Todo comenzó porque a ella se le averió el coche, me ofrecí a llevarla y terminamos haciéndolo como dos desconocidos que se tienen muchas ganas

Fue rápido: encontrarla al borde de la carretera, subiendo el coche a la grúa, hacerle el favor de acercar a dejar los niños a casa de los suegros y ofrecerme a dejarla en algún sitio en la ciudad, que me venía de paso.

Rubia, estrenando tetas justo después del divorcio, con el recuerdo de sus pezones endureciéndose cuando mi mujer le contaba que éramos una pareja abierta, Nata estaba empezando a quererse un poquito y necesitaba sentirse reforzada.

– Bueno… tendré que pagarte el favor.

– No hace falta, Nata…

– La verdad es que me has salvado la vida, tirada con este calor y sin poder ir los tres en la grúa.

– Bueno, ha sido casualidad que pasara por allí…

Lo había sido, pero la verdad es que la había visto desde lejos, blusa ceñida, pantaloncito corto, antes de reconocerla.

– No, en serio, te debo una…

– No hace falta que me pagues… pero si quieres puedes dejarme algo en prenda.

Se quedó cortada, pero se le fue iluminando la cara.

– Me parece justo, pero ya ves que tienes muy poco para elegir.

La miré de reojo. Sonreía.

– ¿Qué me ofreces?

– Elige tú… no me gustaría darte menos de lo que mereces…

La miré de nuevo.

– Creo que me encantaría tener tu blusa, pero podríamos causar un accidente…

Sonrió de nuevo, mordiéndose el labio de abajo.

– ¿Qué tal si me das tu pantaloncito…?

– Si tú me lo pides…

– Sí, hacemos eso… me das tu pantaloncito, yo lo guardo en prenda y vamos a tu casa a que te pongas otro para tomar una cerve y celebrar que nos hemos encontrado.

– Vale, te lo entrego y vamos a casa…

Soltar el cinturón, quitar el botón del vaquero cortado y bajar la cremallera no le costó nada, pero esperó un poco para hacer nada más. Como iba conduciendo sólo le podía echar miraditas cortas, pero me encantó ver cómo se descubría esa braguita blanca y cómo me dejaba tiempo para verla con calma, para preciar como se le marcaban los pezones. Después levantó un poco el culo y deslizó sus pantalones hasta los tobillos. Sacárselos de todo con las sandalias le costó un poco de tiempo y algo de glamour, pero en seguida los dobló y me los entregó con el cinturón de cuerda dorada que los había ceñido.

– Toma, guarda tu prenda.

Los cogí con una mano y me los puse en el regazo, justo sobre la erección que ya casi no se disimulaba.

– ¿Y eso…?

Señalé a un tatuaje de una liga que le rodeaba el muslo, justo donde debía terminar el pantalón.

– ¿Te gusta? Me hace sentirme elegante.

– Es precioso – mentí- pero debe haberle hecho mucho daño a una piel tan suave.

– No tanto.

– ¿En serio? Es una piel muy fina, ¿no te la ha estropeado?

– No, nada, míralo.

No podía mirar, pero empecé a subir dos dedos desde su rodilla hasta rodear el tatuaje por el muslo.

– No, es verdad.

Nata sonreía abiertamente.

– ¿Y por qué que es más fina?

Deslicé los dedos al interior de sus muslos. Nata dejó caer las piernas hacia los lados, cerrando los ojos y dejándose hacer. Bajé los dedos hasta la rodilla y empecé a frotar lentamente la parte de arriba de los muslos. Después volví a acariciar lentamente su interior, mientras Nata cerraba los ojos y se entregaba.

No me gusta ir al grano demasiado rápido, pero estábamos entrando en la ciudad y además tampoco tenía demasiada facilidad de movimientos. Pronto me colé dentro de las braguitas, recibiendo una calurosa y húmeda bienvenida. Nata soltó un gemido y abrió las piernas todo lo que pudo. Yo aproveché el permiso para empezar a conocer su coño, deslizando mis yemas por sus labios mayores hasta llegar a una pequeña flor de pelitos cortos que adornaba su pubis. La tironeé un poco antes de volver a recorrerle los labios hasta abajo, buscando su ano. Ella se escurrió hacia abajo en el asiento, facilitándome el trabajo, pero me limité a punteárselo un par de veces, extendiendo el flujo alrededor.

Con los ojos cerrados, Nata estaba completamente entregada. Decidí no parar y abrí sus labios mayores, apretando la braguita contra su vulva, para que se empapara. Después la recorrí con mi uña, desde el ano hasta el clítoris, para que se pegara hasta al último milímetro del coño.

– Sigue…

Aproveché aquel permiso que no necesitaba para meterle dos dedos en la boca. Noté un fuerte chupón hacia dentro y una lengua atornillada en ellos que sentí en lo más profundo de mis bolas. Saqué los dedos para llevar su saliva a mi boca y se los metí de nuevo en la suya, para recibir el mismo tratamiento.

– Moja…

Su lengua se esforzó en dejar mis dedos empapados y bajé de nuevo a su coño. La mano de Nata corrió las braguitas para que pudiera, despacio y con mucho cuidado, primero uno y después dos hasta lo más hondo que la postura me dejaba. Rodeé bien toda la vagina, empapándolos de flujo, para después llevármelos a la boca.

– ¡Delicioso!

– Mentira…

– ¡Me encanta el sabor a coño, y el tuyo es especial!

Se lo demostré hundiendo de nuevo mis dedos como una cuchara y llevándolos a mi boca empapados de flujos. Degusté hasta la última gota y después los llevé a la suya.

– ¿Ves? No he dejado nada…

Aquello desató la calentura de Nata, así que volví a enterrarle mis dedos en el coño, empezando una rápida follada. Quería terminar antes de llegar a su casa. Mis dedos se acompasaban con su chapoteo y ella iba mugiendo flojito, como una vaquita caliente.

Habíamos parado en un semáforo, así que pude acelerar un poco. Los mugidos casi no dejaban respirar a Nata, que cada vez tenía la boca más abierta, como si no le llegara el aire. En ese momento vi que la chica del coche de al lado nos miraba alucinada. Le dediqué una sonrisa y, sacando los dedos de dentro de Nata, dibujé un corazón en la ventanilla.

La cosa prometía, con una chica cayéndose hacia un orgasmo y una voyeur flipando en el coche de al lado, pero un estrépito de cláxones nos sacó del limbo. El semáforo estaba verde y ninguno de los dos nos habíamos enterado. Alternando la mano entre el coño y el cambio de marchas reinicié la marcha, sin dejar de pajearla porque ya estábamos cerca de su casa. En el siguiente semáforo me subí con el meñique al clítoris y un berrido alucinante desencadenó las convulsiones del orgasmo.

– Ahhhhhhhhh!!!

Pese al susto que me dio, no dejé de acariciarla. Aproveché un sitio libre justo después del semáforo para encajarme allí y seguir dándole caña, más suave pero sin parar. Las convulsiones se hacían más lentas, pero se concentraban en golpes de riñones que iban marcando sus gemidos. Mi mano se iba empapando de miel, haciendo cada vez más fácil deslizarla por su vulva.

– Para, por fav…

No tenía intención de parar. Volví a acelerar mis movimientos, ya más cómodos, y Nata empezó a saltar con un nuevo orgasmo. Miré a los lados, por si teníamos compañía, pero estábamos teniendo la suerte (quizás mala) de que nadie pasaba por allí.

– Para, para, por favor. No puedo…

Le hice un poco de caso. No paré, pero me limité a hacer caricias suaves, que fueron tranquilizando sus gemidos.

– Escandalosa, estamos en tu barrio…

Nata abrió los ojos de par en par, como si saliera de una abducción, reconociendo la calle.

– Sigue un poco más adelante. Yo vivo en aquel bloque y mi plaza de garaje está libre.

Entramos en el garaje y ella me señaló su plaza. Sonriendo, clavo sus ojos en mí y empezó a levantar su pantalón, que aún estaba en mi regazo.

– Vuelvo a deberte una, y ahora no me voy a conformar con dejarte una prenda…

Su mano me frotaba el pedazo de erección que me había causado verla. Sin dejar de sonreír agachó la cabeza y de un tirón bajo mi pantalón y mi calzoncillo.

– ¡Ohhh! ¡Hola, pollita!

– …

– Por fin nos conocemos. Un beso.

Nata metió mi glande en su boca y empezó a hacerle un molinete con su lengua. Era insoportable. Tenía una erección de caballo y ella estaba jugando duro desde el principio. Pronto su melena rubia subía y bajaba en mi regazo, haciendo que mi glande se encajar en su garganta.

– ¡Frena o no respondo!

No frenó. Dejó de meterse la polla hasta la garganta, pero sus labios y su lengua no me dejaban parar. No sabía qué hacer para aguantar.

– ¡Nata, me voy!

Sacó la polla de la boca y, pajeándola con una mano, se la metió en su canalillo. No pude aguantar más y empecé a vaciar cargas y cargas de leche sobre sus tetas. Cuando aquello paró se incorporó, sin dejar de pajear suavemente mi polla, que iba decreciendo. Estaba preciosa, con un manto de leche desde su garganta que lo manchaba todo y se perdía bajo la blusa, entre la tetas. Sonreía, feliz, sudada. Estaba preciosa.

Metí el dedo bajo su sujetador, rodeando su pezón, y empecé a rebañar semen. Dejé mi dedo delante de ella, como una invitación. Abrió la boca y empezó a lamerlo. Lo cambié por mi lengua y nos fundimos en un morreo guarrísimo, mientras la leche de su cuerpo pringaba mi camiseta.