El día que mi ama me convirtió en un perro

Era un viernes de principios de Julio y ambos estábamos trabajando desde casa. Llevábamos ya tiempo preparando nuestras vacaciones y no teníamos nada preparado para el fin de semana. O al menos, yo no tenía conocimiento de tus planes hasta que, poco antes de las 2 de la tarde, me dijiste:

“Cariño, prepara una maleta pequeña, que nos vamos el fin de semana a una casa rural en un pueblecito cerca de Segovia”

Te miré sorprendido y feliz. Imaginaba un fin de semana de charla, relax, ratos de lectura, sol, piscina, algo de montaña y por supuesto y por encima de todo, un fin de semana disfrutando contigo, y de ti.

Dejando aparcado el Power Point que estaba preparando para una reunión el lunes siguiente, me dirigí a nuestra habitación dispuesto a meter algo de ropa en la maleta. Un par de bañadores, bermudas, ropa de montaña, chanclas, unos vaqueros y varios polos. Me apetecía muchísimo el plan, así que a los diez minutos dejé la maleta abierta y te dije que ya tenía mi ropa preparada, y la maleta abierta para que metieras tus cosas.

Seguí trabajando hasta las 3 de la tarde, y después de comer algo rápido, me dijiste que metiera las maletas en el coche. Al lado de nuestra maleta habías dejado uno de los baúles en el que guardamos parte de nuestro arsenal de juguetes, lo que me provocó una mueca que no escapó de tu control.

“¿Contenta por algo, bonita?”, me preguntaste.

Contesté que imaginaba que en el baúl llevabas algunas cositas para jugar, y sonreíste en silencio, mientras casi de forma imperceptible, decías en voz baja:

“Si tu supieras…”

Después de algo más de una hora en la que estuvimos cantando y bailando en el coche, llegamos a una casa de piedra a las afueras de un pueblo de Segovia. Nos esperaba una pareja de unos 60 años, que nos dieron las llaves y que fueron contigo para darte algunas indicaciones de la casa mientras yo metía las maletas y el baúl de los juguetes dentro de casa.

Era una casa de montaña con las paredes de piedra, un jardín en la parte de atrás en el que había una piscina y también un espacio para un pequeño huerto, una jaula para unos perros que no estaban allí, una barbacoa de piedra y el típico mobiliario de verano con un par de hamacas, sillas de raf y una mesita baja. Podría visualizarnos perfectamente por las noches con una botella de vino, algo de cenar, música de fondo y charla hasta altas horas de la madrugada. Estaba encantado y feliz con el plan.

Cuando te despediste de los dueños de la casa, me ordenaste colocar la ropa en los armarios de la habitación principal, y entonces me di cuenta (al deshacer la maleta) que la ropa que había preparado para el fin de semana, había desaparecido. Seguí colocando toda tu ropa y, sorprendido, baje a la zona de jardín para preguntarte.

“Cariño, ¿dónde has puesto mi ropa? He ordenado todo lo que había en la maleta y la ropa que dejé allí no está. ¿La has dejado en el baúl?”

Me miraste con los ojos llenos de intención. Conozco muy bien esa mirada. Hay fuego y sensualidad en ellos, y cuando me miras así, sé que tienes algo en esa peligrosa cabecita. Me dijiste que dejara en el jardín el baúl de los juguetes, que me desnudara y que te esperase allí a cuatro patas.

Excitado, subí a la habitación principal a por el baúl y lo dejé a tu lado, en porche trasero de la casa. Sin prisa, pero disfrutando de cómo me estabas mirando, comencé a desnudarme. Cuando me quedé completamente desnudo y dejé la ropa doblada en una silla que había cerca, me arrodille a tus pies, mirándote a los ojos.

Te acercaste a mí y me besaste. Después, de forma inesperada para mí, me diste varias bofetadas, en ambas mejillas, para terminar escupiéndome a la cara. Notaba tu saliva entre los ojos, descendiendo hacia mi boca, pero me habías ordenado quedarme quieto. Entonces, cuando habías conseguido llevar mi mente donde querías, me dijiste con voz firme:

“Pedro, este fin de semana te voy a convertir en un perro, y quiero ver hasta dónde eres capaz de llegar. Voy a animalizarte por completo. Vivirás como un perro desde ahora mismo hasta que nos volvamos a Madrid el domingo después de comer. Eso significa varias cosas, que me gustaría que tuvieras claras y a las que, por supuesto puedes negarte.

1.- Desde hoy y hasta el domingo no podrás emitir ni una sola palabra. Los perros ladran, así que más te vale que no te escuche hablar.

2.- Por descontado, los perros no llevan ropa y caminan a cuatro patas, así que estarás desnudo y caminarás como lo hacen ellos.

3.- Como los perros no tienen manos, voy a convertir las tuyas en algo completamente inútil. Voy a envolverlas en cinta americana, formando algo parecido a dos pezuñas, que harán que no puedas coger nada con los dedos, pero dejaré tu boca libre de vez en cuando para que la utilices para coger objetos, cuando no la tengas llena.

4.- Tendrás una vida de perro. Eso significa que dormirás en la calle, que comerás en un bol de perro si es que decido que haya comida y bebida, y por descontado harás tus necesidades en el jardín. Mayores o menores. Eres un perro, así que procura no llamar mi atención observando que te comportas como un humano en ningún caso.

5.- Te educaré en tu comportamiento canino, y es posible que para ello emplee la fusta, la vara o el látigo. Ya sabes, mi amor, que no siempre utilizo el refuerzo positivo, y la verdad… creo que con un animal funciona mejor aquello de la zanahoria y el palo, para que aprendan a razonar en binario.

6.- También quiero que sepas que mañana sábado he quedado con gente, que vendrán a pasar un día de piscina, barbacoa y BDSM. Vendrán a comer y se quedarán a dormir un amigo Amo con su sumisa, y una amiga Ama y su sumiso. La mala noticia para ti, es que ninguno de ellos es amante de la zoofilia, así que ninguno jugará contigo. Tampoco yo. Eres un perro, y lo más que podrás hacer es mirar, salvo que decida encerrarte en la jaula del jardín, pero desde ahora prefiero decirte que no te hagas ilusiones, por muy en celo que te sientas.

Esta de ahora es tu última oportunidad de hablar como una persona hasta el domingo, mi amor. Así que dime si lo has entendido, si tienes alguna duda, alguna queja o cualquier cosa. Piénsalo bien, mi amor. No deseo fallos, ¿vale?”

Te miraba con ojos de “perro pochón”, asumiendo lo que ocurriría hasta el domingo. Quería participar en los juegos. Aunque otros disfrutaran de ti, quería hacerlo yo también. Pero por otro lado, no podía disimular mi erección. Me había puesto dura y estaba goteando por mi colita, lo que no escapó a tus ojos y, antes de que pudiera decir nada, dijiste riendo:

“¡Qué puta eres, mi amor! No hará falta que me digas demasiado, porque tu colita está hablando por ti. Pero bueno, quizás desees matizar algo. Adelante. Te escucho”

Nada más escuchar tus palabras noté que me sonrojé. Una mueca de vergüenza y humillación que me habías dicho muchas veces que te volvía loca. Tosiendo y tragando saliva para poder hablar, te dije:

“Está claro, cariño. Seré tu perro este fin de semana, pero me gustaría pedirte ser partícipe de los juegos de algún modo. Un día entero sin disfrutar de ti de ningún modo mientras otros lo hacen se me va a hacer eterno. Por favor Lai. Te lo ruego. Haré lo que quieras”

Te reíste y me dijiste que sabías perfectamente que haría lo que quisieras, porque soy tu puta y siempre ha sido así, pero que lo habías pensado mucho, y este fin de semana no serías más que un perro. Y matizaste:

“Pedro, mi amor. Nadie se cree la historia de Ricky Martin y la mermelada. No me has visto nunca que me abra de piernas para que un animal me coma el coño, ¿verdad? Tampoco me habrás visto meterle los pies en la boca a un perro de verdad, así que vete olvidándote de esas cosas. Este fin de semana serás un perro, y yo actuaré como lo haría en el caso de que los dueños de la casa hubieran dejado aquí a sus dos perros. Con indiferencia. De hecho alégrate de que declinara la opción que me ofrecieron, porque en tal caso, tendrías que haber compartido jaula con ellos. Pero por si acaso, he preferido no arriesgar.

Me quedé en silencio, apretando mi mandíbula. Me preguntaste si estaba de acuerdo con todo y si tenía alguna duda, y te contesté con voz ronca que estaba todo claro, y que no tenía ninguna duda. Entonces, me dijiste que me pusiera de pie y cogiera del baúl la máscara rosa de perro, la cinta americana, mi collar con la correa, la mordaza roja de bola con agujeros y el plug con cola de zorra que tanto te gusta. Me levanté y aproveché para estirar un poco mis piernas, siendo plenamente consciente de que esos estiramientos no me estarían permitidos a partir de ahora, y no pudiste evitar sonreir y decirme.

“Me excitas tanto, cariño… eres tan riquiño”

Te acerqué lo que me habías pedido y me ordenaste ponerme de rodillas, con la cabeza entre tus piernas. Mientras colocabas la correa, me dijiste:

“Te quiero muchísimo, mi amor. Gracias por todo lo que me das. No olvides que eres el amor de mi vida. Sientas lo que sientas este fin de semana, que te adelanto que va a ser emocionalmente difícil. Veas lo que veas, no olvides ni por un segundo que te quiero y que eso siempre será así. A partir de este momento eres un perro, así que ladra si lo has entendido”

Ladré dos veces y saqué la lengua. Sonreíste y con tu mano acariciaste mi pelo y me dijiste:

“Buen perro”

Después del collar, me colocaste la mordaza, y luego la máscara de perro, que además limitaba bastante mi visión. Justo después me ordenaste tumbarme en el suelo y levantar mis patas delanteras. Con cinta americana, diste varias vueltas sobre mis manos hasta dejar una especie de muñón en cada uno de mis brazos (ahora patas). Por último, escupiste en mi culo y clavaste el plug metálico en mi culo.

Sonreíste y me dijiste que querías verme caminar por la hierba a ver qué tal, así que lo hice. Di un par de vueltas apoyándome en mis rodillas y en mis patas delanteras, mientras movía mi culo de forma provocadora, para que la cola de zorra se moviera de un lado a otro. Te reíste y me dijiste que me acercara a tus pies, y eso hice. Cuando me acerqué, me dijiste que me tumbara boca abajo, y lo hice inmediatamente.

Ataste la correa al collar y tiraste de ella con fuerza, haciéndome arrastrarme más cerca. Entonces, te acercaste a mi oído y me dijiste:

“Estoy muy cachonda, perro. Como no hay nadie que me pueda ver hacer atrocidades con un animal, y para premiarte por adelantado a lo que vas a vivir mañana, te voy a dejar restregar tu pollita contra mis piernas hasta que te corras”.

Y sin decir ni palabra, y sentada como estabas en el sofá, te quitaste los pantalones y el culote, separaste tus piernas y colocaste una de ellas encima de la mesa baja que tenías en frente. Empezaste a masturbarte pausadamente y me preguntaste si acaso no tenía ganas de frotar mi polla con tu pierna.

Inmediatamente me coloqué de rodillas y coloqué mi polla sobre tu espinilla, mientras comenzaba a frotarme como una perra. Pero apenas podía rozarme porque tú movías la pierna intencionadamente y la cambiabas de posición, aumentando mi ansiedad y mis ganas. Me habías ordenado frotarme como lo haría un perro. Sobre las cuatro patas, y esa postura no facilitaba las cosas, y no sabía qué hacer con las dos patas delanteras, así que trepé sobre tu pierna y me coloqué mirándote, con tu pierna izquierda ahora extendida y apoyada en el suelo, de forma que quedaba a ambos lados de mi. En esta postura, y completamente desesperado, empecé a follarme contra tu muslo y tu rodilla, pero no era capaz de alcanzar el orgasmo. Te diste cuenta de mi desesperación y, la acentuaste diciéndome:

“Perra, estoy a punto de correrme. Y quiero que sepas que la fiesta termina cuando me haya corrido yo, así que espabila si quieres correrte alguna vez de aquí al domingo”

Te miré con desesperación y seguí frotándome contra tu pierna, desesperadamente. Me estaba haciendo daño a pesar de estar empapada y estar dejándote la pierna llena de mis babas de zorra, y también me estaba desollando las rodillas, pero seguí frotándome cada vez más rápido, consciente de que sería la única vez que iba a correrme en el fin de semana, y en un momento dado, levanté mi cabeza de tu regazo y vi que me estabas observando y que te estabas masturbando al ritmo de mis movimientos… hasta que nos corrimos prácticamente a la vez.

Nada más corrernos, me quitaste la máscara de perro, la mordaza y tiraste de la correa para llevar mi boca a tu coño y lamer tu corrida para dejarlo todo limpito. Entonces, me entró el pánico. Fui consciente de que no limpiaría tus corridas ese fin de semana y supongo que mi semblante cambió por completo, porque me dijiste:

“Mi amor, no pasa nada porque un día no seas tú quién limpie mi placer. Habrá gente que estará encantada de limpiarme con la lengua. No te preocupes, bonita”

Agaché la cabeza y me di cuenta de la magnitud de la humillación que iba a sufrir ese fin de semana. Me dispuse a lamer, disfrutando de cada centímetro que mi lengua recorría tu entrepierna, tu coño, tu culo… y hasta el sofá. Disfruté para anticipar esos momentos en los que serían otros los que lo harían… porque ese fin de semana habías decidido convertirme en un perro.

Esa tarde la pasé tumbado a tus pies, con la mordaza y la máscara puestas, al igual que el plug metálico con cola de zorra. Desnudo y con el collar puesto, de vez en cuando me decías cosas, a las que apenas podía contestar más que con sonidos guturales, debido a la mordaza que, por cierto, me hacía arrojar muchísimas bajas que caían por mi mandíbula y llenaban mi pecho y el suelo.

Pusiste música en el altavoz portátil que siempre llevamos en el coche, y te pusiste a leer un rato, mientras yo me quedé dormido tumbado en el suelo, exactamente como un perro. No sé cuánto tiempo pasé dormido, pero cuando me desperté estabas con un pantalón corto y una camiseta amarilla, con el portátil en tus rodillas.

Al ver que me movía y que estaba despierto otra vez, me dijiste con sorna en tu voz:

“Cariño, ¿te aburres en tu rol de perro o es que tienes sueño por una semana intensa de trabajo?”.
Como no podía contestar como un humano, traté de ladrar, pero la mordaza, que empezaba a hacerme sentir las mandíbulas con algo parecido a agujetas, no permitía que mis ladridos salieran al exterior como sonaban en mi cabeza. Contestaste que no conseguías entenderme, y dejaste de prestarme atención.

Entonces me di cuenta de que tenía mucha sed. Eliminar tantas babas y el sudor que me producía la máscara me habían dado muchísima sed, pero no sabía cómo decírtelo sin poder hablar, y encima con la mordaza puesta. Poniéndome a cuatro patas, me dirigí a un rincón cerca de la jaula de perros en el que había un bol metálico, y me puse a darle golpes con la cabeza, para hacer ruido y conseguir llamar tu atención.

Pero no hacías nada. Seguías concentrada en tu portátil y ni siquiera me miraste. Entonces, a cuatro patas me acerqué a ti y comencé a llamar tu atención dando vueltas, metiendo mi cabeza entre tus piernas y tratando de ladrar. Al rato dejaste el portátil y me preguntaste:

“¿Qué pasa chucho? ¿Qué quieres?”

Seguro de tu atención, repetí mis movimientos. Fui a cuatro patas hacia el bebedero y coloqué mis patas delanteras sobre el cuenco. Lo moví con el hocico de la máscara y entonces, observé que te levantabas y te acercabas hacia allí. Sin mediar palabras, te quitaste el pantalón corto, te colocaste en cuclillas y measte en el bol. Después de hacerlo, me quitaste la máscara y la mordaza y me dijiste que un par de horas eran suficientes, y que no se me fuera a olvidar que no podía hablar como un humano, pues era un chucho.

Ladré para tratar de darte las gracias, acerqué mi cabeza a tus piernas para recibir una leve caricia, y me puse a beber tu pis caliente dando lametazos que apenas conseguían calmar mi sed. Cuando dejé de beber ya no estabas allí. Tampoco estabas en el sofá del jardín, así que imaginé que habrías entrado en casa,

A cuatro patas, y con dudas, me dirigí hacia el salón. No sabía si debía entrar dentro o no, pero tenía ganas de estar contigo. Te encontré abriendo una cerveza y cuando me viste llegar a cuatro patas, me dijiste:

“¿Te aburres solo, perra? Yo entré a por una cervecita, para tomarla en el porche, contigo a mis pies. ¿Quieres una, puta? Ladra una vez para afirmar, y dos para negar”

Sin saber muy bien por qué, ladre una vez, y abriste una cerveza también para mí. Agarraste la correa y salimos hacia el porche de nuevo. Con calma te sentaste en el sofá y me miraste. Volviste a sonreir y me dijiste:

“Así que nos ha salido un perro con pedigrí al que le gusta la cerveza, ¿no?. Ven chucho, acércate”.

Me acerqué sin ninguna certeza sobre lo que ocurriría a continuación, pero con la esperanza de que como seguíamos solos, quizás me concedieras la licencia de beber aunque fuera en el suelo. Pero nada más mirar desde el suelo y ver tus ojos, vi que tenías otro plan. Comenzaste a arrojarme la cerveza encima de mi cabeza y por mi espalda, manchando todo el suelo con la espuma de mi bebida preferida, y entonces, exclamaste:

“Vaya hombre. Se me ha caído todo. Qué torpe soy. Bebe, perro… bebe del suelo como hacen los de tu especie”.

Y a cuatro patas, y apretando la mandíbula, bebí arrastrando mi lengua por el gres, y llevándome a la boca además de la cerveza, tierra, piedrecitas y alguna otra cosa. Tú reías y observabas, mientras comentaste.

“Por cierto, chucho. Me parece un engorro lavar a las mascotas, así que quiero que sepas que no te lavarás ni te lavaré de ningún modo hasta que el domingo te indique que tu corta vida como perro, ha terminado. Ahora estarás pegajoso para mí… y esto no ha hecho sino empezar…”

El resto de la noche lo pasaste leyendo y con el móvil. En un momento dado quise ponerme detrás de la pantalla para ver con quién y de qué estabas hablando. Tenía mucha curiosidad por saber cuáles serían los invitados de mañana,, pero al darte cuenta, te levantaste del sofá como un resorte y, visiblemente molesta, rebuscarse en el baúl de los juguetes hasta sacar uno de tus látigos.

Ataste el extremo de mi correa a la estructura metálica de la jaula y también ataste mis patas delanteras y traseras con dos bridas. Estaba en un equilibrio inestable, pero tuve claro que eso era exactamente lo que querías en esa situación.

Sin decir una palabra, y al verme completamente inmovilizado, comenzaste a hacer silbar el látigo en el aire. Sentía miedo. No me gusta el dolor, y menos cuando este llega con motivo de un castigo, o fruto de un mal comportamiento. Quería cerrar los ojos, pero ni siquiera me diste oportunidad para ello, ya que colocaste la máscara de perro que me habías puesto antes con los ojos en mi nuca.

No veía absolutamente nada. No sabía dónde estabas, y tampoco podía escuchar tu voz. Pero sentí perfectamente el primer latigazo. Duro. Seco. Intenso. Impactó en mi espalda y emití un grito. Al hacerlo te enfadé todavía más y me dijiste:

“No hagas que vaya a por la mordaza, perra. Recibirás los siguientes sin emitir ningún grito. Como mucho te dejo ladrar. No me calientes más de lo que estoy por tu signo de desconfianza”

Agaché la cabeza y esperé pacientemente el siguiente impacto. No tardó en llegar. Esta vez sobre mi culo. Me retorcí, pero conseguí aguantar el grito. Después llegó otro, que atravesó mi espalda para terminar impactando en mi pecho. Me dolió mucho y ladré fuerte, para caer como un cordero, atado de manos y pies, hasta quedar de medio lado.

Entonces soltaste el látigo y te acercaste a mí con pasos decididos. Me quitaste la máscara y te vi con la vara en la mano y pensé: No por favor… con la vara no… pero me habías dejado claro que los perros no hablan, así que tensé mi cuerpo y esperé la sucesión de golpes cortos de una intensidad brutal. Empecé a moverme de un lado a otro, casi desesperado por desatarme, lo único que conseguía es que las bridas ejercieran aún más presión sobre mis articulaciones, así que llegó un momento en el que me rendí. Sollozando, me dejé ir. Me quedé inmovil en el suelo mientras mi mente se protegía de los golpes que recibía mi cuerpo. No sé los varazos que recibí. No sé el tiempo que estuviste pegándome, ni cuándo dejaste de hacerlo, pero recuerdo que un tiempo después sentí que me despertabas arrojándome un vaso de agua a la cara.

Estaba atardeciendo, y le di gracias al cielo por la temperatura tan increíble que hacía, porque de no ser así, me hubiera muerto de frío allí mismo.

Te agachaste y cortaste las bridas con una tijera, pero sentía fuego en tu mirada. No era excitación. Era enfado. Estabas furiosa por haberme descubierto curiosear lo que hacías con el teléfono, y aunque estaba arrepentido, ni siquiera podía pedirte perdón. Agarraste fuerte la correa y me llevaste a la jaula. Ataste el extremo de la correa a la misma estructura metálica que antes, y saliste.

Al rato volviste con un saco de pienso para perros y lo arrojaste en uno de los bol. Comprobaste que quedaba bastante pis en el otro, y arrojándome una manta que solemos tener en el maletero para cuando nos vamos al campo de excursión, cerraste la jaula y te metiste en casa.

Me sentía fatal. Tenía frío, tenía miedo por haberte decepcionado tan pronto, y además intuía una noche difícil y con muchas horas por delante hasta volver a saber de ti. Así fue. A pesar del cansancio y de estar desnudo sobre la tierra, pensando que podría haber muchos bichos, cuando pasaron un par de horas o así, sentí sueño… pero también sentí que me estaba haciendo pis, así que me dirigí a cuatro patas a un rincón de la jaula y en esa mima posición, oriné.

Me acerqué a la manta e intenté colocarla agarrándola con los dientes para que cubriera la mayor cantidad de espacio posible y evitar tumbarme sobre la tierra, las piedrecitas o encima de los bichos que pudiera haber, y cuando creí que aquello estaba más o menos decente, me acurruqué para dormir.

Tardé mucho en dormirme. Mi cabeza no paraba de dar vueltas pensando en lo que ocurriría el sábado. Además, odiaba esta sensación de arrepentimiento y de desidia que ocupaba mi cabeza. Te había fallado. Por un error estúpido y por la desconfianza de no saber con quién habías quedado. Obviamente no me lo habías dicho a propósito. Te gustaba generar esas situaciones de incertidumbre cuando traes a casa a algún juguete y tengo que compartirte y ofrecerme a él.

Y así, pensando en lo que ocurriría el sábado, y consciente de que sería un día duro y tenía que descansar, terminé quedándome dormido en la jaula. Desnudo. Sucio. Humillado y además con una desagradable sensación por haberte decepcionado tan pronto.