Dándole una probadita al centauro

—¿Crees que no noto la forma en que me miras y me juzgas? ¿A qué le temes? ¿A que te guste más de lo que ya lo hago? ¿O a que te demuestre que puedo hacer que te corras una y otra vez si me dejas probártelo? Rodé los ojos. Ya estaba. Era suficiente. —Me voy —dije poniéndome de pie. En el instante en que me levanté del asiento, él sostuvo mi brazo con su mano, en un agarre firme pero sin excesiva fuerza. Al ver que se levantaba para impedirme el paso, pude ver la enorme verga que se le asomaba salvaje y libre por entre las piernas, casi como una visión hipnótica que mis ojos seguían sin que yo los controlara del todo. La boca se me hizo agua al instante: era la verga más gruesa y deliciosa que hubiera visto nunca, y de inmediato mi entrepierna, mojada como la tenía, comenzaba a palpitar por reclamar semejante miembro como propio, a sabiendas de que podía destrozarme el coñito con ese tamaño. Me quedé paralizada por una ola de deseo que desconocía como propio de mí, y mi mano temblaba bajo su agarre. No quise mirarlo a los ojos, porque sabía que él ya se había dado cuenta de lo mucho que lo deseaba. Y en efecto, su socarrona sonrisa solo me lo comprobó cuando cruzamos miradas. Me sonrojé y agaché la cabeza, avergonzada. —Chúpamela —me ordenó con voz firme. Me sobresalté al escucharlo y tuve que admitir que esa petición mandó un temblor directo a mi sistema nervioso que terminaba en mi sexo.  No quería. No quería. Era un sitio público, pero la idea me excita a por completo. Adivinando mis miedos, acarició mi barbilla y me obligó a levantar la vista hacia él. —Si alguien pasa cerca te cubriré con mi chaqueta y nadie podrá verte debajo de mí. —No lo sé… Él adelantó su entrepierna dando un paso con su pata trasera, invitándome. —¿Te vas a perder la oportunidad de comerte mi verga solo porque tienes miedo de que nos vean? —acarició mi rostro, provocativo—. ¿Qué diría la gente si te ve chupándoselo a un centauro? —sonrió, luego añadió—. Protegeré tu secreto, Roci —¿Me lo juras? —pregunté esperanzada. Él sonrió adelantando las patas traseras para ofrecerme aún más su grueso pene, que era casi de la extensión de todo mi brazo a excepción de la mano. Me incliné sobre mis rodillas entre sus patas para tomarlo con mis manos y sentir su grosor en mi palma, que apenas podía cerrarse en torno a él. Palpitaba dura al tacto, y mi boca se sentía hambrienta con solo verla en el intento de cubrirla con mi mano. Separé más mis piernas para que el fresco de la noche me hiciera sentir entre la minifalda lo húmeda que estaban mis pantaletas. Arikles acomodó bien sus cuatro patas para que pudiera masturbarlo a gusto, pero yo no iba a dejar que esa delicia se perdiera de probarse contra mi paladar, por lo que la tomé con ambas manos para dirigir bien el glande a mi boca, degustando su sabor salado, más salado que de costumbre. Sin mentir, tuve miedo de que en algún momento la mandíbula se me desencajara por tratar de tener algo tan grande dentro, y agradecí que Arikles fuera lo suficientemente decente para no comenzar a embestirme la boca como un animal salvaje, como otros malos amantes habían hecho cuando les había dicho mil veces que no me cabía toda en la boca. Para mi deleite, mi amante centauro seguía bien el ritmo con el que mi boca quería tomarlo. —Ah, Roci, sígue así. Me encanta esa boquita tuya… Continué chupando al tiempo que acomodaba mejor mis rodillas, que ya se resentían sobre el césped por la posición en que me encontraba bajo su vientre, para tenerlo mejor en mi boca. Yo sabía que le gustaba mucho lo que le estaba haciendo porque lo veía menear la cola de caballo de forma circular, como un látigo que me impulsaba seguir más a prisa. Comenzaba a entender por qué a las otras mujeres les gustaba tanto la verga animal: su grosor y sabor no se podían comparar a nada que hubiera probado antes. Tuve que poner una mano a un costado de mis muslos para mantener el equilibro y chuparlo: estaba tan duro que ya no necesitaba que guiara con su otra mano el camino a mi boca, pues él sabía encontrarlo por sí mismo, sin abusar de su posición y su tamaño para provocarme arcadas. Arikles no estaba comportándose como un patán buscando meterla más allá de lo que me cabía en la boca; por el contrario, dejaba que yo guiara el ritmo con el que lo estaba tomando, y a mí me gustaba oírlo jadear cada vez que descubría un truco con mi lengua sobre su piel sensible. Tenía tan buen sabor… —Detente. Me descoloqué ante su petición, y de inmediato me paralicé al imaginar qué estaba ocurriendo.