Mi adicción prohibida, no me puedo resistir a esto

Nota del autor: Este relato es ficción, trata de un intento de introspección en la mente de un depredador sexual. Es bastante descarnada la forma en la que todo se expresa, pues he intentado meterme en su pellejo. Ha sido muy duro de escribir, pues ha sido ponerse en el lugar de una persona miserable e inhumana, por lo que no creo que sea agradable de leer. Aun así creo que su lectura puede merecer la pena.

No debería haber pasado. Todo estaba previsto al más mínimo detalle. Aun así, puede que me confiara un poco más de la cuenta y he cometido un pequeño despiste. Despiste que ha propiciado que acabe con mis huesos en esta mugrienta cárcel.

Los irrefutables hechos estaban ahí, sin embargo, durante todo el proceso judicial, he seguido declarándome inocente de manera obstinada. Mis palabras no sirvieron de nada, todas las pruebas apuntaban en mi contra y el magistrado me sentenció a veintidós años de prisión.

En el fondo me debería sentir satisfecho de mi superioridad mental, pues en el fondo he conseguido engañarlos a todos. Únicamente he sido juzgado por mi última “travesura” y no siquiera han sospechado de todas las demás que he ido perpetrando a lo largo de los últimos años.

Posiblemente cualquiera que se haya leído un manual de psicología atribuiría mi “afición” al comportamiento de mi padre. Un bruto que se daba a la bebida y que, desde que mi madre nos dejó, buscaba en mi cama lo que ya no encontraba en la suya.

Al principio recuerdo que me dolía mucho y me repugnaba otro tanto, pero con el tiempo mi cuerpo y mi mente terminaron acostumbrándose a aquella salvajada, hasta que acabé viviendo “nuestro secreto” como algo de lo más habitual. Si algo tenía claro de todo aquello, es que de las cosas que me obligaba hacer, no podía contar nada a nadie, pues si lo hacía cumpliría sus amenazas y me mataría.

Un día conoció a una mujer y la cosa cambió para mejor. Pese a que esta no me trataba bien, era vaga como ella sola y bebía casi tanto como él, me alegré de que se viniera a vivir con nosotros. No tuve que volver a soportar su cuerpo sudoroso contra el mío, ni a respirar ese hedor a alcohol barato que desprendía.

Seguramente porque mi presencia le recordaba su pecado, mi padre no tardó mucho en buscar un lugar para olvidarme y me envío a un internado. Una jungla de intolerancia donde, gracias a la desidia de los responsables de mantener el orden, la sumisión sexual se había convertido en una variedad del acoso escolar, en una muestra más de poder.

Con el tiempo conseguí pasar de victima a verdugo y aunque disfrutaba con imponer mi voluntad a mis semejantes, nada me producía tanta satisfacción como quebrar la inocencia de los más pequeños. Al igual que me sucedió a mí con mi padre, ellos ignoraban la verdadera finalidad de lo que les hacía y esa vulnerabilidad los convertía en más deseables, en más manipulables.

Aprendí que si me comportaba como su amiguito, si les enseñaba a ver el mundo de mi forma y modo, no tenía que preocuparme porque me delataran y mis juegos con ellos terminaban siendo mucho más placenteros. Se convirtieron en un remanso de dicha y tranquilidad al que siempre yo quería volver: el sitio de mi recreo.

Tras abandonar el internado, mi afición prohibida pareció quedar encerrada entre aquellas cuatro paredes. No obstante, por muchas mujeres u hombres con los que me acostara, no encontré a nadie capaz de hacerme olvidar a mis dulces criaturas. Unos seres inocentes que terminaron convirtiéndose en los protagonistas de todas y cada una de mis fantasías onanistas.

Intenté por todos los medios que sus tiernos cuerpos no se adentraran en mi realidad, pero sus cantos de sirenas me atosigaban en cada sitio al que iba: en los centros comerciales, en los colegios, en los parques…Estos últimos terminaron convirtiéndose en mi más frecuente coto de caza.

Al principio, escondido tras libros que nunca leía, me limitaba a sentarme en un banco y a observar como jugaban. Sus movimientos, sus gritos, sus caritas sonrientes… Cualquier cosa en ellos conseguía excitarme de un modo tal que ninguna mujer, ni ningún hombre había conseguido jamás. Contemplarlos simplemente era la mayor de las satisfacciones.

Entre esas frutas prohibidas era fácil encontrar siempre alguna más vulnerable que el resto, alguien a quienes unos padres demasiados ocupados en ganar más dinero de lo necesario, delegaban sus cuidados en una persona que no se sentía realizada con su trabajo y que no actuaba con la diligencia que debía en la mayoría de las ocasiones.

Mi siguiente paso tras tantear el terreno y otear a la presa, fue prepararme para la caza y para ello me fui convirtiendo, poco a poco, en un maestro del disfraz. Aprendí a maquillarme de un modo que me hiciera irreconocible y a la vez me diera un aspecto afable. Si esto no me convertía en otra persona distinta a la que era, echaba mano de gafas, bigotes, barbas y pelucas. Lo que fuera necesario con tal de pasar desapercibido, ser un ser anónimo más de la jungla de la ciudad.

Acercarme a ellos llevaba su tiempo y no siempre mi plan surtía efecto. A veces llevar una gorra de “Hello Kitty” o una camiseta de la “Patrulla Canina” no despertaba su interés y ni mi aspecto de buena persona, ni mi amabilidad convencían a sus cuidadoras, quienes, sin pudor de ningún tipo, manifestaban una cortante desconfianza hacia mí.

No obstante, un buen cazador no desiste en su intento y a mayor dificultad, el premio se transformaba en algo más suculento. Cambiaba de disfraz y de lugar de “caza” con una facilidad más que pasmosa, ningún me esfuerzo me parecía excesivo con tal de conseguir mi objetivo que siempre terminaba llegando. ¡Qué tiernos cuando se acercaban a mí para hablar y me consideraban su amiguito! ¡Qué dulce cuando sus cuidadoras me regalaban su confianza y me pedían amablemente que cuidara un instante de ellos!

Un descuido o un bullicio pasaban a ser la ocasión perfecta para hacerlos desaparecer. La historia siempre era la misma, los llevaba a mi “lugar secreto” y jugaba con ellos (quisieran o no quisieran). Cuando el demonio que rugía en mi entrepierna agachaba la cabeza, les daba su medicina y los hacia dormir para siempre. Abandonando su cuerpo en un bosque de mi próximo nuevo hogar.

¿Cuántas veces he cambiado de residencia y de trabajo en los últimos años? Diez, lo sé por el número de objetos que guardo en mi caja de recuerdos. Desde la primera vez, siempre me he quedado con algo de mis compañeros de juego: Un broche del pelo, un calcetín, un pendiente… Algo que me rememorara los momentos vividos y calmara durante un tiempo los deseos que me obligaban a salir de “caza”.

No sé cuál fue mi descuido la última vez. Todo fue según el minucioso protocolo previsto y, como siempre, no deje cabos sueltos. Seguramente se trataría de un error muy nimio, pero suficiente para despertar las sospechas de las fuerzas de orden público.

Cuando la policía entró en mi “lugar secreto”, ni siquiera me había dado tiempo de que mi último “juguete” se hubiera tomado la “medicina” de dormir para siempre.

Se me acusó de violación a un menor. Un crimen abominable que yo jamás he cometido. Nunca he sido un salvaje como mi padre, siempre he sido muy tierno y cariñoso con mis amiguitos. ¿Por qué les cuesta tanto trabajo a la gente entender que no hago nada malo con ellos, que lo único que hago es jugar? ¿Ignoran que soy el único que se preocupa por esas criaturas a las que sus padres no quieren? ¿Tan difícil le es comprender eso?

Mientras esta sociedad cínica sea incapaz de asumir esto, todos los que como yo tenemos esta afición prohibida y no tenemos el dinero suficiente para alquilar o comprar un compañero de juegos, seremos juzgados injustamente por un montón de hipócritas más preocupados en aparentar que en conocer la verdad.

Hoy es mi segundo día en la cárcel de Herrera de la Mancha y ya todos me acusan de ser lo que ellos llaman un hijo de puta pederasta. Esta mañana he sido amenazado por mis compañeros de módulo y esta noche, con el beneplácito de unos guardias que han mirado con gusto para otro lado, me han sacado de mi celda y me han llevado a un lugar apartado.

Mientras camino a la fuerza entre dos de ellos, puedo oler la podredumbre que emanan. El nauseabundo aroma a humanidad empapa mis papilas olfativas, retrotrayéndome a tiempos donde era más débil, más vulnerable y donde no podía imponer mi voluntad.

Cuando entre dos de ellos me obligan a colocarme de rodillas, con la cabeza apoyada en un banco de la lavandería, no puedo evitar acodarme de mi padre y de las brutalidades que me obligaba hacer. La violencia con la que me bajan el pantalón y el primero de ello introduce su polla en mi culo hasta desgarrar salvajemente mis entrañas, rememora momentos que creía olvidado. Un trapo en mi boca se encarga de apagar un doloroso quejido mientras que unos lagrimones recorren mis mejillas.

Lo peor de todo es que no me darán la “medicina” para dormir como yo a mis amiguitos, lo peor es que me han prometido volver mañana, el otro y el otro… Todos y cada uno de los días que me quedan por pasar en este presidio.

¡Dios!, ¿qué he hecho yo para merecer esto?

Si te ha gustado y quieres leer más relatos de este estilo, a principio de año publiqué una guía de lectura, donde en el apartado Microrelatos están los links de todos los publicados hasta el momento.