El castigo mas doloroso me lo hizo el cura

Uno de los castigos más dolorosos que mi abuelo me hacía pasar cuando no hacía las cosas bien,  era untarme una guindilla en el coño.

Me dejaba en el sofá del salón mientras él iba a la cocina, escogía una guindilla y la traía hacia mí.

  • Quítate la ropa y ábrete de piernas – me decía muy serio.

Yo tenía 18 años cuando empezó este castigo.

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Aún me dolía el culo de la noche en la que mi abuelo me había follado por primera vez, aunque ya habían pasado un par de días. Desde esa noche mi abuelo me dijo que no hacía falta que usase braguitas nunca más, que sería más cómo disponer así de mi culo cuando él quisiese.

Dos días después de que mi abuelo me abriese el culo por primera vez, estaba yo limpiando con una camisa desabrochada, por la cual mi pecho aún no desarrollado asomaba, igual que mi culo y mi coño de niña.

  • Hoy vendrá el cura del pueblo. — me dijo mi abuelo.
  • ¿Para qué? No es domingo.
  • Sí, es verdad.

Me encogí de hombros y seguí limpiando la casa de campo, no quería hacer enfadar a mi abuelo. El cura era el único que venía a visitarnos, era un señor de unos 57 años, canoso y grande, sudaba mucho, y parecía ser el único amigo de mi abuelo. Siempre venía los domingos a comer y luego se marchaba.

Serían las cinco de la tarde cuando mi abuelo y yo vimos al cura venir andando a lo lejos, y fue entonces cuando mi abuelo me ordenó quitarme la camisa que llevaba, dejándome totalmente expuesta. Esto me resultó muy extraño, pues siempre que había venido el cura a casa, mi abuelo me hacía ponerme la mejor ropa que tuviese. Me sentía desnuda y me daba vergüenza, una cosa era que mi abuelo me viese, pero, ¿el cura?, me tapé mi vulva con las manos, bajé la mirada y me ruboricé, esperando a que llegase a casa.

Cuando llegó, me saludo como si no reparase en el echo de que no tenía ropa con la que taparme, y mi abuelo nos hizo sentarnos a los tres en el salón: yo en una silla, ellos delante mía en el sofá.

  • Jimena, cuéntale al cura qué haces todas las mañanas. —dijo mi abuelo.
  • Or… ordeño las vacas —respondí con vergüenza, sin atreverme a levantar la mirada.
  • Qué niña más buena — dijo sonriendo el cura.
  • ¿Y por qué ordeñas las vacas? -preguntó mi abuelo.
  • Hay que sacarles la leche. —dije.
  • ¿Para… qué? Venga Jimena, habla sin vergüenza, que no pasa nada, estás en familia, a ver, míranos y explícame para qué sacas la leche a las vacas.
  • Así hacemos queso, y… y también nos podemos beber su leche.

El cura sonrió aún más y mirando a mi abuelo tomó él la palabra.

  • ¿Sabes por qué estoy hoy aquí, Jimena?

Negué con la cabeza. Él se levantó y sujetó mi cabeza con sus manos, haciendo que le mirase a los ojos.

  • Digamos que a los hombres, es decir, a tu abuelo y a mí, también nos tienen que sacar la leche. ¿Lo entiendes?

Moví la cabeza asintiendo, aunque sus manos seguían sujetándome por la barbilla.

  • Mira Jimena, ya no eres una niña, tienes 18 años y tienes que comportarte como una mujer, ¿esto también lo entiendes? 

Yo miré a mi abuelo por encima del hombro del cura, y al ver que me asentía con la cabeza, sonriente, yo hice lo mismo, aunque sin sonreír. Temía que me volviese a abrir el culo con su pene, ¿a qué se refería con sacar la leche a los hombres? estaba muy confundida y asustada.

El cura volvió a sentarse en el sofá, y tras una breve charla entre él y mi abuelo que no logré oír, vi cómo el cura se bajaba los pantalones y sus calzoncillos, quedándose sentado, mirándome sonriendo y con un pene no erecto que parecía, aún así, bastante grande.

  • Acércate Jimena, hoy vas a aprender a sacar la leche a un hombre. —dijo mi abuelo. — Os dejaré solos, avísame cuando hayas acabado con ella.

Yo me acerqué al cura mientras mi abuelo terminaba de salir de la habitación.

  • Por favor, no me haga daño en mi culo, por favor, aún me duele. – Le dije sin mirarle a la cara.

El cura se rió y me ordenó ponerme de rodillas delante suya.

  • Jimena, Jimena… tranquila. Lo primero que quiero que hagas a partir de ahora es llamarme Padre, ¿sí? y lo segundo es que confíes en mí y me obedezcas, ¿vale?
  • S… sí —titubeé 
  • ¿Sí qué?
  • Sí Padre.
  • Bien, dame tus manos.

Levanté mis manos, que al estar yo de rodillas y él sentado en el sofá, quedaron a la altura de sus rodillas. Él las cogió y las llevó a su pene, el cual pareció moverse en cuanto puse mis manitas sobre él. El cura jadeó de placer.

  • Quiero que con tus manos cojas mi polla, una encima de otra, ¿vale niña? y las muevas de arriba a abajo despacio, hasta que crezca.

Yo coloqué mis manos sobre su pene, sin saber muy bien lo que estaba haciendo, se notaba caliente y la textura no me resultaba muy agradable, además, se hacía cada vez más grande y no sabía si era culpa mía o si estaba haciendo algo mal. Como el cura no decía nada comencé a mover mis manos como él había dicho, muy torpemente.

El cura me miraba desde arriba sonriendo.

  • Ay tesoro, voy a hacer de ti una puta increíble, sigue moviéndolas así, sí.

Seguí masturbando su polla lentamente, hasta que estuvo totalmente para reventar. No me cogía en las manos y mis brazos de niña me dolían, estaba cansada.

  • Mírame Jimena, tesoro, mírame, lo estás haciendo muy bien

Le miré en silencio

  • Ahora quiero que pongas tu boquita en la punta de mi polla — la señaló con su dedo— aquí, y que la chupes

Mi cara tuvo que dar a entender que me daba asco lo que decía, ¿Cómo le iba a chupar la polla? ¿Tenía esto que ver con lo de sacar la leche? olía mal y sudaba, y además, no parecía que eso fuese a caber en mi boca, ni siquiera la puntita.

Negué con la cabeza.

  • Padre, prefiero seguir lo que hacía con las manos
  • Me da igual lo que prefieras, putita, he dicho que con la boca, y es con la boca
  • No, por favor
  • Abre – la – boca – ya — me dijo muy serio

Yo seguí negándome. El cura suspiró y mirándome me dio una hostia en la cara que me caí al suelo, yo comencé a llorar sin levantarme, gimoteando en el suelo. Estando así noté cómo me levantaba por el pelo y me arrastraba por el suelo, volviendo a ponerme de rodillas delante del sofá.

  • Abre la boca, zorra.

Me mordí los labios para no abrirla.

Me tiró aún más del pelo e hizo que le mirase.

  • Abre la boca o lo vas a lamentar.

Puso su polla en mis labios cerrados con fuerza, y empezó a intentar meterla dentro de mi boca, dándome embestidas con ella.

Yo lloraba y las lágrimas me caían por la cara, intentaba apartarle con las manos pero era inútil, era una niña de 18 años contra un señor de 57.

Al final acabé abriendo la boca y noté cómo entraba su polla con fuerza en mí, un sabor horrible inundó mi boca, me dieron arcadas e intenté quitarme, pero sus manos sujetaban con fuerza la parte de atrás de mi cuello, con lo cual él era el que controlaba cómo y cuándo salía su polla de mi boca.

Pensé que me iba a rajar las mejillas, que no me cabía todo aquello. La boca me ardía y empecé a salivar muchísimo. 

  • Bien bien, así me gusta — decía el cura mientras sacaba su polla y la volvía a entrar con fuerza.

La saliva caía por mis labios, al igual que mis lágrimas por mis mejillas.

  • Eres una buena zorra para ser tan pequeña, ¿eh?

Me tiró del pelo hacia abajo para que le mirase.

  • Contesta, zorra.

Asentí con la cabeza.

  • No te oigo, puta de los cojones
  • shzzsi —dije con su polla metida hasta el fondo en mi boca, que ahora no se movía.

En ese momento sentí como si me vertieran un líquido caliente directamente en la garganta, me atraganté y comencé a toser. El cura se apartó riendo.

  • Bien, Jimena, ya eres toda una mujer.