Dos chicas entusiasmadas en un cine, excitadas, deciden ir a magrearse al baño. Allí, las sorprenden el acomodador y la taquillera, abusarán de ellas

–¡Qué buena está!

En la enorme pantalla Rita Hayworth cantaba y se contorneaba dentro de un universo en blanco y negro al ritmo de “Put blame on mame”, agitando su melena de fuego, al tiempo que con inimitable sensualidad se desprendía de un guante.

–Te gusta, ¿eh? –Dijo Matilde.

–Sí –respondió Concha algo azorada.

–Pues dicen –continuó Matilde simulando un tono confidencial– que en la versión original, en la que no está censurada, se quita el vestido y se queda en bolas.

–¿En serio?

–Ajá. Pero dime, ¿te gusta más que yo?

Sin aguardar respuesta se giró y colocó un brazo sobre los hombros de Concha, mientras que la otra mano acariciaba el cuello, descendiendo hasta su casto escote.

–No… –una tímida sonrisa se dibujó en el rostro de Concha– Tú me gustas más.

Matilde la besó, soltándole el botón superior de la blusa e introduciendo su mano hasta alcanzar uno de los senos constreñidos por el rígido sostén. Sus lenguas se exploraron mutuamente en tanto los dedos de Matilde jugueteaban con el pezón.

–Nos puede ver alguien –se detuvo Concha, mirando preocupada a su alrededor.

–Tranquila. Casi no hay nadie. Es lo bueno de esta sesión: el cine está prácticamente vacío.

La mano de Matilde se deslizó bajo la falda de Concha, que inspiró con profundidad mientras los dedos ascendían, acariciando la tela de la media hasta alcanzar la piel desnuda de la ingle, por encima de la liga. Al notarlos posarse sobre sus braguitas Concha se revolvió inquieta en la butaca, vigilando de nuevo a su alrededor.

–Está bien –cedió Matilde–. Vamos al baño. Allí tendremos más intimidad.

El servicio de mujeres formaba una amplia sala algo avejentada pero –relativamente– limpia. Tras comprobar que no había nadie se metieron en una de las cabinas y volvieron a besarse. La mano de Matilde exploró de nuevo bajo la falda de Concha, esta vez por detrás. Sintió la suave piel de los muslos estremecerse bajo su tacto, palpó los glúteos bajo la braga de algodón y se introdujo en su interior para sumergirse en busca del tierno anillo de carne. Acarició el ano hasta que éste se abrió a sus estímulos, introduciendo suavemente en su interior el dedo corazón.

Notó la reacción de una Concha sumamente excitada que se pegaba contra su cuerpo, restregando sus tetas y recorriendo con sus ansiosas manos toda la anatomía de Matilde. Ésta le correspondió metiendo la otra mano entre sus piernas, pellizcando los empapados labios y buscando dentro de la cálida hendidura la familiar protuberancia del clítoris.

El golpe con que se abrió la puerta les hizo detenerse de súbito. Desde el vano les observaban el acomodador y la taquillera.

–Te lo dije –habló él–. Sabía que estas dos se metían aquí para hacer guarradas.

–¡Menudo par de viciosas! ¿No deberíais estar en clase en vez de haciendo “esto”? ¡Me dais asco!

Concha y Matilde, cohibidas, recompusieron sus ropas y mirando hacia el suelo intentaron marcharse, pero la pareja les bloqueó el paso.

–¡Alto ahí! –Ordenó la taquillera–. ¿Dónde os creéis que vais? ¿Pensáis que podéis comportaros como dos degeneradas y largaos de rositas? Para enderezaros habrá que aplicaros un buen correctivo.

Intercambió entonces una mirada con el acomodador, que se la devolvió con una sonrisa cómplice.

–¡Desnudaos!

Las chicas la miraron sin terminar de creer lo que acababan de oír.

–Ya lo habéis oído –intervino el hombre–. ¡Desnudaos!

Concha agachó la cabeza, a punto de llorar, pero Matilde mostró en su mirada voluntad de oposición.

–Ustedes no pueden…

–¡Escúchame bien, niñata! –Le cortó la taquillera– ¿Quieres que os denunciemos? ¿Queréis pasar la noche en el cuartelillo? Allí sí que os iban a quitar las ganas de hacer porquerías. ¿Y vuestros padres? ¿Os gustaría que se enteraran?

Impotente Matilde miró a Concha y comenzó a desvestirse. Su amiga la imitó. Se desprendieron de rebecas, blusas y faldas, hasta quedar en ropa interior.

–¡Todo! –Ordenó la mujer– Quitáoslo todo.

Dolorosamente se desprendieron de sostenes y bragas, quedando al fin desnudas –sólo les permitieron conservar sus medias– ante el libidinoso deseo del acomodador y la sádica satisfacción de su cómplice. Se regodearon ambos con su piel pálida, tersa, adolescente; en la estilizada y algo delgada figura de Matilde y en las suaves redondeces de la generosa anatomía de Concha. El escaso y fino vello púbico de ambas, arrubiado el de Matilde y oscuro el de Concha, era torpe y pudorosamente cubierto por sus manos.

–¡Poneos de rodillas! –Volvió a ordenar la taquillera.

Las dos chicas obedecieron manteniendo sus cabezas gachas, con las miradas fijas en las baldosas del suelo. El hombre se situó ante Matilde, echando mano de su bragueta para abrir la cremallera.

–Tú, flaca, tienes cara de estar hambrienta. Tengo una cosa aquí para que te lleves a la boca. Te va a gustar, seguro que eres toda una mamona.

Matilde compuso un gesto de repulsión cuando de la abertura surgió, rodeado de una espesa aureola de vello hirsuto, el pene semierecto.

–¡No! –Protestó con tono de impotencia, recibiendo un fuerte bofetón de la taquillera como respuesta.

–¡Zorra! Es la última vez que te lo digo: harás lo que se te ordene. Así que abre la boca.

Le sujetó la mandíbula con fuerza, obligándole a abrirla. El acomodador introdujo el miembro entre sus labios con un suspiro de satisfacción.

–¡Ah! Eso es. Vamos, chupa como tú sabes, putita.

Le agarró la cuidada melena color castaño claro para modular los movimientos de su cabeza, haciéndole deslizar su boca a lo largo del fuste, arriba y abajo, empapándolo de saliva y de líquido preseminal. La taquillera se volvió hacia Concha, que permanecía arrodillada en el suelo, temblando en silencio. Se colocó delante de ella, erguida con las piernas abiertas, bien ceñidas por la estrecha falda.

–Vaya, vaya. Con lo recatada que pareces y las guarradas que te gusta hacer, ¿eh? Bien, si te va comer coños te daré algo que te va a encantar.

Desabotonó entonces el lateral de la falda y se la quitó, mostrando unas anchas caderas y unos muslos robustos aunque bien moldeados, enfundados en sendas medias de costura posterior. Su blusa color crema de mangas cortas dejaba intuir dos grandes tetas que, embutidas en el sujetador de puntiagudas copas, asemejaban un par de misiles. Bajó la braga dejando al descubierto el velludo pubis y su coño abierto por la excitación, del que sobresalían unos grandes labios húmedos por sus flujos.

Cocha hizo ademán de apartarse, pero la taquillera aferró su cabeza y estrujó su cara contra la entrepierna.

–¡Vamos! No te hagas la exquisita. Seguro que te encanta comérselo a tu amiguita. ¡Chupa o te haré daño de verdad!

La chica obedeció, deslizando su lengua entre los tiernos y pegajosos pliegues, provocando un gemido de placer en la mujer.

–¡Eh! –Dijo el acomodador divertido–. ¿Seguro que ésta es bollera? ¡No veas cómo la chupa!

La taquillera profirió una carcajada.

Sacó entonces el hombre la polla de la boca de Matilde, haciéndole toser al tiempo que procuraba recupera el resuello, y la arrastró contra el lavabo, obligándola a apoyarse de frente contra la fría porcelana y las piernas abiertas. Pasó su mano por las nalgas, la introdujo en la raja y descendió hasta la vagina.

–Ahora te voy a aplicar mi “medicina”. Con un buen rabo entre las piernas se te curarán las ganas de hacer tortillas. ¡Es el tratamiento que les dábamos a los bujarras en el ejército!

Le abrió las nalgas y escupió en la hendidura. Con el dedo índice untó el ano y lo estimuló, dilatándolo hasta lograr introducirlo dentro. Continuó masajeándolo, y cuando consideró que estaba a punto colocó su polla contra el glandulado anillo y empujó. El acomodador disfrutó permitiendo que el miembro penetrara lentamente, sintiendo como el cuerpo de la chica se tensaba en un impotente intento de resistencia, hasta que su pubis pegó contra las nalgas de ella. Entonces comenzó a embestir, apretando sus velludos glúteos, cada vez con más fuerza y rapidez, provocando en Matilde gemidos de dolor que punzaban la excitación del hombre.

–¡Eso es! –Animó la taquillera, aún con la cabeza de Concha incrustada entre sus piernas– Dale lo suyo a esa zorrita. ¡Que aprenda lo que es un hombre!

El acomodador lanzó en respuesta un fuerte gemido y redobló la potencia de sus embestidas al correrse. Animada por el éxtasis de su compañero, la taquillera se llevó la mano al coño y frotó con fuerza el clítoris, tensando con fuerza los muslos.

–¡Ah, sí, chupa, puta, chupa! ¡Me corro, me corro!

El orgasmo lanzó un abundante chorro de fluido vaginal contra el rostro de Concha, que lo recibió sin moverse con gesto de asqueada congoja.

Satisfechos, permitieron que ambas chicas, cabizbajas y silenciosas, recogieran sus ropas y se vistieran ante las miradas lúbricas y regocijadas de sus abusadores.

–Ni se os ocurra contar nada de esto –les espetó la taquillera cuando abandonaban el cine– o será peor para vosotras. ¡Y no volváis por aquí, degeneradas!

Abrazadas una a la otra, y encogidas como si quisieran protegerse de una atmósfera hostil, caminaron deprisa sin fijarse en el enorme cartel promocional de la película situado bajo la marquesina, y desde el cual una imponente Rita Hayworth fumaba displicente e insinuante, casi obscena, ajena a la burda pintada roja que habían plantado sobre ella y en la que, junto a un goteante emblema de yugo y flechas, se leía la palabra “puta”.