mi… es mi… —susurré yo, inquieta, agitada, distraída… y quizás algo contenta.

—¿Puedo hablar contigo? —dijo Joe entonces, mirándome sólo a mí, como si el chico no existiera, y éste, confuso, parpadeando, tal vez algo intimidado por su tamaño, lo miró también interrogante.

—Yo… bueno… yo… —murmuré, mirando a uno y otro, confundida, tal vez un poco avergonzada no sabía por qué.

—Ahmm… estábamos ya por irnos —dijo el chico, dirigiéndose a Joel pero con la vista puesta en mí.

—Dani —dijo entonces Joe, ignorándolo, costándole evidentemente un trabajo enorme cada palabra, y repitió—: Dani… ¿puedo hablar contigo?

—Sí… sí, claro… —dije al fin, levantándome y lanzándole al mismo tiempo una mirada de disculpa a aquel chico tan lindo, que no pudo hacer más que suspirar y arrugar quizás el entrecejo.

Joe me dejó pasar y salimos al patio, a la calle, lejos de tanto ruido, y a cada paso que daba me sentía desmayar.

Finalmente me detuve, miré al suelo, froté nerviosa mi antebrazo y lo miré.

—¿Qué quieres? —dije entonces, intentando mostrarme un poco dura.

—¿Por qué te vestiste así?

—¿Así cómo?

—Pues… así… como… como…

—¿Cómo qué?

—No, no, digo… te ves muy bien.

—Ah… gracias —respondí, un poco desarmada, desviando luego los ojos hacia la calle vacía y oscura a aquella hora.

Bien sabía que se estaba muriendo por dentro, porque yo también lo estaba, pero ya no le iba a pedir nada, y si él no decía nada, si volvía a evadirse y enfadarse yo me volvería con el chico y procuraría de verdad no pensar nunca jamás en él…

—Mierda… —exclamó entonces en voz baja, exhausto, llevándose una mano a la frente, como si sacarme de la casa le hubiera significado todas sus fuerzas y ya no pudiera continuar.

—¿Por qué viniste? —lo encaré, también yo arrugando el cejo, pero más bien luchando por no ponerme a chillar de nuevo.

—No quiero que estés con él.

—¿Por qué? —repliqué envalentonada, obligándolo a que lo dijera.

—Porque… porque… pues porque…

—¿Sí?

—Porque quiero que estés conmigo, ¿ya?

—¿Contigo cómo?

—Carajo, pues conmigo, ¿cómo que cómo?

—Dijiste que contigo esas cosas no iban y no sé qué…

—Mierda… —volvió a exclamar contrariado, sin dejar de frotar su frente…— Sí… perdón… es que yo… es complicado, ¿ya?

—¿Sí? Para mí es bien facilísimo, si vieras, todo me va de maravilla —dije sarcástica, al tiempo que las lágrimas me empezaban correr.

Pero él no se movía, sólo gruñía, carraspeaba, arrugaba la frente y evitaba encontrar mis ojos.

—¿Estar contigo cómo? —le pregunté, también cansada, decepcionada, sabiéndome muy bien que lo mejor que podía hacer era volver a la fiesta y quedarme con el chico.

Pasó otro silencio, apenas aminorado por el escándalo de la fiesta, que parecía ocurrir en otro mundo.

Suspiré, me enjugué las lágrimas con la manga, y, alzando levemente la mano, con un dedo, lo toqué; acaricié apenas su antebrazo, cabizbaja, y mis labios sencillamente dijeron:

—Okey.

Las arrugas de su frente se alisaron, me miró, alzó mi barbilla con un dedo, se inclinó y… me besó, largo rato me besó, me apretó luego entre sus brazos, siguió besándome, ávido, jadeante, igual que yo, que abrazándome a su cuello lo besaba y lo besaba llorando de contenta.

—Eres un idiota —le dije, sin parar de llorar, sin dejar apenas de besarlo.

—Algo… sí… —contestó él, sonriente al fin también, apretándome fuerte y hasta alzándome un poco del piso—. ¿Nos vamos?

—Ahá —le susurré, sin separarme demasiado de sus labios.

—¿Te llevo a tu casa?

—No sé.

—¿Quieres venir a la mía?

—Sí.

Volvió a apretarme, pasó sus manos por mi espalda, las bajó luego a mi trasero y me cargó, así que sin dejar nunca de besarlo, yo dejé que me llevara alzada hasta su camioneta vieja, arrancamos y nos fuimos de aquel lugar, sin mirar atrás ni importarme nada ni nadie más que él, mi hermoso y loco Joe.