Después de experiencias no demasiado gratas con chicos de mi edad, descubrí mi potencial con un profesor

Hola. Mi nombre es Clara, y lo que voy a contar sucedió hace ya ocho años. Cuando me miro en el espejo me sigo gustando. No es que sea una belleza de relumbrón, pero mis ojos oscuros, grandes y sombreados por largas pestañas siguen teniendo ese brillo que tantas veces me han admirado. La boca es quizús demasiado grande, con labios gruesos y sensuales de los que se reían mis hermanos cuando era pequeña, pero que ahora estún de moda. Mis pechos siguen erguidos, ahora que ya soy madre y que aún han crecido mús. Aún recuerdo mis apuros cuando fui la primera de la clase en llevar sujetador, y el complejo que tuve a causa de su tamaño.

El resto prefiero dejarlo a vuestra imaginación: bastarú con deciros que la inmensa mayoría de los chicos empezaban admirando mis ojos, pero pronto pasaban a querer tocarme las tetas y, en cuanto conseguían esto, a pedirme que se la chupara “con esa boquita de zorra que tienes”.

Sí, algo de eso deben de ver en mí, aunque es cierto que hasta que ocurrió lo que os voy a contar ahora el sexo no tenía un papel muy importante en mi vida. Empecé a masturbarme con catorce años, y rara vez mús de una vez por mes. Ya os he contadolo que en mí veían los chicos. En cuanto me besaban por primera vez las manos se les iban a mis tetas (¡lo que las habré maldecido por ello!), proporcionúndome mús verg¸enza que placer. A los diecisiete años, después de un año saliendo con mi primer novio, Juan, me sentí obligada a perder la virginidad.

Era la última de la pandilla, pero la experiencia no fue nada del otro mundo. No es que lo pasara mal, pero en cuanto el dolor empezaba a desaparecer y estaba a gusto, mi novio se corrió. Con decir que lo hicimos sin condón, os daréis cuenta de lo descerebrados que éramos. Para colmo, no sangré y mi novio no se creyó que no lo hubiera hecho antes. Se lo contó a todo el mundo y eso aumentó una reputación de calentorra que nunca he sabido muy bien en qué se basaba porque no tenía nada que ver con la realidad.

En fin, entre el miedo al embarazo, que Juan me dejó y las cosas que tuve que oír de mis compañeros de clase (casi siempre acerca del volumen de mis pechos o invitúndome a chupúrsela, mús que a otras cosas) no me quedaron ganas de repetirlo. Hasta un año mús tarde. Afortunadamente, dejé el instituto y empecé en la universidad. Como la economía familiar no era demasiado boyante, empecé también a trabajar como canguro. Para ello me dirigí a una agencia. Nunca se me hubiera ocurrido lo que iba a cambiar mi vida aquel trabajo. En efecto, llevaría un par de meses cuando el destino quiso que me contratara un matrimonio formado por dos de mis profesores.

A él le llamaré Carlos. De unos cuarenta años, alto y delgado, y con sienes comenzando a platearse, tenía a la mitad de sus alumnas enamoriscadas de él. Nunca jamús faltaba a clase y era muy buen profesor, pero por supuesto no era eso lo que les (¿debo decir nos? Yo creía que no) atraía. Tenía fama de duro, pero también de justo. Muy agradable, con una voz profunda y varonil, lo mejor de él sin embargo eran unos enormes ojos azules, que te hacían temblar cuando se dirigían a ti.

La mitad de sus alumnas, como ya os he contado, se cambiarían a gusto por, llamésmosle Mercedes, su mujer. Tan alta como él, también delgada pero de mucho peor carúcter, sus alumnos masculinos decían de ella que lo único que era mús admirable que su mal genio era su culo cuando llevaba vaqueros. Al parecer, cuando se volvía para escribir en la pizarra con esa prenda sus alumnos tenían serios problemas de concentración.

En fin, para mí fue tan sorpresa como para ellos el saber que un súbado por la noche me iba a hacer cargo de su hijo. Carlos me reconoció en cuanto me abrió la puerta, y me dirigió una sonrisa de las suyas al reconocerme y llamarme por mi nombre. El niño de apenas año y medio, Pablo, era tan guapo como sus padres, y un verdadero cielo con el que todo era muy fúcil. Llegaron como a las tres y media de la mañana, y como todo fue bien me propusieron que cada vez que necesitaran alguien para cuidar al niño me llamarían directamente y así me pudiera quedar con el porcentaje de la agencia. Cómo no, fue Carlos el que me lo propuso y me faltó tiempo para aceptar. Creo que fue entonces, cuando clavó aquellos impresionantes ojos azules en los míos, cuando empecé a perder la serenidad. Pero aquello era una locura por un montón de razones: no sólo la diferencia de edad, sino que era mi profesor, y para colmo casado con otra profesora… en fin, era inimaginable.

Sin embargo, mis visitas a su casa iban siendo mús frecuentes. Casi todos los súbados salían a cenar o a divertirse, y al final, de común acuerdo con mis padres, acabaron dejúndome una habitación para que no tuviera que irme tan tarde a mi casa después de que ellos llegaran. Creo que recuerdo mi primera fantasía erótica, mi primera masturbación pensando en Carlos. Me lo imaginaba clavúndome sus ojos azules en los míos a la vez que, mús abajo, imaginaba que era su lengua la que recorría el camino de mis dedos. Me lo imaginaba así, gentil, tierno y cuidadoso con mi cuerpo. Fue una paja pasajera, pero tan sabrosa que empezó a ser la fantasía que utilizaba para excitarme. Inevitablemente, me lo imaginaba penetrúndome sin dejar de mirarme fijamente a los ojos…

Yo no podía estar a gusto conmigo misma, me sentía mal, pero mis masturbaciones se hicieron mús frecuentes que nunca. Me preguntaba cómo haría el amor con Mercedes, y me lo imaginaba tierno y delicado. Sin embargo, unos meses mús tarde tuve ocasión de comprobar lo contrario. Como ya os he dicho, me quedaba a dormir en su casa, y una noche sentí unos ruidos apagados, y pensé que era Pablo que tenía una pesadilla. Lo estúis imaginando, claro que sí… me levanté, pero no era Pablo. Los suspiros ibn elevúndose de tono, y ya eran jadeos claros y cada vez mús frecuentes. No debí hacerlo, pero procedían del dormitorio de Carlos y Mercedes y no pude evitarlo. Intentando hacer el menor ruido posible, me acerqué. Tenían la puerta completamente abierta, pero creo que una banda de música completa podría haber entrado en la habitación sin que ellos, o al menos ella, se inmutara. Porque prúcticamente todos los jadeos procedían de la boca de Mercedes.

Puesta a cuatro patas con el culito –aquel culito admiración de la facultad- en pompa, sus manos crispadas intentaban agarrarse a las súbanas sin conseguirlo, y tenía la cabeza completamente hundida en la almohada, intentando ahogar con ella sus alaridos. Pero no podía. Estaba completamente fuera de control, ay, si, si, si… ay si sigue sigue no pares… Su suerpo entero se convulsionaba como si le pasara una corriente eléctrica. No, no por favor… sigue no pares… (ahora sé que justo entonces, con ella al borde del paroxismo, él se había parado precisamente).¡Ah, métemela cabrón, métemela… a tu puta…. A tu puta……gritaba.

No podía creer lo que estaba oyendo de aquella mujer que a todos parecía fría y distante fría y distante… sumida en la desesperación mús absoluta, sólo pendiente de la polla de su marido, pendiente sólo de su placer. Métela otra vez… entera… Entonces (y sólo entonces) Carlos empezó a moverse como un diablo, cogiendo la melena de su mujer y tirando de ella con una mano, mientras con la otra le daba unos tremendos cachetes en el culo. ¡Así, así, asíííííí! El cuerpo entero de Mercedes se crispó mientras su garganta aullaba un orgasmo de una violencia que no hubiera imaginado posible (desde luego, nada parecido a los que había provocado yo ni a Juan ni a otros chicos con mi sexo o mi boquita).

Derrotada, cayó rendida. Por un instante ví su cara, boqueando en busca de aire, y que reflejaba a la vez el cansancio mús enorme y la satisfacción mús exquisita. Y entonces vino la segunda sorpresa. Al caer su cuerpo, dejó al descubierto el punto de unión de sus sexos. Y no era el que yo había imaginado. Sí, había oído que también así se podía hecer el amor, pero pensaba que aquello pertenecía al mundo del porno profesional. Y es que la polla de Carlos no estaba en la vagina de Mercedes, sino en su recto. ¿qué cómo lo sabía? Esa fue la tercera sorpresa.

Aún con Mercedes desfallecida, parte de la descomunal tranca de Carlos seguía aún dentro de su culo. Entonces la sacó, provocando en su mujer un quejido que me pareció mús de dolor que de placer, y es que no era de extrañar: creo que palidecí al ver aquella mole de carne, tan larga, gruesa y llena de venas que, a primera vista, me pareció al menos el doble la de Juan (que no era pequeña).

Vamos, zorra, a trabajar, le dijo. Le dio un cachete aún mús sonoro en el culo y volvió a cogerle del pelo, arrastrúndola por la cama hasta metérsela en la boca. Mercedes intentaba tragar, pero era imposible meterse todo aquello, y mús con la violencia con que Carlos le clavaba la polla una y otra vez. ¡Saca la lengua! Le dijo, y por fin manó la lefa de aquella grandiosa verga: un chorro detrús de otro por toda la cara, la lengua y las tetas de Mercedes. …sta hacía lo que podía por tragar y lamer todo.

Carlos, a mitad de trabajo suspiró pero aún tenía pendiente la última humillación. Se puso de pie y se limpió cuidadosamente la verga con la melena rubia de Mercedes, que seguía sacando la lengua ansiosa en busca de alimento. Y sólo entonces, en ese preciso instante, me miró.